sábado, 27 de marzo de 2021

El último tren

 A vueltas con el tracatrá del tren recuerdo que fueron dos veces más una tercera fallida las que subí a él en la Estación Calamocha Nueva. No está mal irónicamente hablando que en más de cincuenta años me sobren los dedos de una mano para contarlas.

La primera vez fue allá por el verano de 1974 cuando termine segundo de párvulos y Doña Pili Guallarte en la puerta de su casa, éramos vecinos, me dio las notas escritas en una cuartilla que aún conservo. Sobresaliente y excelente comportamiento. Demasiado buena conmigo. El reloj de la estación marcaba alrededor de la una de la tarde cuando arranco. Nuestro destino era Valencia donde llegamos sobre las nueve.

La segunda vez seria a finales de los ochenta en los años de estudiante. Lo cierto es que la estación siempre quedo lejos y vivimos mayoritariamente de espaldas al tren. El autobús era lo nuestro. Sin embargo, en aquella ocasión el sector del transporte de pasajeros por carretera estaba en huelga y no hubo más remedio que pedir que nos subieran en coche al tren. La estación estaba hasta arriba, hacia un frio de tres pares de coquines y el jefe con buen criterio no vendía billetes. Imposible meternos a todos en un tren que ya vendría lleno de Teruel. “Primero subirán los militares, luego los mayores y al final los estudiantes” tal cual nos ordenamos. Llego hasta arriba y se fue hasta los topes. Subimos todos. Como piojos en costura, de pie en poco más de una hora llegamos a Zaragoza ¡y de balde! Fue un viaje genial. ¿Por qué no nos cobraron?, ¿por qué no pusieron más vagones? Las preguntas de siempre. ¡Vaya previsores!

 

Al año siguiente por las mismas fechas y tras un concierto de Los Inhumanos, misma huelga, misma jugada, mismo frio o más y el jefe de estación dijo “No hay plazas, viene lleno, subirán los militares. Los demás joparos a casa”.

 

Siempre se ha dicho que el tren no espera a nadie al tiempo que te recomiendan que te apartes pues él no lo hará. Finalmente, para callarte te mandan a chiflar a la vía. Ahí justamente estamos ahora. O lo tomas o lo dejas, o te apartas o te atropella. Las reclamaciones al Maestro Armero.

 


¡Ojo que viene el tren! ¡Y lo hace por la vega! ¡Bravo!¡Válgame dios! Cuan mayor soy, yo que en mi infancia vi pasar trenes desde el huerto de la Serrana y sentí su paso las noches de verano en la fresca. Vi retirar sus traviesas años después para el AVE de Sevilla, ¿sería verdad? ¿Qué está pasando aquí, volveré a la niñez, a ver el tren desde el huerto? No quiero ni lo uno ni lo otro.

Aquella olvidada Estación Vega, la vieja que a la espera de una segunda oportunidad en forma de vía verde fue magníficamente recordada por Jon Lauko en su “Agapito” resulta que está a unos años de ver pasar de nuevo el tren. Entonces era parada obligada en medio del campo, café de puchero y tentempié en su cantina para deleite de los señoritos de alta cuna camino del Ritz de Madrid. Señoritos que ahora volverán de costa a costa, pasando del frio y del Jiloca. Que paisaje más bonito dirán. Dirían si fuesen a viajar mirando por la ventana, que no lo harán teniendo una pantalla a mano. ¿Volverá el tren a los del Barrio el Bao, medio Rabal y Calamocha entera marcar las horas con su veloz paso en lugar de las campanas de la iglesia? ¿A despertarnos y mandarnos a la cama como décadas atrás? ¿Nos partirá en dos algo más que el corazón?

El tiempo y dios dirá, en concreto aquel dios que hecho hombre vive en Madrid propone y dispone. Que el otro, el del cielo no hay duda está con nosotros, los pobres desamparados que no queremos ver morir lo único que nos queda: el rio y la tierra que nos dio la vida.

