A veces me duele, el alma se me va de las manos, en un ahogo dulce, y vuelven a mi recuerdos olvidados, como si lentamente mi vida fuese pasando, ese instante final del que hablan, años ya en mi caso, y con ello aparece, el miedo a olvidarlos, pero sobre todo, el miedo a no poder contarlos, y ello me hace escribirlos a mata caballo, como labraban mis abuelos, por mal de ganar algo más. De contar algo más en mí caso.
Así, esta mañana al ver el sol, he recordado la primera vez que lo vi. En realidad, aquella en la cual tome conciencia de ver el sol, un lejano día en el cual madrugamos para ir al médico en Teruel.
Yo hasta ese instante, me sentía el centro del universo, tan era así, que creía a pies juntillas, que el sol no solo giraba a mí alrededor, sino que además, salía para mí. Cuatro o cinco años tendría, camino de seis tal vez, cuando me quedaba mirando fijamente al reloj de cuerda, de esfera blanca y carcasa roja, cuyos números brillaban en la oscuridad al ritmo de un tic tac, que de noche se oía en toda la casa.
Reloj que mis padres de recién casados, le habían comprado a Juanito, el andaluz de Murero, aquel buen hombre, que era viajante y todo cariño y que desde Daroca se recorría toda la comarca día a día, capazo tras capazo, sabanas, ropa blanca,…lo que fuese menester, o tal vez se lo compraran a Santiago el relojero del Rabal, pues nunca se pusieron de acuerdo. ¿Juanito relojes?, sí, al principio vendía de todo para la cocina. Yo no entendía nada. Relojes, vajillas, camisetas… ¿cocina?
A esa edad, antes de las nueve de la noche, ya estábamos en la cama, y dado que la escuela la teníamos en la puerta de casa, nos levantábamos a las nueve en punto, de modo que sin querer, ni darme cuenta, le daba la vuelta al reloj, dormía hasta que cantaba el tocino reclamando la chura, mis buenas doce horas, pero dicho detalle, no me entraba en la cabeza, lo cierto es que me iba a la cama antes de las nueve y me levantaba tan solo un poco más tarde, a eso de las nueve. Con el tiempo justo para medio lavarme la cara, con esa agua tan fría que salía del grifo, abrigarme, coger la cartera y las galletas con mantequilla y azúcar, para el recreo, y volver la esquina del Barrio camino de las escuelas, no sé por qué, pero aquellas galletas, se habían puesto de moda entre los párvulos, tan simple manjar nos resultaba delicioso.
Así aquella mañana en la que nos fuimos al médico a Teruel, mi madre me levanto un poco antes de las ocho, y para mi sorpresa, al abrir la ventana, vi que era de día, es más, había un sol espectacular sobre la rosada del tejado del corral de Miércoles y su cartel de Chatarras, trapos, papeles y botellas. Pero ¿cómo era eso posible?, cómo si me había ido a dormir a las nueve, me podía levantar a las ocho, antes de la hora en que me había acostado, y además ser de día,… A mi hermano le costaba dios y ayuda hacerme entender, que el día tenía más horas de las que yo pensaba, en concreto veinticuatro, pero yo en el reloj solo veía doce. Ver para creer.
De camino al autobús, seguía pensando en el reloj de casa, el que más cercando tenían, era al hacer la comunión, cuando te regalaban y comenzabas a llevar reloj en la muñeca, así que de jugar con el despertador de casa nada de nada, ¿seria verdad que los reljoes tenían más de doce horas?, Rabal abajo, con el frio de primavera, el sol, el pasamontañas, las manoplas, no dejaba de darle vueltas a la cabeza, alguna explicación debía tener, era de día, era de día, había sol, y el sol no salía cuando uno se levantaba, si no vete a saber cuándo,… al llegar a las Cuatro Esquinas, se oía el altavoz de los autobuses de Zuriaga, o como solían poner, de vez en cuando, en la propaganda de los programas de las fiestas, para sonrojo de Doña Pilar, Zurriaga, avisando de la llegada del autobús de las ocho. Las ocho y de día. Aquel señalado día en que vi la luz del sol, lo hice para dejar de ser el centro del universo.
Pero si no me situaba en el tiempo, a duras penas lo hacía en el espacio, dicen que por aquellos días me conocía bien la carretera de Teruel, por los continuos viajes a los médicos, con frio, con nieve, y hasta un día que diluviaba y no pudimos pasar de Singra, en cuyas fuentes y canales, era espectacular ver correr el agua en medio del secano a través de esos medios tubos que hacían de canal, y lo salpicaban todo, donde mi padre llenaba la botella de agua y me daba a beber, solíamos parar a refrescarnos, subíamos en camión, en furgoneta y en coche y siempre de prestado, amén del autobús.
