Dedicado a Don Pedro
López, de los López de España de Toda la Vida, quien como James Cagney en la
escena final de Al rojo Vivo, no para de recordarme que se encuentra “en la
cima del mundo”, sin poder hacer nada por mí.
La historia, que jamás pude imaginar, recordada por su
hija, comenzaba así,…
Mis padres se
conocieron en Barcelona, en la playa, se ve que mi padre en cuanto la vio se
enamoro, tu abuela también estaba aquel día, si todas estarían, todas hermanas,
y el tío también, un domingo de verano por la tarde, te hablo de mediados de
los años veinte, habría que haberles visto, mi padre siempre recordaba que mi
madre llevaba un traje de baño de flores con muchos colores…
Tal para cual, fueron
tal para cual, mis padres ya no se separaron jamás, aunque mi padre, siempre
con la verdad por delante, cuando quería provocar a mi madre le recordaba que
su primer amor lo encontró ni más ni menos que en Francia en el 15.
Un momento, tía, le
interrumpí, esa memoria suya heredada según ha
dicho siempre de la Tía Fidela y aún de la Felisa, en cualquier caso de su
querido Torrijo, creo está fallando, me está hablando de su padre con 15 años
en plena guerra mundial, en Francia, y además de picos pardos, piense otra vez
fechas, guerras y amoríos, no puede ser.
Calla, me dijo
entre sonrisas, cuando me ha fallado la memoria desde que estamos recordando, ¿cuándo?,
nunca verdad, pues si te digo que en 1915 mi padre estaba en Francia, será
verdad.
La familia hace cien años,…
El primer sorprendido
fui yo, alguien de la familia, aunque fuese política había estado en la I
Guerra Mundial, esa de la que habré visto todos y cada uno de los documentales
habidos y por haber, la familia ya se sabía, lucho en Cuba, en África y por
supuesto aquí, en uno y otro bando, en cualquier caso todos defendiendo lo
mismo, aquí y allá, y siempre perdiendo. Que los pobres ya se sabe, aún
teniendo la razón, incluso la ley de su parte, de una u otra forma, siempre
terminan perdiendo.
MIGUELETE EL AVENTURERO
Capítulo I
Donde se recuerdan
los primeros quince años de la vida de Miguelete quien
llegará a alcanzar los cien años, a cuál
de ellos más venturoso, días, los suyos, que corrieron paralelos al siglo XX de
principio a fin.
Años todos ellos dignos
de la mejor novela de aventuras de Don Pio Baroja, en el constante caminar de
Miguelete en busca de una puerta que le llevase hacia la libertad.
Nació en Castilla,
en un pueblo que ya ni tan apenas existe, allí
donde Jesucristo perdió las albarcas y no volvió a por ellas, en realidad, recordaba
Miguelete que uno u otro de la familia, llevado por la necesidad, se las “robo”,
allí entre Valencia y Aragón, en el año de 1900 vio la luz siendo el pequeño de
media docena larga de hermanos.
Contando a la
burra, eran once en la familia, y la herrería no
daba más de sí, si un día comían, era seguro que no cenaban y si un día
cenaban, era porque no habían comido, algunos días ni lo uno ni lo otro,
aquello, no era plan, había que tirar para adelante, buscar trabajo donde fuese
y de lo que fuese y así, cuando tenía
poco más o menos seis años, su padre vendió, al herrero del pueblo vecino, mal
vendió, tampoco valía nada lo que poco que tenían, y decidieron marcharse a la
ciudad, Valencia seria su destino, el mar. La naranja, el arroz, la seda.
Como era el pequeño
gozó del privilegio de comenzar el camino a lomos de la burra, y dejar atrás el
pueblo donde nació, tardó casi ochenta años en volver, pero eso ya es otra
historia. Por allá esta el mar, por allá se va a Valencia, allá que se fueron.
En el camino no
vieron a nadie, de modo que pensaban una y otra vez que habían hecho lo
correcto, trabajo no les faltaría, allá donde llegasen, no tardarían en
comprender que no vieron a nadie porque ellos lejos de ser los primeros fueron
los últimos en salir de la pobreza para entrar en la miseria. Así
llegaron a Utiel y Requena, inmensos campos de viñas a la espera de jornaleros,
otros del pueblo habían ido antes y hablado maravillas del trabajo y los
jornales.
