Quizás de críos pocas
cosas nos gustasen más, que el hecho de poder salir a pescar cuando llegaba el
buen tiempo y abrían la veda, una vez pasado San José.
Nada había en el rio
que mereciese la pena, sin embargo, éramos la ilusión personificada, la bici,
la caña, el morral, unas lombrices y a pescar. Con paciencia y una caña,
pescador.
A pescar algún día algo
que no fuese un triste y bigotudo samarugo o una fina madrilla del color del
arco iris si la mirabas hacia el sol, quien sabía si pescar algo como podía ser
una trucha, y de un kilo al menos, ya puestos a pedir. Aquella posibilidad era nuestra ilusión, todo
un sueño, un sueño que nunca se vio cumplido.
Del Puente Romano al
Salto, cualquier lugar con el agua remansada y un poco de profundidad, era un
buen sitio para lanzar el anzuelo, los plomos y el corcho, el mismo ojo del
Puente Romano, el pozo de la revuelta en el camino de la Fuente del Bosque, el
Ratero, el Pozo los Hoyos, la Y Griega, y algún que otro repocete a trasmano, entre
el Rincón y los confines del pueblo, ya en el Salto,…
Ir a pescar al Salto,
era como salir al mar, allí íbamos con cantimplora y merienda, la rellenábamos
en la fuente de la Masada para poder pasar la tarde, y a pescar, de haber algo
grande, todos lo sabíamos, debía estar allí, lejos de todo, solo era cuestión
de paciencia, de encontrar el lugar y el día adecuado.
Nunca hubo nada en
ningún sitio, en el Salto tampoco, pero de haberlo, tenía que estar allí, bueno,
nunca hubo nada, en aquellos años, antes, al parecer entre esas alejadas aguas
de la presa, el canal, el rio y la casa, había pesca a mansalva. Así lo
contaba, así lo aseguraba Manuel, su abuelo se lo había dicho.
Sentados junto al rio,
por parejas, en grupos, en cualquier caso nunca solos, por si alguno se iba al
agua echarle una mano y pedir ayuda, pasábamos las horas con la esperanza de
pescar esa trucha de más de un kilo que solo veíamos en sueños y que se nos
resistía. Manuel hablaba, mientras masticaba, siempre llevaba algo en la boca,
alguna raíz de junco:
Acordaros, la lombriz
hay que pincharla en el anzuelo por el culo, para que pueda nadar en el agua y
trate de escaparse, entonces los peces la ven moverse y van a por ella, si no,
no se mueven y no pican...
Deberían abrir la veda cuando empiezan las
vacaciones, ahora ya no queda nada, mientras estamos en la escuela se nos llevan
todo, entre el Tío Caminero, el Boto y el del Banco aquel, se llevan todo, menuda
injusticia, y ahora nosotros parece que no sepamos pescar. ¿Qué ande vamos nos
dicen? A pescar y se ríen de nosotros.
En este tiempo ya no
veras a ningún mayor salir con la caña, solo a nosotros, señal de que no queda
nada…y no salen, no por que haga calor, no salen porque ya lo han pescado todo,
solo quedan los barbos viejos, esos que nunca pican y alguna trucha despistada,
que a esa sí, la podemos pescar, porque se les oye chupar y saltar a cazar
mosquitos, alguna hay, que se ven, pero solo nos pican los mosquitos… los
mosquitos y esos barbos diminutos llenos de raspas que ni los gatos se pueden
comer.
Una pena, un día como
hoy, sin sol, nublado o con lombrices o con miga de pan, tenían que picar y ni
por esas, se lo han llevado todo, seguro que los mayores de noche vienen a
pescar, si a nosotros nos dejaran, entonces de noche, si alumbras con una
linterna al anzuelo, te hartas de sacar truchas…
Mi abuelo ya lo decía, en
aquellos años, de noche no salía de la casa, por no tener que echar a la gente
que venía a pescar, del Poyo, de Calamocha, venia todo quisqui… mi abuelo,
cuando vivía aquí, se hartaba de comer truchas, pozales de cangrejos, pollas de
rio, anguilas, entonces había de todo y tanto, que nunca uso caña…por eso se
ríe de nosotros cuando nos ve salir a pescar. Luego desde que los desagües van
a parar al rio, se ha muerto todo, hasta los topos. No hay nada.
