Marzo
de 2014
Me
preguntas ahora, qué recuerdo del cementerio. Muchas cosas, esa es la verdad,
de tantas idas y venidas algo tendré que contar, aunque en realidad hace años,
que si bien ocasiones no han faltado, sea por una cosa o sea por otra, no he
cruzado su umbral.
Tenía
9 años cuando murió mi abuelo Casimiro, aquella tarde de mayo, con el sol tras
Santa Barbará, “Lúcia” el de la carpintería de allá junto a lo de Corbatón, con
el Land Rover negro y amarillo bajo las costera del Barrio y trajo sobre su
baca a casa el cajón.
El
velatorio quedo como de costumbre instalado en casa, primero en la habitación
donde nacimos todos, y luego sobre la mesa de la cocina. Al poco comenzaron a
llegar todas las abuelas de Calamocha, era mayo y ya alargaba el día. Con la
consabida cantinela de “no somos nada, ya ha descansado…”
Hasta
aquel momento lo poco que sabía de estos casos era que al día siguiente
aparecería el cura con los monaguillos la cruz y el incienso y nos iríamos
todos a misa, finalmente no vino, no recuerdo el porqué, pero se ve que llego
justo al entierro y mando recado de que fuésemos solos a la iglesia, donde como
reducto de tiempos pasados aún se cantaba en Latín.
Lo
que si llegaba y a paso ligero era la democracia arrasando con todo lo caduco,
sin importarnos lo más mínimo mirar atrás.
Aquel fue el
primer entierro al que asistí, y aún lo recuerdo, no pasó nada extraordinario,
o tal vez sí, me llevaron al coro, aún se cantaba como digo en los entierros,
en latín, nada menos, aquel creo que fue el último, o uno de los últimos, sino,
una vez más, de los nuevos tiempos, que ya corrían.
Supongo que en
realidad no querían ocultarme nada, más bien en mi estaban depositadas las
últimas esperanzas de que en la familia continuase la rama jotera torrijana. No
fue así.
Cantaron Feliciano
y Dativo y me limite a tratar de descifrar aquellas páginas ilegibles. Al
tiempo, se me fue el miedo a todo lo relativo a los entierros y aniversarios y
así mismo como monaguillo de misa dominical, dejo de darme miedo aquel ritual
de los domingos tras misa de doce cuando se montaba al pie del altar el
catafalco para los aniversarios que se celebraban por la tarde.
El acercarte a
la capilla opuesta a la del bautismo donde se guardaba todo, el acercarte,
abrirla y sacar el “cajón”, el velatorio… era terrible, aquella capilla,
parecía en contraposición a la otra, la mismísima puerta del infierno. Aún creo
que lo es.
Poco
tiempo después empecé a ir al Cementerio, no había estado nunca, mi abuela no sabía
leer, y en las lapidas que no había foto, no había muerto alguno.
Los
dos vimos la lápida de mi abuelo el mismo día, había foto, mi abuela la habría
encontrado, foto y un Sagrado Corazón de Jesús, no me preguntes por qué o si,
da lo mismo. A principio de verano es el día del Corazón de Jesús, y de niño
creo había procesión en el pueblo, con las abuelas, con el escapulario, con el
calor de la tarde a la hora de jarve. Por lo que fuese, le guardaba devoción,
cosas tal vez de Torrijo, no lo sé.
Empezamos
a ir, domingo tras domingo, todos los
meses del año, mientras el tiempo lo permitía. Ese día el cementerio estaba
abierto, entre semana si por el motivo que fuese había que subir, a veces había visita, y la familia se empeñaba
en vernos a todos, y subir unas flores, a quienes ya no estaban en el Barrio,
si no en el otro barrio, en tal caso era necesario pedir la llave al Esquilador
o a Raimundo, el del camión de la basura.
Salíamos
sobre las cuatro y por el camino se incorporaban sus amigas, ya viudas también,
la Tía Rosario, la Tía Alfonsa, si estaba por el pueblo la Tía Torralbina, y también
de vez en cuando subían, la Velina, la de Fermín el Matatocinos, la abuela de Ernesto,… Pero las fijas eran, hasta donde
logro recordar, las dos primeras y mi abuela.
