jueves, 1 de octubre de 2015

La realidad de las cosas (II) Acordes.

AQUEL concurso, rompió nuestros sueños de gloria, que tal vez no fueran si no pura vanidad por nuestra parte, resumida en la ilusión de llegar a la final y tal vez ganarla, lo cierto es que la teníamos al alcance de la mano cuando se nos escapó. Y se nos fue para mostrarnos como era la vida fuera del colegio, quien manejaba los hilos, lejos de las aulas y el buen camino marcado por nuestros sabios y prudentes maestros de la infancia, hilos manejados por los bancos, las multinacionales y la iglesia, a los cuales se les podía aplicar la propiedad conmutativa, esa que dice que el orden de los factores no altera el producto, por si alguien ya la ha olvidado. La culpa era de todos a un tiempo, y también nuestra ¿o no?.

Poco importaban ya que las palabras de la Maestra de Sociales se cumplieran, y que el Tutor, se mostrase abatido al final del curso, recogiendo el sentir del colegio, pues su reacción y la de todos en general resulto un éxito, a la vez aprendíamos la lección mayor que la escuela nos pudiera enseñar, aquella que dice que el esfuerzo no siempre tiene recompensa, pero que a pesar de ello, hay que continuar esforzándose, para qué, qué más da. Si te pones a pensar, en este caso, es peor. Lección que llevaba consigo aquello tan práctico y vital como es, no culpar a nadie, no buscar excusas, la vida sigue, qué más da lo que pasara.

El premio final para todos fue ver el mar, y para muchos iba a ser la primera vez que lo verían, definitivamente, en este aspecto, si que eran otros tiempos, y el premio el mejor de todos posibles, mejor incluso que ganar, o quedar segundos como mal menor, o mejor que disfrutar de la fiesta final en Teruel en medio de aburridos colegios cómplices, de pago y oración. Nosotros nos íbamos a subir al autobús, tres, cuatro, cinco autobuses, y un luminoso día de junio, el mismo en el que se jugaba la final a todas luces amañada,  carretera y toalla, en busca del mar en tierras de Castellón.

De madrugada al atravesar Teruel fue la última vez, hasta este año tal vez, en que nos acordamos, o me acorde, vete a saber el porqué, de aquel concurso, y comenzamos a cantar y animar al Ricardo Mallen y Calamocha al tiempo que lanzábamos toda clase de insultos de mayor y menor tono a los colegios finalistas. La autoridad presente hubo de pedir calma y algo de cordura, pues aquello ya había pasado, había que olvidarlo y nos esperaba un día magnifico. Como así fue.

Todo lo bueno se hace esperar, y el mar no iba a ser menos, así que antes de llegar a la playa y disfrutar de nuestra bien ganada libertad, de la vida en sí, ahora que ya sabíamos lo que era y nada ni nadie nos iba a impedir gozar de ella, debíamos de hacer algo educativo, cultural, había, de ello se trataba, que aprovechar el viaje, el mar como excusa sí, pero la ciencia como fondo, el saber que no ocupa lugar, como motivo del viaje.

Así que tocaba la obligada visita al museo de turno, el cual en mí, años después continua siendo, cada tanto, una pesadilla recurrente, aún me despierto soñando en mitad de la noche que estoy perdido y solo entre sus pasillos, rodeado de animales disecados, y la megafonía con sus aullidos a tope, gabache que siempre fue uno. Un día de estos, quizás me haga al ánimo y nos acercaremos a verlo, en fin, camino del Museo de Ciencias Naturales de Onda, previo paso a nuestro desembarco en las playas de Benicasim a eso del mediodía, dispuestos a quemarnos al sol entre las olas, sin crema, la mayoría sin toallas, unos en bañador, otros en calzoncillos, como se bañaba uno en el Pozo los Hoyos, aquellos años en que se puso de moda, horas y horas de sol, arena y agua, hasta llegada la noche y caer derrotados en el autobús de vuelta a casa, tan derrotados, que la mayoría no bajo del mismo a cenar al parar en aquel otro bar de carretera, claro que la mayoría además estaba ya sin un duro.



Antes de todo esto, como venía diciendo, paramos a desayunar, ¿dónde?, no lo sé, solo recuerdo que había un único camarero, para todos nosotros, ciento y la madre, deseosos de libertad, y beber, Pepsi, que allá por los ochenta y para nosotros era lo más, frente a la imperialista Coca Cola.