Las viñas se
morían, no había ni un solo racimo por vendimiar ni que llevarse a la boca, y
el dinero se acababa antes de lo deseado, faena de ninguna clase y eran once en
la familia, había que tirar para adelante ni por un momento pensaron en volver,
y si lo pensaron lo callaron, “habrá que comerse la burra”, para poder
llegar a Valencia, allí encontraremos trabajo y veréis el mar. El mar.
Triste consuelo para un crio.
Para Miguelete
aquello fue terrible, dejar el pueblo, salir a la aventura, como niño, era un
acontecimiento más, además se marchaban a ver el mar, pero, vender
la burra para poder comer fue la mayor de las tragedias de las muchas que
después vendrían. Mal acaba lo que mal empieza. Se dio cuenta de lo
pobres que eran y del mucho dinero que otros parecían tener y lo que les
costaba soltar alguna perra.
A pesar de todo la
venta no fue mal su padre se lo llevo para cerrar el trato y dar pena al
comprador y a él le llamo la atención la simpatía, el acento, esa forma de
hablar tan rara, que hizo del momento algo más llevadero. Su padre le comento lo evidente, el comprador,
que a él le había parecido tan simpático, les había dado una miseria, él en su
lugar habría hecho lo mismo, que la cosa era así, y que aquel buen hombre era maño, de
Aragón, y allí hablan con ese acento, como si cantaran… Se quedo con el
acento y la simpatía. Justo nos vendrá para llegar a Valencia con lo que nos ha
dado. Le advirtió.
Muchas eran las
familias que caminaban en su misma dirección, ya no estaban solos, y ya no
podían hacer otra cosa si no seguir camino hasta el mar. A Miguelete le costó
verlo, de hecho no podía, un mar de gente le impedía ver el horizonte,
tiendas, chabolas, gente y más gente acampada en la playa, y más allá el mar.
Frio, humedad y hambre.
No tardaron unos y
otros en ponerlos al corriente, de allí no se salía a no ser que decidieses
volver a casa o subirte a un barco,
muchos volvían, comerían, cuando les preparasen rancho, de caridad, Valencia
estaba llena de gente como ellos, pobres de solemnidad, sin trabajo en ningún
sitio, en ningún pueblo, habían legado demasiado tarde, años tarde…
Miguelete no se
separaba de su padre, y su padre no paraba de ir de un lado a otro, ya no
buscando trabajo si no simplemente como salir de allí. El caso es que no era
tan difícil, simplemente había que apuntarse en una lista, cada tanto llegaba un barco,
era gratis además, te subían y te llevaban… la cuestión era que no se sabía a dónde,
pero con toda seguridad, acabarían en Argelia o Marruecos, tierra donde había
trabajo. Su padre no lo dudo ni un momento, se apuntarían y en cuanto llegase
el barco se subirían con destino a África, y allí, empezarían una nueva vida.
Dios aprieta pero no ahoga, allí había trabajo a destajo.
La espera del barco
se hizo eterna, el invierno en Valencia resulto terrible, un par de meses
esperando, finalmente toda la familia se embarco, unas horas después mar
adentro conocieron su destino. Miguelete estaba aupado en su padre tratando de
ver África cuando el gentío comenzó a gritar: A Barcelona, nos llevan a
Barcelona. Por fin una alegría.
Resulto ser
verdad, cuando volvió a salir el sol
pudieron ver Barcelona. Sin proponérselo llegaban al mejor sitio que
podían imaginar. Aun tardaron en dejar el barco, tres o cuatro días,
cada tanto dejaban bajar a unos pocos, finalmente, les toco a ellos, la alegría
de la familia era inmensa, se les fue todo el día sin salir de las Ramblas,
viendo los escaparates, a la gente bien vestida, todo era nuevo, a Miguelete lo
que más le encantaba no era ver las estanterías de las tiendas con comida o los
bares, si no los puestos de periódicos y detenido frente a uno, su
padre cometió la mayor de las tonterías posibles, se dejo llevar por la ilusión
y le dijo, “tú y tu hermana, en cuanto encontremos trabajo iréis a la
escuela, es menester aprender letras y números para ser alguien en la vida y
que no os pase como a nosotros”. Miguelete,
observador, inquieto, pregunto, ¿habrá maestros castellanos?,… Los números y
las letras son iguales en todos los sitios, el caso es saber.