Sin embargo un buen día, pusimos rumbo a Golmés, un pequeño pueblo de la provincia de Lérida, a unos trescientos kilómetros de Calamocha, íbamos a ver al Tío Secretario, hermano de mi abuelo Casimiro, y con él a toda su familia, así que tomamos rumbo a Zaragoza, en el Renault 8 de mi Tío Jesús, íbamos los seis, casi nada, mi tío y mi tía delante y nosotros cuatro atrás, mis padres, mi hermano y yo. Poco equipaje llevaríamos, y poco bulto echaríamos, aquel coche tenía el maletero delante, el motor detrás, y unos asientos verdes de skay ideales para el calor. Llegando a Luco, viendo las primeras casas, apenas a diez kilómetros de Calamocha, a pesar de la advertencia de lo largo que sería el viaje, no dude en preguntar, dando botes de contento, si ya habíamos llegado a Lérida. Mecagüen el crio el copón, que cosas tiene.
Y tenía más cosas, ya lo creo, pues una vez llegados a Golmés, y jugando en la puerta de casa con mi hermano y mi prima Maria del Mar, dicen que eche en falta algo, no se el que sería la verdad, el caso, es que decidí volver un momento a casa, a Calamocha, los deje allí jugando y tome el camino del Barrio.
No debí llegar muy lejos, pero según siempre han contado, tardaron un tiempo en notar mi ausencia, uno siempre ha pasado prácticamente desapercibido, así que al cabo de un buen rato, cuando por fin se dieron cuenta de mi ausencia, comenzaron los nervios y las prisas hicieron presa de la familia en su punto justo “mecagüen el crio copón, habrá que atarlo”, decía mi tío Jesús, con gran sentido práctico,…No andara muy lejos, decía el Tío Secretario, todo el mundo sabe que venía mi familia, alguien lo encontrara.
Y donde estará, donde habrá ido, y por donde vendrá, vamos a buscarlo y que hacemos… unos por aquí, otros por allá,… y en ello estaban cuando efectivamente me llevo una mujer de vuelta a casa, susto pasado para todos, me traía de la mano, charlando conmigo, no sé qué le contaría o que me contaría ella, quien no paraba en piropos hacia tan maja criatura como era uno de pequeño, vamos que, se había enamorado de mí sin remedio. Si no lo quieren, me lo den y me lo llevo, conmigo estará bien, dijo al llegar… pero se ve que me querían, y no me dejaron marchar. De haberme dejado allí, Recuerdos de Golmés, se llamaría el blog, que cosas. Años después, vino a ocurrir algo parecido, no es que me volviese a perder, pero sí que estando ingresado en la Residencia de Teruel, una señora del norte, de Éibar, sin hijos, harta de cuidar a su sobrino con el que compartíamos habitación, le rogaba una y otra vez a mi madre, que me dejase, marcharme con ella. Recuerdos de Éibar, se llamaría el blog ahora…
Y así y todo, en mi titánica lucha por la comprensión del tiempo y del espacio, por encontrarme a mí mismo, un buen día, subí al tren.
Viernes, 28 de junio de 1974
Aquel día pasamos a casa de Doña Pili, la maestra, quien vivía allí en el Barrio junto a nosotros, para recoger las notas del curso, los últimos días de clase, de segundo de párvulos, me los perdí, a buen seguro por algún achaque propio de tan tierna como feliz edad, el caso, es que ella, allí en la puerta de su casa, me dio las notas, un abrazo, y un par de besos, como diciéndome que ya estaba listo para comenzar a ver mundo, me esperaba a la vuelta del verano, ni más ni menos, que primero de EGB, si bien, antes, teníamos por delante las vacaciones, y nos íbamos, ese mismo día, a Valencia. A ver el mar. Mi tío Jesús nos esperaba con el coche para acercarnos al tren.
Al llegar a la estación, a mí ya me parecía estar lejos de casa, en cualquier lugar del mundo, era todo tan distinto a las calles del pueblo, tres o cuatro coches aparcados, un montón de gente, el matadero, el silo, y un bloque de pisos como los de la capital… ¡y aquello era Calamocha!, no me lo parecía esa es la verdad… El color rojo de la estación y de los pisos me impresiono y siempre me acompaño, como “rojo Calamocha”, además, frente a mí, el campo de aviación, con aquella veleta que marcaba la dirección del aire…
El tren vendrá por allí y os iréis por allí, vendrá de Zaragoza, cuando salga del túnel, veras la luz, asómate y lo veras… Asombroso, allí mismo estaba Zaragoza, tras el túnel, y un poco más allá, Valencia. Pero no era del todo así.