Las mejores truchas
dice mi abuelo que las cogía aquí en el canal, cerraba un poco la tarjadera
allí en la presa durante el día cuando no se necesitaba agua para las turbinas,
cuando no tenia que fabricar electricidad y a pozales las sacaba, y en invierno, como
entonces se podía pescar todo el año, y si no daba igual, porque nadie le veía,
por no mojarse desde la casa bajaba un cesto atado a una soga con cuatro migas
de pan al remanso de la casa y al cabo del rato lo subía lleno de truchas, y
las pollas de agua, le criaban en el corral de casa, entre las gallinas…
Y cuando veía alguna trucha
más grande de lo normal, le ponía jarcias en los lugares de paso, allá en las
compuertas, donde más cubre, y la
enganchaba, esa es la forma de coger las más grandes, a plomada o con jarcias,
seguro que ahora si vamos, alguno tio tiene alguna puesta, aunque no se pueda
pescar así…
Mi abuelo, un día, cogió
una trucha enorme, tan grande que cuando fue a sacarla estaba aun viva y le
mordió la pierna, fue allí en el rio, desbrozando después de una riada, por eso
desde aquel día, mi abuelo cojea algo, si os fijáis bien, lo notareis…
Seguía y no paraba…nada
picaba, ya ni los mosquitos. Había muchismo de todo, se ponía las botas de
regar, iba de la presa a casa y las sacaba llenas de truchas, y algún cangrejo…
Resulto inevitable
mientras leí El viejo y el mar de Ernest Hemingway, que al pescador en su
lucha con el mar, le pusiese la cara de su abuelo, el Tio José.
El
pescador de Hemingway, aunque solo es su barca, también hablaba, también
recordaba, mientras, como nosotros, esperaba que el mayor de los peces, que
jamás había pescado, mordiese el anzuelo.
El viejo recordó aquella vez, cuando, en la
taberna de Casablanca, había pulseado con el gran negro de Cienfuegos, que era
el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus
codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las
manos agarradas. Cada uno trataba de bajar la mano del otro hasta la mesa.
Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y
salía del local bajo las luces de queroseno, y él miraba al brazo y a la mano
del negro, y a la cara del negro. Cambiaban de árbitro cada cuatro horas,
después de las primeras ocho, para que los árbitros pudieran dormir. Por debajo
de las uñas de los dedos manaba sangre, y se miraban a los ojos y a sus
antebrazos, y los apostadores entraban y salían del local, y se sentaban en
altas sillas contra la pared para mirar. Las paredes estaban pintadas de un
azul brillante. Eran de madera, y las lámparas arrojaban las sombras de los
pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y se movía contra la
pared según la brisa hacía oscilar las lámparas.
Las apuestas siguieron subiendo y bajando toda la
noche, y al negro le daban ron y le encendían cigarrillos en la boca. Luego,
después del ron, el negro hacia un tremendo esfuerzo y una vez había tenido al
viejo, que entonces no era viejo, sino Santiago, el Campeón, cerca de tres
pulgadas fuera de la vertical. Pero el viejo había levantado de nuevo la mano y
la había puesto a nivel. Entonces tuvo la seguridad de que tenía derrotado al
negro, que era un hombre magnífico y un gran atleta.
Y al venir el día, cuando los apostadores estaban
pidiendo que se declarara tablas, había aplicado todo su esfuerzo y forzado la
mano del negro hacia abajo, más y más, hasta hacerle tocar la madera.
La competencia había empezado el domingo por la
mañana y terminado el lunes por la mañana. Muchos de los apostadores habían
pedido un empate porque tenían que irse a trabajar a los muelles, a cargar
sacos de azúcar, o a la Havana Coal Company. De no ser por eso, todo el mundo
hubiera querido que continuara hasta el fin. Pero él la había terminado de
todos modos antes de la hora en que la gente tenía que ir a trabajar.
Después de esto, y por mucho tiempo, todo el
mundo le había llamado el Campeón y había habido un encuentro de desquite en la
primavera. Pero no se había apostado mucho dinero y él había ganado fácilmente,
puesto que en el primer match había roto la confianza del negro de Cienfuegos.
Después había pulseado unas cuantas veces más y luego había dejado de hacerlo.
Decidió que podía derrotar a cualquiera si lo quería de veras pero pensó que
perjudicaba su mano derecha para pescar. Algunas veces había practicado con la
izquierda. Pero su mano izquierda había sido siempre una traidora y no hacía lo
que le pedía; no confiaba en ella.