 Publicado en El Comarcal del Jiloca el día de San José del año del señor 2021

sábado, 6 de marzo de 2021

Aquella Estación Vega por Paco Rubio

En la Estación Vega, los tres edificios bien alineados que formaban parte del anden principal, la hilera de postes del telégrafo y los álamos que jalonaban el final anunciando la hermosa vega formaban un conjunto armonioso y elegante que había sido el orgullo del pueblo cuando, a comienzos de siglo, el ferrocarril, tan deseado, había traído el progreso y la modernidad. Ahora medio siglo después con la construcción de la nueva línea para enlazar el Levante con la Estación Internacional de Canfranc, al ser construida la nueva estación, la Estación Vega, que empezaba a ser mas conocida por Estación Vieja, había adquirido una cierta decadencia aunque manteniendo la dignidad que le daba el ser paso obligado hacia la capital. Todos los trenes que salieran de Valencia con destino a Madrid debían pasar y parar en la Estación Vega. Esa circunstancia le hacia mantener un aire mas distinguido.

 

Maravilloso recuerdo de Jon Lauko en Barrendero, enterrador ferroviario. 




sábado, 27 de febrero de 2021

Nunca

Aland Ladd era el actor preferido de mi padre y este solía decir cuando leíamos su nombre en los créditos iniciales que ninguna película en la que actuase podía ser mala. Menos aún una obra maestra como Raíces Profundas. En ella el rubio actor al marcharse del rancho obligado por las circunstancias a la pregunta de la mujer protagonista “¿no volveremos a verte nunca?” responde: “nunca es demasiado tiempo”.

Ha llegado febrero dejando atrás el frío y situándonos a nosotros mismos en apariencia en medio de la nada. Mes de obligado paso hacia el sol primaveral y el esperado renacer de la vida. Ecuador del año sanroquero a seis meses del pasado agosto y del venidero ¡Queda hoy todo tan lejos!

Tan lejos que el pasado y el futuro convierten el gris presente en un camino yermo de tránsito obligado y terrible. De zancadas minúsculas y cansadas del que a escape y en vano queremos jopar. Por más que corramos no avanzamos y nos llega a parecer que no hay final ni descanso. Ni más aliciente que el ver acabar la pandemia. Lo cual ciertamente sucederá, ¿pero cuando? Triste consuelo este pues no sabemos la fecha. Lo mismo les ocurrió a quienes nos precedieron y vivieron la peste de finales del siglo XIX y la gripe española de comienzos del XX ¿Quién iba a pensar que padeceríamos y nos sentiríamos como ellos? Dichoso patrón San Roque ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Nos preguntamos a diario quienes aún tenemos fe en ti. ¡Tambores, carracas, matracas, los santos encerrados, guardados y sordos a cuanto nos ocurre! Ansiamos ver el final y poder volver.

Sin apenas recuerdos de la Calamocha del pasado año, sin fotos que volver a mirar, consciente de los saludos perdidos e igualmente de las conversaciones que ya nunca tendrán lugar. Caras que ya no encontraré, sonrisas perdidas, abrazos imposibles ausentes todos los besos del mundo. Sin poder acercarme a dar vuelta de nada ni de nadie. Ni de la casa donde nací ni del cementerio donde mi padre espera. Meses convertidos en años, horas en días. Un año que serán dos si no tres y el número de contagios publicado a diario a media tarde dando fe de que el pueblo se desangra.



Supongo lejos de ser el único calamochino de la diáspora, habrá otros muchos en mí misma situación. Alejados del pueblo algunos pasamos los días viendo viejas cintas del oeste tarde tras tarde para olvidar el presente y el futuro más cercano. Y no teniendo pasado reciente como no tenemos todo se complica aún más. En mi caso siento como cada día me distancio un poco más. A veces hasta me olvido de dar vuelta de la red y ver cómo va el pueblo tras el negro enero a pesar de lo mucho que nevó. La radio, la televisión, el comarcal han pasado a un segundo plano y me olvido de llamar a unos y otros. De saludar y de preguntar, “¡Hola! ¿cómo va todo?” Todo porque tengo miedo de escuchar lo que no quiero oír, que uno y otro está contagiado, que anda aquel por Teruel que ayer tarde enterraron a uno más y lo peor de todo que no haga cuenta con volver porque esto no se acaba.

Siento por instantes como me alejo de Calamocha sin importarme y no es así. No quiero que sea así, quiero volver como si nada hubiera sucedido, ¿un imposible? lo sé, pero lo quiero. Que el agua de la Fuente del Bosque, nacimiento de todo lo calamochino, nunca se pudo beber, lo sé, pero la bebi. El caso es que me falta algo y me sobra cansancio. Unos meses más, otro año más de confinamiento y miedo y tal vez habré dejado de ser calamochino, comenzado a olvidar.