Llegada la noche
volvieron a la realidad, Rambla arriba Rambla abajo
de buena gana habrían vuelto a subir al barco al menos a dormir, sin comer, sin
saber leer, perdidos, un guardia se acerco a ellos y les indico el camino, “por
allí, seguir hasta al final, allí están todos los demás, aquí no tenéis nada
que hacer”.
Las tiendas, las
chabolas, la playa de Valencia no era nada con lo que finalmente encontraron en
Barcelona, como ellos había miles de personas, de
aquí y de allá y ellos llegados de un pueblo tan pequeño y perdido no tenían a
nadie, al menos, allí aunque poco había
algo de trabajo, eso sí, les advertían, había que trabajar en lo que fuera, por
una miseria y cuando hubiera trabajo, lo cual ocurría muy de vez en
cuando. Al día siguiente la familia se
puso en marcha.
Pero la cosa no
cambia, ni cambiara, no lo esperes, en cualquier caso, se trataba como siempre
en la vida de tirar para adelante, el padre de Miguelete recordó que veinte años
atrás había estado en aquellas milis eternas por África mano a mano con
Fulanito, albañil de Barcelona, y que como solía pasar al despedirse
aquel le dijo, “si alguna vez vienes por Barcelona, ven a verme, difícil será
que vaya yo a tu pueblo”.
Mes a mes, la vida
en el campamento transcurría como si nunca fuesen a salir de allí, como bien
les advirtieron el primer día, trabajo poco y jornal de esclavo, casi se echaba
de menos la caridad de Valencia, calle a calle, obra a obra preguntando por
Fulanito, de la quinta de tal año, albañil de profesión. Barcelona ya en aquellos días
era enorme. Adivina. No hubo forma de dar con él.
Evidentemente uno a
esas alturas hace tiempo que ha dejado de creer en Dios, cualquiera lo haría,
ellos también, en esas estarían cuando un buen día el compañero de quintas apareció
en el campamento de miseria de donde parecía nunca saldrían. Por fin haba
llegado a sus oídos que su buen amigo estaba en Barcelona y había preguntado
por él. Hacía ya más de un año que habían salido de casa.
El buen amigo catalán
no lo dudo ni un momento, y se llevo a su casa a toda la familia castellana, donde
comen tres, comen cuatro y donde comen diez comen veinte, poco más o
menos entre las dos familias eran esa cifra bajo un techo de unos pocos metros
cuadrados, pero al fin bajo un techo. Por fin comenzaba a escampar, bajo
alguien que conocía el terreno, la ciudad.
Miguelete, dijo el
amigo de su padre, olvídate de la escuela, ninguno
de mis hijos ha ido, no podemos permitírnoslo, es cosa de ricos, viniendo de un
pueblo será fácil colocarte en cualquier vaquería, tu hermana mañana mismo se
pondrá a servir, y el resto, iremos a las obras cuando nos salga faena,… a
leer y escribir ya aprenderéis cuando toque.
Las familias
compartieron techo varios años, la cosa iba despacio, estaba realmente mal, finalmente se mudaron unas casas más abajo, aunque el pobre Miguelete
todas y cada una de las noches del año las pasaba en la vaquería,
convenciéndose día a día de que lo suyo habría de ser el vino y no la leche, de lo
vivido, porque no hubo más remedio allí, mejor no contar nada, era el
pequeño, era poca cosa, y nunca llegaba el momento de dejar aquel oscuro rincón
de Barcelona para trabajar con sus hermanos, quienes al fin y al cabo, eran
uno, dos años, mayores…. Un noche se canso y lo dejo volvió a casa, “padre buscare trabajo, iré donde haga
falta pero aquello se acabo”.
En Barcelona cuando
no por una cosa por otra, el jaleo era el pan nuestro de cada día, y el trabajo
que por un tiempo parecía no faltar, volvió a escasear, aquello no pintaba nada bien
habían pasado ya casi diez años desde que dejaran el pueblo para “progresar” y
estaban en el mismo sitio.