Hasta
aquel día, lo único que sabía del Cementerio era como aquel dice las historias que
ellas mismas contaban de vez en cuando, recordando calamidades y penas, muertes
a destiempo y sobre todo, las desdichas de esa pobre gente que subían en
camiones cara Navarrete en los años de la guerra, una tragedia, una pena enorme
que las abuelas, cuando lo volvían a vivir y contar, lo hacían prácticamente
llorando. Uno se preguntaba qué había pasado en aquellos años, qué les había
pasado.
Mi
otra abuela, la Xaltación remataba la historia, por cambiar de tema, con
aquel hijo que murió al poco de nacer y
al no estar bautizado, no pudo ser enterrado en el cementerio como tal, sino en
la parte vieja o primera donde iban los que se suicidaban o aquellos que no
creían a dios, aunque, a mi ver, nunca se dio el caso de conocer a nadie que en
aquellos años no creyese en dios, ni diese en suicidarse sin parecer un
accidente y vete a saber quién más daría con sus huesos allí, una vez que ya no
los necesitase,… pero echa a buscar al pobre recién nacido, no se sabía dónde
estaba, esa era la pena. Nunca hubo tanta tierra santa como se necesitó, ni
antes ni aún hoy.
Así
que yo, ya tenía faena el primer día que subí al Cementerio. Además de leer,
leer, y leer.
Punto
uno asomarme al chaflán, a la parte vieja, aquel que hay al principio de la
tierra santa que viene después, mirar a través de las grietas de la puerta. Sólo
vi hierbas, y poco más, aquello estaba abandonado. Ni dios.
Punto
dos, la fosa común, que mi Tío Antonio decía estaba al fondo a la derecha junto
al pozo y un cirujal que siempre según él daba las mejores ciruelas de todo
Calamocha, mi tío aquel era un poco sibarita, morrotocino que decía su hermana…
el hoyo estaba, todo estaba, pero los muertos imagino habían marchado al cielo,
junto a los del chaflán, mientras esperaban su turno el resto.
Y
por supuesto localizar y escudriñar la sala de autopsias, pues las historias de
Agapito eran de sobras conocidas en casa… Aquello sí que daba miedo.
Pero
hubo una sorpresa.
La
tierra del cementerio era roja y todo su centro parecía haber sido labrado por
Perico, caballón tras caballón, cientos, tal vez miles a mis ojos de crio, de
cruces de madera, aparecieron ante mí, todas con su ramo de flores, qué más
daba que fueran artificiales, sin hierba alguna, también sin nombre, no tenían
nombre, los soldados no tienen.
Estaba
todo tan bien cuidado como el cementerio de Arlington o esos otros de Francia que
se veían en la tele a propósito de los documentales de las guerras, guerras que
siempre habían ocurrido fuera, lejos.
Eran
los soldados, “pobrecicos”, lo mismo que aquellos otros, decían las abuelas,
los de la fosa común, los que más perdieron. El Chato el Esquilador tenía
aquello limpio como una patena. De vez en cuando había alguna tumba con más
suerte, con cruz y nombre, y otras muchas de gente del pueblo y de algún
militar con mando en plaza.
La
ronda en el cementerio empezaba siempre igual, yo me fijaba en la “oficina” de
la entrada, no sin miedo, vete a saber que esperaba encontrar, y girábamos a la
derecha, no había prisa leía todas las tumbas, en especial las de la parte del
fondo con sus viejas fechas y lápidas que parecían se caían, asomando el cajón,
y en especial las que ellas señalaban porque conocían la foto o les sonaban las
letras, no paraban hasta dar con quién era y recordar su vida para bien o para
mal del muerto, todo era lo mismo.
Luego llegábamos a la de mi abuelo, y mi
abuela señalaba el nicho donde un día la enterrarían, yo miraba el hueco donde
años más tarde un frio y nevado día de enero, de aquellos inviernos de los de
antes, la enterrarían, no acertaba a pensar nada, cemento, cal, telarañas y ella
me hablaba de los que serían sus vecinos.