No tengo, no tengo, no tengo… además sois incapaces de diferenciar su sabor de la Coca Cola. Tal cual el camarero nos lo dijo cuándo le pedimos una Pepsi nada más bajar del autobús, nos dejó  para el arrastre, nos puso en nuestro sitio y nos sirvió entre sonrisas, mientras a regañadientes frente a él nos bebíamos la receta de la Coca Cola…

En medio del follón el camarero, servía, daba lecciones, cobraba, vigilaba y podía con todos nosotros holgadamente, se bastaba solo, habría sido un buen maestro de escuela, el local era inmenso, y aun siendo nosotros un montón, no dejaba escapar nada, no teniendo ningún problema para hacerse oír y atendernos a todos.

De pronto, al tiempo que con sorna, nos enseñaba los envases que nos había servido, y nos habíamos bebido con tanta desgana como premura, efectivamente era Pepsi, nos la había colado, nos había engañado con tanta maestría que no nos quedaron ganas de chartir más con él, pedimos Pepsi, nos dijo que no tenía, que nos ponía Coca Cola, nos sirvió Pepsi nos dio el cambiazo en nuestras narices, y nos bebimos nuestra Pepsi a desgana, creyendo que era la infame Coca Cola.

Eh vosotros los de la Pepsi, nos dijo, no os habréis quedado con ganas de más, al camero le iba la marcha más que a nosotros que al fin y al cabo, estábamos empezando, una cosa, venga, animaros que esto no es el fin del mundo, aquellos que no paran de dar mal, ¿son de fiar? Y señalo al grupo que había traspasado las fronteras del bar hacia los salones interiores separando los biombos.

Si, totalmente, y no sé si en aquel momento le dijimos la verdad, le mentimos, o le engañamos, como él había hecho con nosotros. Está bien, nos dijo y empezó a gritarles.

Eh vosotros, esperar, subir las persianas, retirar los biombos y encender la máquina, esto es un bar, no la escuela, aquí viene uno a divertirse, y la vergüenza se deja en casa, vosotros pedir lo que queráis.

Y ahí me quede, ya solo, observando, lo que vino a ocurrir a continuación, y que aún recuerdo cada cierto tiempo, más aún cuando oigo la canción que sonó, para asombro de propios y extraños instantes después, asombro de todos o de cuando menos, mío.

Fue, lo ocurrido, toda una lección por parte de los tipos duros del colegio, de las chicas malas, de los eternos repetidores, y demás calamochinos que parecían haber elegido el camino del mal, aquellos que se asomaban precipitadamente a los años ochenta dispuestos a comerse el mundo, sin importarles nada, sin casi vergüenza, sin ningún tipo de reparo. Lo mejor de cada casa, chaquetas vaqueras, alguna de cuero, que más daba el calor, pelos largos, coletas de torero, imitando a Miguel Bosé, parches en la ropa, muñequeras, collares,…

Todos ellos, allí reunidos frente al mundo que apareció tras los biombos que separaban el bar de la pista de baile del restaurante aquel, menudo descubrimiento, pista en la cual reinaba con luz propia una gramola, una maquina con discos, de esas en las que metías cinco duros y elegías dos canciones, o quince pesetas, y una. Se imponían, las matemáticas prácticas, y la búsqueda de cinco duros.

Les costó lo suyo encontrar los cinco duros, ninguno, como es normal, quería soltar la pasta, al final, tras muchas idas y venidas, lograron reunir el dinero, pero si aquello fue costoso, ponerse de acuerdo en las canciones a elegir, parecía no tener fin. Para gustos los colores, y esas cincuenta o sesenta canciones que solían tener esas máquinas no parecían las suficientes como para hallar las dos que contentasen a tanto inmaduro marchoso preadolescente.

Se oían nombres, de grupos y cantantes, se oían canciones que unos y otros proponían, pero el tiempo pasaba, y de un momento a otro nos iban a llamar para volver al autobús. Finalmente, dejaron caer los cinco duros, y pulsaron las letras y números correspondientes, mientras yo esperaba oír lo que por su forma de vestir y modales transmitían, rock cañero, Leño, Coz, Miguel Rios, Kiss, los Rolling, quizás Grease o Tequila, cuyas canciones uno u otro había pedido. El silencio se apodero de ellos, y al tiempo de todo el local, cuando comenzaron a sonar los primeros acordes de la canción y todos al unísono rodeando, casi abrazando la máquina, comenzaron a cantar.