Su padre lo tenía todo ya resuelto, bueno,
como siempre, lo intentaba, solo esperaba la ocasión, se volverían a ir,
después de unos años en Barcelona, la cosa no terminaba de marchar, aquel no
parecía su sitio, sin embargo, esta vez, no cometerían la torpeza de dejar todo
y marcharse sin más ni más, esta vez, había que tener un plan b y poder volver
si la cosa no salía bien.
Estaba resuelto, el
padre y su alter ego, el hijo pequeño, Miguelete se marcharían a Francia, si,
ya se sabía, estaban en guerra, pero eso era lo bueno, con los hombres en el frente se necesitaban jornaleros por todos los
sitios, y a poco que durase la guerra, que según todos aseguraban, no sería
mucho les daría tiempo más que suficiente de encontrar un lugar donde trabajar
ellos, y luego toda la familia, estaba resuelto, se marchaban, después
mandarían llamar al resto que se quedaba en Barcelona intentando salir adelante
entre ladrillos y andamios. Misión imposible, más para los que se quedaban que
los que se marchaban.
Y así, Miguelete y
su padre, se pusieron andar, allá por mitad del 14 camino de Francia, para ellos, poco menos que el paraíso. Un paseo. Y no se equivocaban,
pues como ellos, otros muchos marchaban a Francia, esta vez al menos, no eran
los últimos, eran los primeros.
Con Francia por fin
a tiro de piedra su padre pensó que quien sabe lo que les esperaba al dejar su
casa, así que decidió descansar una noche bajo techo, parada y fonda, cena y una cama
antes de atravesar los Pirineos.
Fue una cena
magnifica, junto a otros muchos, la noche no lo fue tanto, el catre estaba
lleno de pulgas y el follón no cesaba, de modo que no había forma de pegar ojo,
y cuando por fin el padre de Miguelete se levantó y decidió salir de la
habitación a reclamar un poco de silencio se dio cuenta de que estaban
encerrados, al cabo de un buen rato, alguien abrió la puerta y entonces
comprendió por que el casero no había querido cobrarles por adelantado. Tenía
previsto robarles. A mitad de la noche se encontraron solos, en medio del monte, si una
perra y por si acaso ocultaban algo o intentaban denunciar, una buena
paliza. A buen seguro, en Francia su suerte cambiaría, la guerra no podía ser
peor, que el hecho de que los tuyos te robasen y apaleasen.
Tres días y dos
noches les costó cruzar la frontera aquella primera vez, cruzar los Pirineos andando, en el camino otros muchos, era ya
inevitable juntarte con unos o con otros en busca de fortuna, era de tontos ir
solos a lugar desconocido y además en guerra, y así conformaron un grupo de en
torno a una treinta de españoles cada uno de su padre y de su madre que se
hallaban en las mismas circunstancias, Miguelete era con mucho el más joven de
entre todos.
Debe ser terrible
estar en un país que no es el tuyo, sin una perra, y además en guerra, vagando
por los caminos sin saber a dónde, con miedo a todo, y con hambre. La fe que
mueve montañas y algo más, la fe en que la suerte cambie, días después, ya
nadie sabía ni donde estaban, ni a donde iban cuando un gordo con bigotes y a
caballo, un francés con muy buena pinta, salió a su encuentro,
“¿españoles comer, españoles trabajar?”.
Si y si, dijeron
todos, y se fueron tras él, que iban hacer si no. Allí eran todo masías
repartidas por el campo, pueblos como en España parecía no haber ni uno, todo
era complicado, a donde llamar, a donde ir, menos mal, que salieron a su
encuentro, y los acercaron a una de esas casas inmensas donde mataron
el hambre, cataron el vino francés, y si eso era guerra, así durase cien años.
A la mañana siguiente, salieron a trabajar con el saquillo lleno hasta arriba.
Confiados en su
buena estrella a lo que llegaron al tajo, las provisiones estaban agotadas,
habían estado andando tras el caballo más de dos días, sin ver ni un alma ni
una casa, estaban perdidos en medio del monte.
En fin, el que más
y el que menos ya estaba donde quería, se trataba
de hacer leña, carbón vegetal, Miguelete se encargaría de todo lo relativo al
campamento, por fin tenía algo que aprender aunque fuese francés.
El resto al monte
guiados por un par de capataces. Ni se oía un alma, ni mucho menos tiros, ni
tampoco se veía a nadie, parecían estar solos y en unos meses, si les hubiesen
dejado habrían reducido los Pirineos a carbón.
El gordo del
caballo y los bigotes, les dejo allí, volvió a dar vuelta de ellos a los quince
días y volvió hacer lo mismo cuando ya llevaban un mes. No podía pagar, a él
tampoco le habían pagado, pero quería más carbón, había que seguir trabajando bajo
la promesa de que al mes siguiente habría paga y descanso en el pueblo más
cercano.
A los dos meses de
hacer carbón la cosa ya no estaba para bromas, y a
esas alturas el gordo del caballo y los
bigotes subió dispuesto a pagar, al menos una parte de lo acordado, pero de
bajar al pueblo ni hablar, los alemanes estaban ahí decía, a cambio subió
acompañado de un vendedor ambulante que les saco los cuartos a todos, los
precios por las nubes. La cosa empezaba a ponerse fea.
El tercer mes
hicieron leña más que nada por matar el rato, a la espera de acontecimientos, la
comida escaseaba, y ya no habría dinero, habrían de esforzarse por Francia, de luchar
trabajando, a decir del gordo francés de los bigotes los alemanes
estaban ahí, y todos estaban en guerra. Ellos también. Los capataces ya les guiaban
armados con fusiles, para entonces eran prisioneros, esclavos,… Cualquiera
sabía que los fusiles eran contra ellos, no contra los alemanes.
Claro está, que un
puñado de españoles cada uno de su madre y de su padre en tierra extraña y con
un enemigo común, no tardan si no unos días en ponerse de acuerdo y tirar para
adelante. Estaban en guerra, sí, pero aún podían elegir el enemigo, y este era
francés. Para Miguelete llegaba la primera guerra con su revolución.
Como quiera que el
gordo de los bigotes les visitaba cada quince días, resolvieron arriesgarse e
irse a por él y sus capataces, el día en que todos sabían, subiría al
campamento. Aquel día en cuestión de aquella temprana revolución española en
tierras francesas, cada uno estaba en su puesto, todo normal, cuando el caballo
llego al campamento, el capataz estaba en su sitio, y Miguelete a lo suyo,
mientras, sin dar tiempo a que bajase del caballo, apareció su padre y media
docena más para reclamar, lo suyo, lo justo, su jornal.
El bueno del francés
no estando por la labor les recordó que tenía a su
capataz armado y que el mismo llevaba pistola y sabía usarla. Aquello era una
guerra y ellos debían luchar trabajando por Francia, eso, o al frente. Estaba
claro que no iban a cobrar, por lo que le pidieron “educadamente” se bajase del
caballo y mirase atrás.
Menuda sorpresa,
allí estaba Miguelete apuntando al gordo francés
con el fusil del capataz del campamento, al tiempo que le rodeaban el resto de españoles
y fusiles arrebatados, todos vitoreando al valiente Miguelete.
Redujeron a los
franceses, los ataron y encerraron, y al final pago el pato, el que menos culpa de
todo tenia, siempre pasa lo mismo, pagan justos por pecadores. Se
oyó un tiro, mataron al caballo, el hambre apremiaba, asarlo fue fácil,
arrasar todo también, repartido el botín, en buena lógica decidieron tomar cada
uno su camino de vuelta a España o el camino a la suerte que el futuro les
deparase.
Al día siguiente
como siempre subían los carromatos a por el carbón, debían marchar. Ese fue el
único tiro que oyeron en toda guerra. De habérselo propuesto e interesado,
hubieran tomado Paris y llegado un poco más lejos, echando a los alemanes.
Pero que cada uno limpie su casa, debieron pensar. Todos se marcharon, y
Miguelete y su padre tomaron el camino de España.
Así comenzaron,
llenos de miedo a todo a andar por las noches y ocultarse durante el día, uno, otro, otro
más, … hasta que se comieron su parte del caballo, y el camino que no se
acababa nunca, les obligo a tomar la decisión de dejarse ver, mendigar
algo de comer, ya ni trabajo buscaban, solo caridad, sólo huir, para
poder llegar a España, así debían encontrarse con alguien, no quedaba otra, que
al menos les dijese que estaban en el buen camino de vuelta casa, fuese francés
o alemán.
