La semana antes de navidad solía aparecer por casa Fermín el Matatocinos, haciendo gala y dando buena cuenta de su mismo apodo para dar matarile a los cerdos que desde el mes de junio, unos años con mayor tino y otro con menor, tratábamos de engordar en una de las muchas cortes de casa.
“Al año que viene dos hembras, esto de caparlos es tontería, o un macho y una hembra”, la discusión era obligada, llevadas a cabo con el paso de los años todas las probatinas posibles y viendo que rara vez se engordaban de forma pareja, la discusión era siempre, como digo, obligada. “Son como las personas”, terminaban asintiendo unos y otros, “cada uno es como es, y unos se engordan y otros no”.
Sentirlos chillar desde la cama oír sus últimos alientos resultaba para un crío como yo, todo un gabache, algo terrible. Entre diciembre y enero, a cualquier hora había tápala de mondongo en una u otra casa. Tal día como hoy, San Antón, se decía que en algún que otro pueblo, no dejaban matar. El Patrón de los animales, al menos durante un momento, era Dios.
Las historias que aquel buen día andaban de la gamella a las traudes, de la mesa al granero, por casa en boca de todos a modo de recuerdos de tiempos peores, resultaban terroríficas, “que no vuelvan”, se encargaban de decir una y otra vez las abuelas, “que no vuelvan es menester” decían nuestros padres.
Aseguraban haberse comido el rabo del tocino asado en las brasas del agua caliente de escaldarlo antes incluso de que hubiese dejado de chillar, había hambre.
Siempre con gracia recordaban como había algún abuelo desustanciado que hinchaba la vejiga a modo de pelota para dársela a la zagaleria y que jugando de aquí para allá se olvidasen de comer, como si eso fuera posible, debía comer, tener el mejor bocao quien más trabajaba, y los críos solo daban faena.
El momento más trágico siempre era el triste recuerdo de aquella familia, de allá de la parte de la Laguna, en realidad nadie sabía de dónde, que aseguraban había muerto de triquinosis, en aquellos confusos años, a causa de haberse comido el tocino sin llevar su carne al veterinario para que éste la analizase, poco más o menos lo mismo que íbamos hacer nosotros en unos momentos, pues la muestra para analizar, hasta el lunes, no se podía llevar.
Y si se llevaba, las cosas como son, era porque en el Ayuntamiento te hacían pagar por matar, de hecho nunca ha habido nada gratis, te daban un recibo y se suponía que el recibo y la muestra debían llegar a su destino analítico.
"Se comerían algún jabalí, por allí siempre hubo muchos", decían quitándole hierro al asunto, "nunca se llevo nada a analizar y si ahora se lleva es porque pagamos y tenemos miedo a que nos multen, no a morirnos. Las cosas como son".
"Además, acordaros de aquel año, se ahorco con la puerta uno de los tocinos, y a los pocos días apareció el abuelo con un jabalí que se encontró haciendo leña en Santa Barbará, y se crio como si tal cosa con el que quedo, y bien que nos lo comimos y poco bueno que nos supo".
"Pues no eran poco malos y furos los tocinos entonces, había que tener unos cojones como ruejos para abrir la corte y echarles de comer, pues no cascaban menudos mordiscos de hambre que pasaban, y aun nos parecían que se engordaban poco, lo mismo que ahora, mas mansos y confiados, parecen tontos, y por mas chura que les des, si no se engordan ya las jodido. Acordaros, había que poner clavos de punta en las puertas para que no la echasen abajo de hambre, con la vara debías entrar o se te comían, no os acordáis, que uno medio mato, coño coja se quedo a la pobre Tía..."
Para mí, evidentemente todo aquello tenía un trasfondo de verdad absoluta pues no calia más que echar mano del libro de Ciencias Naturales donde en un esquema dibujo tras dibujo explicaba la triquinosis, aquel gusano que comían las ratas al comer los desperdicios, luego los cerdos se comían la rata, luego tú te comías el cerdo… Y ratas por los corrales en aquellos días, había poco menos que a patadas. El resto, pensar en la vara, los calvos, los mordiscos… lo que habían hecho nuestros abuelos para comer,… admirable.
Aún había tragedias peores que aquellas, ya lo creo, autenticas desgracias, cosas peores que la muerte de unos desconocidos, como aquel año en que al de la blusa negra, al capador afilador, se le fue la mano, siempre le tocaba a alguno, y se llevo por delante unos días después al tocino, le pasa al mas pintao, con los que habrá capao, muerto el tocino, eso si que era una tragedia, adiós, no había perras para comprar más, las navidades, bueno, navidades no había, era todo un largo inviero, serian jodidas, esa era la palabra y para la siega, a falta de garufo en conserva, la merienda seria escasa, tocaría ir a buscar huevos por los nidos, y echarle tanto valor a la hora de comértelos, como iba hacer yo sin más remedio aquel día.