Y es que yo, Calamocha, sin ti, en realidad no soy nada y a veces me parece que ya nunca vaya a volver a verte, ¡cuánto te echo de menos!, no verte sonreír, no poder abrazarte. Y aunque ya nada vaya a ser como antes yo quiero volver y caminar entre tus calles y puertas mayormente cerradas. Recordar y dar lugar a nuevos recuerdos que vuelva con los días el futuro a ser lo más parecido posible al pasado. A los días felices que nos diste.

Publicado en El Comarcal del Jiloca 19 febrero 2021 


sábado, 30 de enero de 2021

Una suerte loca

Paso el Tío Vitos a casa de mis abuelos en el Peirón. Era mi padre un crio, lo recordaba a menudo, le tiro mano al porrón, se sentó y a escape comenzó a cascar de lo que traía el tiempo. La boda en segundas nupcias de aquel vecino mozo, viudo y sin hijos con una viuda de la comarca. “Ha tenido una suerte loca, a mi ver ella tiene tres hijos ya criaos, listos para ponerlos a trabajar y aviar la casa. Auge, una suerte loca, y además flamenca”. Pues algo así es lo que nos ha pasado a los nostálgicos amantes de los recuerdos a caballo entre el blanco y negro y el color con la publicación del libro Así en la tierra como en el suelo.

A cualquiera de nosotros los caminos nos llevan antes que a Roma a La Yunta en la provincia de Guadalajara a ribazo de Teruel y Zaragoza. Tierra de Castilla por donde se ponía el sol las tardes de verano cuando los mayores a la fresca nos contaban historias de aquellos lugares de donde unos procedían y otros habían sentido hablar.

La Yunta, en medio tal vez del todo y de la nada, del bullicio y trajín de antaño al silencio de hoy parece encontrarse en un emplazamiento ciertamente privilegiado justo a tiro piedra de Calamocha, Monreal, Daroca y Molina de Aragón, centro mismo por tanto de todo nuestro mundo conocido a la par que desconocido y al cual con la certeza de ver y sentir cosas maravillosas a escape puede uno joparse. Yo lo hare este verano, peregrinare a La Yunta y estaré de vuelta a la hora de la cena, o tal vez me quede allí.

Ha sido tras la lectura llovida del frio cielo castellano de Así en la tierra como en el suelo escrita por José Antonio Floría Martinez (La Yunta 1958) y editada por Círculo Rojo en octubre de 2019 cuando me he dado cuenta que allí en el pueblo donde nació su autor se encuentra la tierra santa mas cercana a todos nosotros, tierra de recuerdo, capital de lo que un día fuimos y vivimos en mayor o menor medida quienes nos hemos hecho mayores sin pretenderlo. Obligada se torna su lectura y visita, el paseo por la calle Cantarranas y el cristo del Guijarro.



Ha escrito José Antonio un libro redondo, maravilloso de principio a fin, balsámico, terapéutico, medicinal. Prácticamente de carácter “bíblico” para todos y cada uno de nosotros que nacimos y vivimos a lo largo de aquella década en cualquier lugar de los nombrados y alrededores. Tenemos en su lectura esa suerte loca de poder vernos reflejados entre sus páginas al cien por cien, su familia como la nuestra, sus vecinos como los nuestros, su tierra, nuestra tierra, sus recuerdos, nuestros recuerdos.

Pero aún hay más, nuestra suerte no acaba ahí. En un montón de breves capítulos, cada uno con un recuerdo y algo más, risas, citas y refranes bajo una escritura magnífica donde tienen cabida de manera magistral todas y cada una de esas palabras que forman parte de nuestro habla más familiar, esas, a todos nos ha pasado, que cuando alguien ajeno aquellas tierras las oye por primera vez te pone cara rara y hasta te acusa de no saber hablar, siendo como hablamos un español tan rico y florido como el que nos enseñaron y se la devuelves con la mayor de las sonrisas y un simple: “búscala en el diccionario”