Los
nichos eran, son, en propiedad aunque ni
entonces ni ahora se puedan elegir a los vecinos, así a mi abuela, la pobre, le
toco joderse y tiene como tal a uno de esos en cuya lapida no se detenía, o si
lo hacía era para decir,…. “que bien estas ahí”
Aquellos nichos en propiedad, les hacen ser unos
privilegiados, el cielo mismo ganado. Serán calamochinos para toda la
eternidad. En realidad no se puede pedir más, es el cielo mismo.
En
cuanto podía me escaba a las tumbas de tierra. A Seguir leyendo. Pero a escape
me reclamaban. Siempre había lapidas nuevas por descubrir, por leer, historias por
escuchar.
¡Y
qué historias contaban las abuelas…aprovechando que nadie ya les oía! Tal vez
mienta, no eran de las que se callaban, nunca lo hicieron, lo habrían dicho
igual, con el muerto en vida, delante.
El
ir al cementerio con tanta frecuencia para ellas era tan nuevo como para mí, mi
abuela por ejemplo no sabía ni donde estaban enterrados sus padres, en Torrijo sí,
pero nada más. Años atrás se enterraba a la familia, alguien le ponía una cruz
y se la cobraba a cuantos familiares podía y rara vez, ni para todos los santos
se iba al cementerio. De hecho subimos una vez a Torrijo y no logre encontrar a
sus padres, leído y releído todo lo habido y por haber.
Todo
era nuevo, domingo a domingo, a los
momentos de pena, un muerto joven, un niño, una tragedia, les sucedía siempre
los buenos recuerdos, frente a esas lapidas se nos pasaba el rato, “te
acuerdas, lo bien que bailaba, cantaba, las meriendas en su casa…” A mí me
llegaba a parecer que las abuelas, por más que vistieran de negro y llevasen
pañuelo a la cabeza, se habían pasado toda su juventud de fiesta en fiesta, era
lo que más les gustaba recordar, lo bueno, lo bien que lo habían pasado. Nunca les
vi llorar.
Frente
a otras lapidas el comentario era siempre el mismo, humor negro, “Está bien
donde está, mira que le costó dejarnos en paz, lo que descanso la familia, cabrón
más grande ya no se conocerá, semejante hijo de puta,… y a los casi noventa que
se murió, y luego dicen que dios existe, anda maña no me jodas”.
A
veces había algo nuevo que ver, las mujeres aquellos años no subían al
cementerio el día del entierro, así que tocaba encontrar la tumba de aquel que
había muerto días atrás. Era fácil, solo había que buscar la corona de flores.
“Redios que poco se gastaron en flores, o cuantas flores, no se merecía ni un cardo,
ya estará en el infierno. Vámonos, aun huele”. El olor lo sigo recordando.
Otras
veces, días después nos acercábamos a ver la lápida, y ya se sabe el arte si no
genera controversia, no es tal, “cosa más fea, imposible, para las perras que
les habrá dejado, mal se han portado, desde luego que cojonazos, ni aun para
poner flores tiene, la lápida debe ser bonita, pero parece fea. Y esa foto,
pues si le daba un susto al miedo”…
En
suma, como todos, ellas tampoco lo tenían claro, a pesar de ir a todos los
entierros y misas, eso del cielo y el infierno, la vida en el más allá, y todas
esas cosas, de los curas, dios y los santos, pero qué mejor lugar que aquel,
que el pueblo en sí, para terminar. Así, lo veían, y si algún sitio
habrían de ir después de muertas, debía ser ese, el cementerio de
Calamocha, a buen seguro, el cielo, estaría ahí, no más lejos.
Hacíamos
la vuelta completa al cuadrado que era el cementerio viejo a ellas también les
llamaba la atención la tumba del Regular, la lápida y el nicho, no estaba en tierra,
y qué lapida más bonita,… estaría con los moros en el Castillejo decían. ¿Habrá
algún italiano por allí, o algún alemán?, no lo recuerdo, no los habrá. No te
asomes ahí, no vaya a salir Agapito poca pena,… termine por creer que un día
saldría de aquella sala de autopsias sin cristales, pero con reja y puerta
atrancada. Imposible de flanquear.