¡Un viaje en tren!, en realidad no se podía pedir nada más, enseguida subimos y nos sentamos en unos asientos enfrentados dos a dos, con una mesa plegable en el centro, donde comer, merendar y jugar, y el tren, que no espera a nadie, se puso en marcha camino de Valencia. Recorrer los poco más de doscientos kilómetros, que separan la capital del Reino de Calamocha nos costó casi nueve horas, salimos sobre las doce y media y llegamos cerca las nueve, toda una eternidad, pueblo a pueblo, estación a estación, subir, bajar, parar, arrancar, todo ello, pegado a la ventana sin quitar ojo al paisaje… Recuerdo perfectamente, de tantas y tantas veces como hemos revivido aquel épico viaje, la hora en el reloj de salida, la una menos veinte y la hora en el reloj de llegada, las nueve menos cuarto. La hora de dormir. Valencia estaba lejismos, esa es la verdad, y aun hoy, en tren, sigue estando prácticamente igual. No todo cambia.
Algún día debí darme cuenta y comprender que el día tenía veinticuatro horas, aunque nadie entonces usaba el término AM o PM ni se le ocurría decir a las veinte horas, por las ocho de la tarde, decididamente ahora todo parece más fácil, y los relojes son digitales mayoritariamente. Y también debi tomar conciencia del espacio, del lugar donde había venido al mundo. Calamocha. Pero no lo recuerdo.
El viaje de vuelta se os hará más corto, nos dijo mi madre, los viajes de vuelta siempre son más cortos. Tal afirmación no venía si no a complicarlo todo, si la distancia era la misma, debería durar lo mismo, volveremos en coche, dijo. El caso es que en coche o en tren no dijo ninguna mentira, los viajes de vuelta siguen siendo más cortos, todo un misterio, aunque en este caso, mi madre bien se podía haber callado, dos, tres semanas después, una mañana el Tete Manolo y la María vinieron a recogernos para llevarnos de vuelta al pueblo, todos a bordo del Seat 850 amarillo, lo mismo que el Renault 8 pero más cañero. Fue un viaje igualmente fantástico.
Salimos a primera hora de la mañana con el fin de llegar a la hora de comer a casa, estábamos esperando en la calle, desierta de coches y personas, cuando finalmente vimos aparecer el coche amarillo, y el Tete Manolo bajo para tratar de organizar el equipaje y los pasajeros, fue tan fácil, que no dudo en provocar a mi Tía Felisa, ¿quien no tiene o ha tenido una Tía Felisa?, afirmando que aún quedaba sitio para ella, y su inmensa humanidad, mi Tía, valenciana a mas no poder, todo lo valenciana que uno puede ser habiendo nacido en Torrijo del Campo, respondía al cariño del Tete en su propia lengua: Che collons, quina pasiensia te la Maria con tu, la mare que va, quina pena de home,… no me toques la figa que …
Recorrimos las calles desiertas de Valencia que desde aquellos días hasta hoy cuando vuelvo y me pierdo, me resultan tan familiares. Y nos pusimos en camino, el Tete, como era de costumbre en él, no paraba de hablar, y repartir cariño y hacía sonar la radio, todo un lujo… íbamos con tanta calma o rapidez como requerían las circunstancias, subiendo el Ragudo, todos vehículos ya en procesión, en caravana, cuando de repente otro Seat 850 amarillo , algo más sucio que el nuestro, que siempre brillo más que ninguno, nos pitó y adelanto, la gente joven no tiene conocimiento, dijo el Tete, iban a toda pastilla, por el lado izquierdo, con las ventanillas bajadas, cantando… bueno, debíamos ir a veinte por hora, no mucho más. El caso es que unos kilómetros más adelante, o tal vez metros, la caravana se detuvo, se paró, y se acabó.
Allí comimos a pie de cuneta, jugamos a fútbol, algo ha pasado, decían los mayores,.., paso la grúa, y finalmente, volvimos a movernos… El otro 850 amarillo, el de los jóvenes, acabo en la cuneta, se cruzó de tal manera, que hasta que no llego la grúa no se pudo volver a circular… Veis lo que pasa dijo el Tete… En cualquier caso, ya habíamos echado el día, eso de que los viajes de vuelta son más cortos, aun siendo cierto no es verdad, paramos a merendar al llegar a Teruel… como nunca se sabe lo que puede pasar tanto mi madre, como la primera mujer que me tuvo entre sus brazos, la María la mujer del Tete, habían echado algo de comer, por si acaso… y a paso de burro llegamos cerca Teruel, paramos y merendamos… de modo que al hacer de noche entramos al Barrio.
Lo cierto es que hoy por hoy aún tengo un miedo a perderme tanto en el espacio como el tiempo, y tanto lo uno como lo otro, me sucede cada vez con más frecuencia. Me detengo, miro el reloj, pienso no puede ser, miro a mi alrededor, y me digo, qué hago aquí, a dónde voy. El día que me pregunte, ¿quien soy?, el blog se habra acabado.