Lo dicho una suerte loca, José Antonio no solo ha escrito el libro que a muchos de nosotros heridos por las letras y los recuerdos nos hubiera gustado escribir, sino que ha escrito aquel libro que a todos aquellos que vivieron aquellos días cuando el pan tenia corteza y miga y el vino era negro les gustara leer al tiempo que les devolverá la esperanza en ese mundo que no deja de tambalearse a nuestros pies entre baguettes y caldos.


viernes, 1 de enero de 2021

Que estás en el cielo

Van pasando los días y el tiempo, esa gran mentira, ni lo cura todo ni es el olvido, es más, me recuerda a diario que tú que tanto nos enseñaste y nos dio a leer ya no estas entre nosotros. Que te marchaste subiendo a mediados de marzo al último de uno de tus amados trenes esta vez a empujones. Obligado, encañonado por el cruel destino de la guadaña de aquel villano de tu alabada trilogía negra Monsieur Cambremer a propósito de quien un día te comenté: “Don Paco al final de la historia podías desvelar su origen como nacido en Albónica. Seria divertido”. Tu respuesta fue maravillosa: “Por dios Jesús, en Calamocha solo hay buena gente. Un canalla así no puedo hacerlo uno de los nuestros”. Guadaña revestida de pandemia contra la cual luchaste hasta caer derrotado en agosto. Me lo recuerda en especial el teléfono cuando lo enciendo y echo en falta tus correos, mensajes en las redes, consejos, complicidad. Siempre estabas ahí.

Decías Maestro que una novela con ciento y pico páginas bastaba. Pero en cambio de la vida no nos dio tiempo hablar, ¿qué decir de ella en la realidad o en la literatura?, ¿cuándo hay bastante?, tal vez nunca. Te quedaba tanto por escribir, leer y vivir. Te imagino ahora sentado a la diestra de Agapito dispuesto a escuchar las historias que ya no podrás contarnos, para después con calma darte un paseo por el cielo y escribir uno de esos maravillosos libros de viajes que amabas: “¡Sr Rubio! Si usted supiera lo que yo tengo olvidado, ¡menuda novela habría escrito!, por donde quiere que empiece, escuche esta es buena: ¡Hay que joder al mundo y dejarlo contento! Por cierto, ¿por qué ha venido tan pronto? ¿Qué ha sucedido?”

Querido Jon Lauko que estas en los cielos. Te echo de menos yo y unos pocos calamochinos, tal vez muchos. Aquellos que leímos Barrendero Enterrador Ferroviario y aquellos que quisieron leerte y ya no podrán. También se acuerdan de ti en Caminreal ¡cuánto te gustaba escribir de la niñez en el pueblo que tuvo la suerte de verte nacer! Y los de Albarracín, te echan en falta, ¡qué ciudad! Protagonista absoluta de El Jardín de los Naranjos o El Sable de la Dinastía, dos títulos para una misma obra, las editoriales y sus caprichos, escenario de la mejor de tus novelas aunque siempre me decías que preferías la protagonizada por el Nazareno con quien ahora charras en el cielo. Y en San Sebastián, Donostia, ¿pero hay algún lugar donde no te vayan a echar de menos?, Madrid, Estación Paris y ¡cómo no! en tu Barcelona querida ahora huérfana de tu razón, El Parque de Cișmigiu, todas ellas juntas en Cancán.

¿Recuerdas? hablamos en enero y nos deseamos un feliz 2020 por fin pudiste contarme lo que tanto deseabas. “He encontrado editor. Este año volverá a ver la luz Barrendero Enterrador Ferroviario y tú la presentaras en Calamocha y Navarrete”. Y hablamos un buen rato y nos reímos y por fin íbamos a conocernos. Volverías a San Roque y allí estarías con tu laúd para tocar el bolero y yo dispuesto a presentar la mejor novela posible y te dije “La presentaremos en el cementerio un atardecer al caer el sol y si nos los prohíben nos iremos al Amariello con la familia de Agapito, (“Saltaremos la tapia, te apresuraste a contestar, nos situaremos al margen. Calamocha nos pertenece”)”. “Calamocha es la excusa para todo” dijiste una vez en la televisión local, te hacía sentir bien, como a mí y a tantos otros, el pensar que un día fueses a volver.