Eduardo Cero. Caracterizado como Agapito. año 2014 |
Por
los Panteones pasábamos de refilón, cosas de ricos, “déjalos estar, no vaya a
ser que se nos apegue algo, también ellos se mueren aseguraban… ni caso, aquí
ahora son todos iguales”. Perdí el miedo y me metí hasta donde pude. Tesoros
ninguno.
De
pronto se oían voces y nos girábamos, mi abuela decía, “coño forasteros, están
en todos lados”, la Tía Rosario se reía,
siempre se reía y decía, “pues si no los conocemos, si de aquí no son, serán
almas en pena, ves niña, no se paran en ninguna tumba, en cuanto dejemos de
mirar se irán para arriba”. Así era. Yo creía a la Tía Rosario. Todos nos
conocíamos. Aquello eran almas en pena camino del cielo.
El
Cementerio en su día, lo recuerdo, salió en el cine, eso sí que me hizo
ilusión, bueno, en la tele. En la
película Don Erre que Erre de Don Paco Martínez Soria, la secuencia inicial esa
del Seat 1500 con él y su mujer camino del entierro de su suegro, cuando sale
el indicador de Calamocha 36 km, y dicen “ya estamos llegando”, para entonces a
echar gasolina, y de ahí no pasa el bueno de Don Paco, una pena. Luego las imágenes del cementerio y el entierro
al cual no llegan aunque te emocionan, el cine, la gran ilusión, son una pena, no
son de Calamocha.
Te
diré más cosas, acabando ya, una tarde entre semana de verano fuimos a pedir la
llave, y nos dijeron que estaba abierto, íbamos con la familia de Francia, y allí
estaba a pleno sol el Chato el Esquilador dale que te pego peleando con las
tumbas de los soldados. A lo que me di cuenta mi Tío Blas estaba ayudándole y
hablando de los años de la incierta gloria, de la noche oscura y de la vendimia
en Francia donde el Chato algún que otro año había estado. Mi Tío, quedo encantando de lo bien que trataban a
los soldados. Una pena todo.
Acabo
ya, con mi abuela y las demás al volver del Cementerio llegando a donde ahora está
el Bailaor esperando el cierzo, me despedía y me bajaba al Peirón, mientras
ellas se volvían a casa, en aquellos años, las mujeres no pisaban “Los Viejos”,
allí al pie de la carretera nos despedíamos, veía, la foto tengo por ahí, la
placa de la falange y el rotulo de Calamocha y le preguntaba a mi abuela si
antes, habíamos sido todos falangistas, a lo que ella poco más o menos y con
desgana, la política nunca fue lo nuestro, contestaba, “y ahora somos unos
sinvergüenzas, sin educación alguna ni saber estar, es lo mismo, la cosa no
cambia, ni cambiara, no lo esperes. No sé qué es peor, si lo de antes, o de lo
ahora cuando se confunde la libertad con el libertinaje”.
Aquel
juego de palabras, resumen político de aquellos años, estaba en todos los
corros del Peirón al Arrabal. En
realidad los mayores se preguntaban, ¿qué nos estaba pasando?, siempre nos parece una
pena todo, lo que daría por saber cómo definirían en dos palabras, lo que hoy
parece pasarnos.
Felicidades,
hoy es el santo de los que no tienen santo.
De
Los Años de la Cazalla. Muertos y muertos.
PD
Una ley, sólo debiera haber una ley, decía mi Tía Nati cuando llegaba esta
noche y encendía las velas por los muertos, por la familia. Ley que
prohibiese ver morir a un hijo. Y ella, a quien se le murieron los dos, sabía de
lo que hablaba. El resto de leyes sobran. Por ello, si te dicen que caí antes
de llegada la hora, el cielo tendrá que esperar.
Recuerdos
Castellón,
1 de noviembre de 2014
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