Hubo un tiempo, en apariencia mecido por una vida tranquila a lo largo del cual el verano discurría apacible en un claro sinónimo de reencuentro y recuerdo frente a un futuro que los mayores depositaban en nuestras manos con la resignación de que lo principal seria la suerte. Días por parte de los mayores que en su juventud se joparon de volver a coger la maleta y el tren y regresar a la tierra que les vio nacer. A una u otra casa de la familia que eligió y no tuvo más remedio que quedarse.
No calía hacer planes como mucho subir un rato a Torrijo, Blancas, Camañas, tan solo querían ver a la familia y charrar a lo largo del efímero verano. Interminables conversaciones que nunca se repetían, ¡habían vivido tanto! La casa conforme avanzaba el veraneo iba viendo sus habitaciones ocupadas con los agosteros parientes cosechadores de recuerdos llegados de Valencia, Barcelona o Francia. Los días de San Roque sentir valenciano, catalán y francés te transportaba a un mundo tan maravilloso como inolvidable.
Hoy vengo a recordar a “la Balbina” Ella sobresalía con luz propia, brillaba su voz, su atenta conversación, su risa. Su sola presencia lo iluminaba todo y la casa se impregnaba de su cocina en torno al huerto, el corral, las gallinas y conejos pasando por el granero y la conserva, el pernil y el cañao con tomate. Vino de la cooperativa con La Pitusa, cerveza y café. Aquellos días que tanto echo de menos eran agua de la fuente del bosque, días en los que no pasaba nada, remanso de paz familiar, eternos, todos igual, todos diferentes. Por las mañanas el paseo obligado cara la compra en un rabal desconocido, capazos de una u otra índole se sucedían. Sobremesas en torno al Café Aragón de aquella vieja cafetera francesa, la calorina y la siesta, el paseo a la fuente, la cena, la fresca y el catre. Durante años la Balbina y el Victor llegaron a tener su propia casa, un piso en la carretera junto al Molina frente a lo de Gimeno, un tercero a cuyo balcón miro abrazado por la nostalgia de haber vivido días mejores. A última hora ya vendido venían a casa. Fue el día de San Roque de 1995, fecha de la foto, la última vez que comimos juntos. El día que me fui a la mili, el día que la Felisa nos sorprendió a todos después de tantos años e infinitas conversaciones con que había mantenido correspondencia y conocido a Manolete en Córdoba; A quien visitaba cada vez que toreaba en Valencia en el hotel, con la puerta abierta como mujer casada que era, pero eso ya es otra historia.
Hoy vengo a recordar a Balbina de Plumed y Sanchez quien vino a morir en Barcelona a causa de la edad la pasada navidad en torno al mismo día en que había nacido 96 años atrás en su querido Pozuel. Lugar en el que se casó con mi tío abuelo el torrijano Víctor de Meléndez y Gracia a mediados de los años cuarenta. Aquel fue su primer destino como secretario de ayuntamiento terminado el calvario de los estudios y la guerra. Luego la vida sería un discurrir de amor de un lugar a otro en busca de lo mejor para la familia, ¡tantas casas! vidas, amistades de ida y vuelta. Lechago, un Navarrete tenebroso, Albentosa y su partida de guiñote, alcalde, maestro, y un cura calamochino como dios parece que siempre mando, tierra de maquis. Los hijos llegaban Maribel, Rosa, Viçen y la arribada con un botijo roto al cruzar el Ebro a la altura de Tortosa, a la tierra prometida, al país de Josep Pla, donde nacería la pequeña Mar. Ya en Cataluña un pueblo tras otro hasta Barcelona.
Bajo los acordes de una jota en directo, piano y violín la familia le dijo adiós. Sonreiría, bailaría y al tiempo que se despedía de todos se subiría al cielo a ver si al Víctor le faltaba algo. Gracias, tía, más pronto que tarde volveremos a estar juntos y por fin tendremos la eternidad que la vida nos negó para contarnos tanto como quedo pendiente.
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