Y comencé a releer la novela y aun la tengo sobre la mesa. Al no saber de ti te llame y tenías el teléfono apagado. Luego tu hija Gabriela me fue contando lo que no quería oír, que estabas escribiendo tus últimas páginas, difuminándote como en uno de tus dibujos, que te jopabas para siempre. Querido Maestro, nos vemos en el cielo. 


(Autorretrato)

A Jon Lauko, seudónimo de Francisco Rubio Montaner,

(Caminreal 1948- Barcelona 2020)

 

 

viernes, 4 de diciembre de 2020

Entre el frio y la soledad

Dicen en el pueblo, da lo mismo en cual que a uno y otro lado del país surcado por el Jiloca se oye por estas fechas la misma cantilena: “En los inviernos de hoy no hace el frio de antes”, de modo que ya no es menester asomarse a la calle antes de echarse al catre y mirar al cielo pues ya no caen aquellos hielos que lo dejaban todo pardina. Uno puede dormir tranquilo, demasiado incluso. En el caso concreto de Calamocha todo parece indicar que jamás se helara el Santo Cristo. En cambio, a falta de frio la soledad revestida de tristeza lo envuelve todo.

Si se pudiera medir dicha soledad más allá del típico ¿cuántos quedáis en el pueblo en invierno? Esta marcaría un nuevo y triste récord cada año. Del calor y el bullicio del verano a la nada. La vida y la muerte propia y de nuestra tierra en un abrir y cerrar de ojos.

Sin embargo, si a uno le dan a elegir entre el frio de cuando en Calamocha había tan sólo dos estaciones, la de tren y la del invierno y en la mayoría de los pueblos solo esta última, entre el frio o la soledad, ¿qué elegir? Días llevo tratando de contestar y no lo tengo claro. Culpa en parte de Sara Beltrán quien desde Radio Calamocha me recomendó la lectura de las brillantes páginas escritas por David Izquierdo Marin con Ojos Negros como protagonista de fondo. Ha sido llegar el fresco acordarme de sus libros y leerlos uno tras otro, un total de tres.




Los días y el halcón, Los radios de la bicicleta y En un palmo de tierra, conforman por orden de lectura la trilogía. Si el maestro Jon Lauko decía que para una novela con ciento y pico páginas era suficiente aquí tenemos tres sobrados ejemplos, no es necesario escribir más, aunque nos sepan a poco, además nosotros los de pueblo jugamos con ventaja pues todo cuanto leemos de un modo u otro lo hemos vivido y lo estamos sufriendo. El vendaval de recuerdos y escalofríos que nos va a producir te hace volver una y otra vez a lo escrito y a lo vivido. Suficiente.

El azar esta vez me llevo a leer siguiendo el orden concebido por el autor y fue un momento mágico cuando leí de tirón la primera parte de la trilogía, Los días y el halcón, en realidad el final de esta. En ella Alejandro ya anciano y Sebastián joven, viven la soledad de un pueblo resignado a morir. Páginas realmente magnificas de un sobrecogedor relato lleno de frio, de soledad, de tristeza, de la realidad de eso que se ha dado en mal llamar la España Vaciada, de un pueblo que muere, mientras sus piedras quedarán ahí y sus puertas cerradas darán paso a casas hundidas llenas de recuerdos olvidados, lugar donde hasta el cementerio parece vacío.

Los radios de la bicicleta nos llevaran al calor de un pueblo lleno de vida, a la infancia de Alejandro, a su amigo Cosme, al descubrimiento de la muerte y la emigración. Al nacimiento de su vocación como maestro a la guía de un abuelo inquieto, un granero mágico y al vuelo del halcón, guardián de la vida y los recuerdos. En apariencia siempre es el mismo y desde el cielo se convierte en testigo de cuanto acontece, como un dios que ya no ampara tal y como cantó Labordeta nos recuerda que pudiendo volar a cualquier parte ha elegido quedarse.

En un palmo de tierra se halla todo nuestro universo, una gran novela, historia de amor incluida, en unas pocas páginas. Alejandro ya adulto asiste al nacimiento de Sebastián, presente, pasado y futuro, la vida lenta de Pla, diario de una vida ya perdida, conversación, paseos, la emigración sigue como el vuelo del halcón. Lo dicho de principio a fin un placer para los sentidos. Soledad.

 Articulo publicado en El Comarcal del Jiloca