Sacaban cuentas y había pasado más de una vez, y no solo culpa del capador, se morían y tenías que echar mano de alguien que te diese un tocino. Y contaban entonces aquella cuasi deshonra de “en esa casa todos los tocinos eran cojos”, más mala suerte, más pobre al parecer no se podía ser.
(* La historia completa en el enlace final )
“Echa más cazalla maña, no te haga duelo, lava bien las tripas, mira cuanta porquería queda, dejar a los cerdos hoy dos días sin comer es poco, con todo lo que han comido, cuantísimas lombrices lleva este, como se iba a engordar”. Entonces te aupabas y asomabas la cabeza a la pila, y veías que era verdad, los mayores ni mentían ni exageraban, "miles" de lombrices corrían desorientadas, venga a limpiar una y otra vez las tripas para la morcilla y demás… "¿habrá que usar las compradas?, no es lo mismo, ande vas a parar, quita maña quita, además no traen codujón, y es lo que mejor esta".
Después de todo esto, a pesar de ello, uno, moría por comer un buen puñado de tajadas, catar la morcilla y todo el cuajar posible, tras las judías con morro, pero con qué animo te sentabas a la mesa después de todo lo oído.
Abuela, a mi me ponga algo del pollo de ayer. Atinaba a decir entre nervioso y en voz baja, ya comeré otro día… “Redios el crio el copón, había de darte en los morros como a los tocinos antaño, salir con esas, ya te apañare, ya pero o comes de lo que hay, o te jodes y ardes”.
Sólo por causas propias de la edad, la muerte, dejaron nuestras abuelas de hacer mondongo, en el caso de nuestras madres, fue a causa de la edad avanzada, la falta de relevo, nuestra ausencia del pueblo, el que todo lo bueno se prohíba por el bien de uno, y no se pueda matar en casa, el frio, que ya no es el de antes, y no seca nada, los graneros, hoy habitaciones con encanto… El tiempo que no perdona y todo lo cambia, tal vez para mejor…miles de cosas. La falta de ganas de nosotros también, de trabajar, sacar la corte, y aun de comer. Si aun ganas de comer tenemos a veces… nuestros abuelos jamás se vieron en semejante tesitura.
El miedo guarda la viña, guardo ahora las recetas de la morcilla y los fardeles, sin la mano de las abuelas, nunca será lo mismo, lo guardo todo por si acaso, pero esos tiempos lo que es menester, es que no vuelvan.
Además de vez en cuando del pueblo llegan estos y otros manjares, ya comprados, y parece que por parte del gremio de carniceros calamochinos, estamos en buenas manos, si bien, sin las historias que hay detrás, nunca será lo mismo.
La receta de los fardeles
Quién sabe si no residirá ahí, en su secreto, la quinta esencia del ser calamochino.
Cocer el hígado del tocino
Capolarlo
Batir una docena de huevos por hígado
Un trozo de papada cruda, capolada
Pan duro rallado, ajos y perejil
Canela, pimienta y sal
Un grano de anís en rama, del que se usa para lavar las correas
Masarlo todo en el terrizo
Y ya se puede embutir
La tela pegada a la carne del cerdo hare de envase
Se catan y el resto se suben al granero
Se colocaban sobre las cribas o los ciazos de tostar el azafrán, para que el aire les corriese por todos los sitios.
Tan apenas se guardaban unos días en el granero por mucho frio que hicieses así que la docena o docena y media que salían, había que comerla a escape, los últimos ya tenían olor y color que hoy nadie osaría comerse.
Luego con los congeladores nos permitimos el lujo de comer fardeles en agosto, pero ya no era lo mismo.
La receta de la Morcilla
Donde residía el alma de las abuelas
De la parte del mondongo, junto con los fardeles, la de mayor responsabilidad.
Sangre de tocino
En el momento de degollarlo, la abuela con sus manguitos que solo usaba ese día, arrodillada recogía la sangre en el terrizo a la vez que la “masaba” para evitar que cuajase.
Después colocaba la sangre en lecheras y las dejaba al fresco
Arroz
Se mide el arroz
Por cada medida de arroz, dos de agua a la hora de cocerlo
Se cuece el arroz
Se saca un poco granoso
Sobre una mesa con un paño mojado se extiende el arroz y se deja enfriar
Se vierte una vez enfriado en el terrizo y se le añade la sangre
Se añaden piñones, algo que hoy se suele olvidar
Se añade grasa
Capolar manteca y cebolla, y freir junta
Juntar todo en el terrizo, arrodillarse y masar, añadir canela y pimienta.
Embutir en las correas del mismo cerdo
Y darle muy despacio para evitar que se rompan, atarlas, pincharlas con la aguja
Llevar a cocer en el agua
Vigilar que no se revienten, pincharlas, sacarlas, … dejar enfriar
PD Fotos del último mondongo, ya no habrá más.
La triste y feliz aun tiempo historia del Tocino Cojo: