Manuel sentado en el asiento del acompañante del Avia de 7.000 kgs, para mi gigantesca, blanca y verde de Pygasa se asomo por la ventanilla y dirigiéndose a Fermín le dijo “Aquí te traigo al peón, ( Y me alzo para que me viese desde la puerta de la garita) luego, cuando tengas un rato, te lo llevas y que mate un par de tocinos. Que vaya aprendiendo".
Fermín levanto la barrera de entrada, cual paso a nivel y pasamos al Matadero, y yo que llegaba con toda la ilusión del mundo a ver el lugar donde trabaja mi padre, sito dentro del Matadero pero ya sin formar parte de él, de pronto sentí un miedo terrible, cobarde que era y es uno, miedo a que de un momento a otro, Fermín encontrase tiempo y me llevase con él, al pie de la gamella a degollar un par de tocinos en el peor de los casos, o a tirarles de la pata o del rabo, porque gracias a Dios, yo no tenía edad para más, allá por los primeros años de los setenta.
Reculo mi padre el Avia en la nave de los piensos, en una de esas maniobras que hacia abriendo la puerta y sacando medio cuerpo para mirando hacia atrás encerrarla, mientras Manuel le guiaba el lado contrario, “tira, tira, ieh… ande vas, izquierda… para, baja” y yo, ya fuera del camión, desde la puerta de la nave, al pie de las gigantescas tolvas, no me atrevía a ir más lejos, contemplaba atónito, por primera vez, el Matadero que por entonces debía ser y llamarse de Matinsa, (Matadero Industrial Sociedad Anónima. Cada tanto cambiaba de nombre, de dueños, entraba, salía gente, … y seguía adelante. El pueblo, la comarca, respiraba una vez más) y por si acaso venia Fermín, vigilaba y pensaba en que excusa dar con tal de no tener que ir a degollar a nadie. Trataba de oir a los tocinos chillar en la gamella, pero aquello era tan grande, que los debían de matar, lejos, muy lejos de alli…
El matadero, allí donde acababa Calamocha junto al Silo y la Estación, era inmenso en la distancia no tenia fin no se acaba nunca, mas allá se veían las granjas, “las mas grandes de España”, me decían con orgullo, y en altura los edificios parecían llegar al cielo, todo era rojo y blanco, el olor, eso sí, era extraño, no lo esperaba, no era de carne, de jamon, de granero, contrariamente salía una larga columna de humo negro que lo inundaba todo, “allí queman la basura, los restos de los animales, el macho de Perico al que le dio el “pelo” y se le murió, también lo quemaron allí, y luego con las cenizas igual te hacen caldo que pienso”.
Solo de pensarlo, de comerme el macho en la sopa, se me ponía la carne de gallina. Era fascinante,… jamás había visto juntos tantos coches, aparcados unos a lado de otros y bajo un techo de uralita, mi padre me contaba que allí trabaja muchísima gente, no solo de Calamocha sino también de los pueblos de alrededor, que venían hasta en autobús.
Entraban y salían camiones, camiones jaula y camiones frigoríficos, y había un trasiego constante de gente con su bata, gorro y botas blancas, que iban de un lado para otro sin tiempo para nada, aunque no llevaban cuchillo como en las películas de Fumanchu de las que parecían actores, todos nos saludaban, en aquellos años tan campechanos, todos se acercaban y se ofrecían a enseñarme el Matadero, su oficio,… Aun sin parar de trabajar, había tiempo para todo.
Pero Manuel, les decía, “no hace falta, vendrá Fermín (Al cual, si quiera por la edad yo había ya dado el rango de General) y se irá a matar un par de tocinos con él”.
Mi destino aquel día estaba claro. No paraba de mirar en todas las direcciones entre gabache, curioso y vigilante… de pronto me di cuenta de que a lo igual que en el pueblo, había altavoces para pregonar, para llamar a la gente, lo cual corroboraba que aquel sitio era gigantesco, mas grande que el mismo Calamocha, hasta había un enorme bloque de pisos donde vivían parte de los trabajadores, y tenían su propio bar… Una ciudad a parte.
Apurando ya el Avia, descargada y cargada, vencida la tarde, el día, Adolfo, tratando de dejar de fumar, en su eterna lucha, llevándose un caramelo a la boca, al tiempo que sacando el mechero para encenderlo, decía aquello de “aunque lleven bata blanca esto es un trabajo muchismo malo, tu no hagas caso a nada, y si puedes no te vayas a matar gorrinos,… todo el día con frío, sea verano o invierno, dentro y fuera de las cámaras, y cargar los camiones y siempre con humedad y agua por todas las partes, y toda vida madrugando que ni descansar puedes…”. “Peor que la mina”, concluía mi padre.
“Bueno, mañana será otro día, y nosotros también madrugaremos, a lo que empiecen a sentirse las motos, al camión”.
Y es que el que más y el que menos, tenia, tiene y quiere seguir teniendo un vecino que antes del amanecer, sea verano o invierno, abra las portaladas de la cochera, saque el coche o la moto y al arrancar marque la hora a todo el barrio, y el pulso de Calamocha empiece a latir un día más… en nuestro caso, y en aquellos años, era la Mobylette naranja de Joaquín “El Malaco”.
La foto es de la primavera del año 1995, el color del cielo estaba precioso.