Dicen en el pueblo, da lo mismo en cual que a uno y otro lado del país surcado por el Jiloca se oye por estas fechas la misma cantilena: “En los inviernos de hoy no hace el frio de antes”, de modo que ya no es menester asomarse a la calle antes de echarse al catre y mirar al cielo pues ya no caen aquellos hielos que lo dejaban todo pardina. Uno puede dormir tranquilo, demasiado incluso. En el caso concreto de Calamocha todo parece indicar que jamás se helara el Santo Cristo. En cambio, a falta de frio la soledad revestida de tristeza lo envuelve todo.
Si se pudiera medir dicha soledad
más allá del típico ¿cuántos quedáis en el pueblo en invierno? Esta marcaría un
nuevo y triste récord cada año. Del calor y el bullicio del verano a la nada. La
vida y la muerte propia y de nuestra tierra en un abrir y cerrar de ojos.
Sin embargo, si a uno le dan a elegir
entre el frio de cuando en Calamocha había tan sólo dos estaciones, la de tren
y la del invierno y en la mayoría de los pueblos solo esta última, entre el
frio o la soledad, ¿qué elegir? Días llevo tratando de contestar y no lo tengo
claro. Culpa en parte de Sara Beltrán quien desde Radio Calamocha me recomendó la
lectura de las brillantes páginas escritas por David Izquierdo Marin con Ojos
Negros como protagonista de fondo. Ha sido llegar el fresco acordarme de sus
libros y leerlos uno tras otro, un total de tres.
Los días y el halcón, Los
radios de la bicicleta y En un palmo de tierra, conforman por orden de
lectura la trilogía. Si el maestro Jon Lauko decía que para una novela
con ciento y pico páginas era suficiente aquí tenemos tres sobrados ejemplos,
no es necesario escribir más, aunque nos sepan a poco, además nosotros los de
pueblo jugamos con ventaja pues todo cuanto leemos de un modo u otro lo hemos
vivido y lo estamos sufriendo. El vendaval de recuerdos y escalofríos que nos
va a producir te hace volver una y otra vez a lo escrito y a lo vivido. Suficiente.
El azar esta vez me llevo a leer
siguiendo el orden concebido por el autor y fue un momento mágico cuando leí de
tirón la primera parte de la trilogía, Los días y el halcón, en realidad
el final de esta. En ella Alejandro ya anciano y Sebastián joven, viven la
soledad de un pueblo resignado a morir. Páginas realmente magnificas de un sobrecogedor
relato lleno de frio, de soledad, de tristeza, de la realidad de eso que se ha
dado en mal llamar la España Vaciada, de un pueblo que muere, mientras sus
piedras quedarán ahí y sus puertas cerradas darán paso a casas hundidas llenas
de recuerdos olvidados, lugar donde hasta el cementerio parece vacío.
Los radios de la bicicleta
nos llevaran al calor de un pueblo lleno de vida, a la infancia de Alejandro, a
su amigo Cosme, al descubrimiento de la muerte y la emigración. Al nacimiento de
su vocación como maestro a la guía de un abuelo inquieto, un granero mágico y al
vuelo del halcón, guardián de la vida y los recuerdos. En apariencia siempre es
el mismo y desde el cielo se convierte en testigo de cuanto acontece, como un
dios que ya no ampara tal y como cantó Labordeta nos recuerda que pudiendo volar
a cualquier parte ha elegido quedarse.
En un palmo de tierra se halla todo nuestro universo, una gran novela, historia de amor incluida, en unas pocas páginas. Alejandro ya adulto asiste al nacimiento de Sebastián, presente, pasado y futuro, la vida lenta de Pla, diario de una vida ya perdida, conversación, paseos, la emigración sigue como el vuelo del halcón. Lo dicho de principio a fin un placer para los sentidos. Soledad.
Articulo publicado en El Comarcal del Jiloca