Me doy cuenta tiempo después trajinando con la boca del grifo que en la pared de la cocina el calendario dice septiembre del 2020. Desde entonces la casa ha estado cerrada, sin agua, sin luz, sin vida. En realidad, muriendo. Y recuerdo que me he dejado el calendario de este año en Castellón. Lo importante era traer la caja de herramientas, como cada verano la Tía Felisa venia de Valencia tan sólo con una maleta llena de medicamentos por lo que pudiera pasar. ¿Cómo la república perdió la guerra estando ella de su parte? Aún hoy, continúa siendo un misterio.
Abrir la puerta, sentir
el frio de una casa cerrada y vacía, plena de oscuridad, mientras la calle nos había
recibido con el sol y el canto del cuco. Resulta todo tan familiar como
extraño. Por momentos también el silencio es absoluto, tan casi mortal que asusta,
me paro, miro alrededor. Continuo.
Sobre la mesa del patio
un montón de marcos con fotografías. Ordenados por familias. Ochenta años de
casa, cuatro generaciones, de mis abuelos a sus bisnietos. Abrimos las ventanas,
subimos las persianas, vuelan las moscas, ¡benditas sean! Aquí en Castellón
ciudad no hay. Por fin la luz entra, la casa vuelve a la vida y recupero la
respiración y algo de tranquilidad. La primera reacción siempre es la misma,
tristeza y miedo y el pensar que tal vez sería mejor no volver. Cada rincón,
cada cuarto, cada peldaño está lleno de los recuerdos que nos han llevado hasta
este día. La habitación donde nacimos, la misma en la que murió el abuelo Casimiro
y a los pies del calendario de 1985 un enero, cuando por fin cede el grifo,
recuerdo cayo desplomada mi abuela Rosa la torrijana. En principio solo llegan
a mi recuerdos tristes y quiero joparme.
En lo terrenal mi
hermano, retrato viviente de Casimiro “el calamochino” nacido en Torrijo, lleva
la iniciativa, ahora esto, después aquello y luego lo que sea menester. Damos
la luz y soltamos el agua. Contenemos la respiración en esos segundos eternos
en los que se siente correr por las cañerías bocanadas de vida, esperamos un
rato y armados de valor revisamos cada rincón. Con miedo abrimos los grifos.
Todo en orden, la casa ha vuelto en sí, resucitado, vivirá. La calefacción
funciona, la higuera en cambio en el corral ha muerto helada. En la Ferretería
Sanchez Andrés nos dicen “hoy es el día del grifo”, al final hemos decidido renovarlo.
Todo en realidad ha sido gracias a mi padre a quien luego subiremos a ver, el
nos dejó listo todo, como tapar cada puerta, cada radiador, cada grifo…
Agotados, cuatro horas
después replegamos sobre las dos de la tarde. Se ha dado bien. Luis en su rincón
nos recuerda que no pudo ser, el Castellón descendió. Café en familia con Paco en
el Amariello y el tío Antoñin, viva estampa de mi padre, quien resta los días
para ser abuelo. De vuelta a casa me doy cuenta de que he encontrado una
Calamocha muy distinta a la de semanas atrás cuando en aquella ocasión nos
reencontramos con la familia llegada de Zaragoza y pasamos unas horas juntos.
Parece escampar y adolece volver al pueblo.
Pensamos por un instante,
una eternidad, incluso en quedarnos para siempre en la casa donde nacimos. Si
Calamocha como Castellón viviera en una primavera eterna lo haríamos. Por fin
podemos respirar y volvemos, al pasar por Teruel llamamos a Joaquinito. Sonreímos,
hacemos planes para el verano.
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