A mí, que observaba todo desde una prudente distancia, y que por supuesto, les negué el duro de rigor, de lo cual me arrepentiré siempre, a mi, es como si de pronto el mundo se me hubiera venido encima, ni en un millón de años hubiera logrado adivinar la canción que finalmente eligieron para sonar en primer lugar, y no, no se trataba ni de un error, ni de un gracioso al que se le hubiera ido la mano y puesto la que no tocaba. Habían elegido, para eso se habían tomado su tiempo, lo que les había dado la gana. Comprendí aquel día muchas cosas, entre ellas, que los rockeros también lloran…

Así empezaron a cantar, todos a una, siguiendo el ritmo de la gramola, comiéndosela literalmente con sus voces de menos a más:

Cuando el silencio ensordecía el sentido de mi vida
y quería volver a nacer.
Cuando la cabeza me estallaba con palabras enredadas
y quería volver a nacer.
Era cuando te necesitaba y acostado con mi almohada,
imaginaba tu amor.
Luego, ya metido en tus entrañas, despertaba y tú no estabas
y quería llorar. 


Por dios, habían puesto Acordes, una canción de Los Pecos, el grupo de chicas por excelencia, no me lo podía creer, y además se sabían la letra, de pe a pa, y llegado el estribillo alzaron la voz y cantaron a todo pulmón… 


Yo me dormía y al rato moría por estar ausente de ti,
al día siguiente nacía y luchaba por sobrevivir.
Luego al verte sonriendo con cara de felicidad,
yo te maldecía y odiaba por no haber estado allí.

Por dios, una vez más, los tipos duros de clase, no solo las inalcanzables chicas, también los tios, cantando aquello que a todos nos producía un rechazo absoluto, pero como era posible, pero que tipo de rockeros eran estos… que vergüenza, a mí jamás se me habría pasado por la cabeza gastarme el dinero en Los Pecos, aunque me gustasen, y menos delante de todos, qué iban a pensar de mi. Pero no había duda, Los Pecos nos gustaban a todos, chicos y chicas, buenos y malos, yo también me sabía la canción, el rock podía esperar. Qué más da lo que piensen de ti. Gran lección. Y aún quedaba, lo mejor, aun quedaba por sonar la segunda canción tras el éxtasis colectivo que supuso el entonar entre todos calamochinos los Acordes de los Pecos.

Llegado el silencio a la gramola, tras el éxito de Los Pecos, se oyó con claridad, “cinco minutos y nos vamos”,… cundió la decepción, ahora que empezábamos a pasarlo bien, teníamos que irnos, mientras los rockeros seguían a lo suyo, esperando que la gramola volviese a sonar.

Los compañeros de aquel viaje y de otros muchos, llamados a liderar la noche calamochina de los años venideros, de la movida, recorriendo el Brindis, el Misa de Doce, el Nebraska, la Albonica, Las Vegas y sus mil nombres, y otros nobles garitos más, pedían silencio a todo el bar, para dejar que las notas de la gramola se oyesen a todo meter, creciendo la expectación en torno a cuál sería la siguiente canción.

Mi sorpresa ante lo que comenzó a oírse, fue también mayúscula, cuando todos a una empezaron, empezamos a entonar el Don Diablo de Miguel Bosé. ¡Ah!.Y ahí, acabo, o comenzó todo, aún estoy en ello. La movida calamochi entre nuestra generación, los años ochenta, en un bar perdido camino del mar.

Hoy, cuando en la radio, en M80 dicen aquello de la siguiente canción ochentera Acordes de Los Pecos, se la dedicamos a ( ) quien nos ha llamado desde, ( ) siempre tengo la esperanza que terminen diciendo desde Calamocha. *


Fin

Poco después Barón Rojo cantaría aquello de Los Rockeros van al infierno. Evidentemente era solo una frase, y mentira además. Nos veremos todos en el cielo.



Ni que decir tiene, en el coche, llevo la música de Los Pecos, y si también, algo, bastante de Miguel Bosé, guardada en la carpeta de los grandes éxitos ochenteros del Rock and Roll Español. Toma ya.

Aqui la primera parte de la historia: 

http://recuerdosdecalamocha.blogspot.com.es/2015/02/la-realidad-de-las-cosas.html


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