Y lo estaban,
estaban en el buen camino. Daba igual ya un lugar
que otro así que, decidieron dejarse ver en la primera casa que encontraron, cualquiera
servía, y allí en medio de un mar de viñas mendigar un poco de caridad y
preguntar por su amada España. “Si he de morir de hambre y en la miseria,
que sea en mi país, volver a mi tierra”. Su padre siempre lo dijo así.
Una niña, muchacha ya, salió a su encuentro,
estaban agotados, ¿españoles?, preguntó, se habían quedado sentados a unos
metros de la casa, en realidad lejos de
todo, no podían ni dar un paso más. EL padre de Miguelete estaba realmente mal,
pensado en lo evidente, terminarían dándole tierra en Francia, ¿Qué sería de
Miguelete?.
Se dieron cuenta cuando
ya era tarde que en apenas unos minutos le habían contado hasta el episodio del
caballo. Había que esperar. Así se lo pidió la muchacha, dada su buena fortuna,
se temían lo peor, ella se marchó para
volver al cabo de un buen rato con su padre, al menos habían vuelto solos, su
padre era un francés diferente a todo lo que habían visto, con boina y
albarcas. Lo primero que hizo al verles fue darles un abrazo y las
gracias por venir a trabajar a esta, que era desde ese día, si ellos querían su
casa. O al menos eso creyeron entender.
Aunque parezca mentira, sin faltarle de nada, estaba tan desesperado
como ellos.
Por fin su suerte
cambio, trabajo a destajo en el campo,
huertos, viñas y más viñas, animales, ,
tanta faena que de ningún modo podían abarcarla toda, por si fuera poco vivían
en la misma casa que el patrón y comían en su misma mesa.
Por fin tenían algo
bueno que poder contar, así meses después, escribieron a casa. Todo iba según lo planeado, no había porque pasar pena, pronto
mandarían dinero. Bueno, escribieron eso mismo pero en francés, y lógicamente
no ellos, pues no sabían ni leer ni escribir ninguno, fue la muchacha la que
escribió a su dictado. Barcelona era muy grande, uno u otro entendería aquellas
letras.
Un año largo, más
de una cosecha, toda una vida, estuvieron allí.
Pero como todo en esta vida, llega un momento, en el que hay que decidir si
tomar un camino u otro. No es fácil. Algo había cambiado, ya casi no circulaba
el dinero, aunque todo se vendiese o se lo llevasen, cada vez se veían más
soldados, la guerra, no se acababa nunca. ¿Qué pasaría?
Nadie lo sabía, el
buen francés insistía, no había problema en que viniese toda la familia de
España, había trabajo de sobra, pero que ocurriría si perdían la guerra, si los
alemanes llegaban y le quitaban todo, hasta la vida. Los dos, el francés y el padre de
Miguelete estaban hechos un lio, no paraban de darle vueltas a la cabeza,
habían mandado ya bastante dinero a España, tenían trabajo, pero los soldados
no contaban nada bueno, probablemente no podrían cultivar una cosecha más. Por
su parte las noticias que llegaban de Barcelona eran cada vez mejores, a los
albañiles no les faltaba trabajo. Decidieron volver.
Y de igual modo que
a Francia podían regresar en cualquier momento, en cuanto la guerra acabase, el
buen francés, su hija y todos, si los
alemanes llegaban podían marchar a Barcelona, allí tenían su casa.
Contaba Miguelete
que vio llorar a su padre por primera vez el día
que se despidieron y comenzaron a caminar hacia España. El llevaba días
llorando, podía haberse quedado, pero lo primero siempre seria la familia,
lloraba por lo que dejaría atrás, las tardes de los domingos cuando se mudaba y
se ponía una camisa blanca recién planchada y salía con toda la chiquillería a
pasear. Fue una de esas tardes, cuando la muchacha le pregunto si se marcharía
a España sin besarle. La besó.
Aquel fue su primer
amor, hasta que muchos años después, en una playa
de Barcelona un domingo por la tarde se encontrase con aquel bañador a flores y
de tantos colores, del que se enamoró. Lo llevaba, una de las hermanas de mi abuela Rosa.
Fin
PD Las ilustraciones son del genial Mingote.
I Marqués de Daroca, entre otra muchas cosas.