En esta tarde de Domingo de Ramos
mis recuerdos se remontan a noviembre de 1989 y a los meses siguientes.
Recuerdo con nitidez la fiesta de “Todos los Santos” de 1989. Me dio tiempo
para visitar la feria, el cementerio, y sobretodo, despedirme de la familia por
un tiempo todavía impredecible… ¡Paradojas de la existencia! A un hombre de
tierra adentro, tierra sin mar, le cayó en suerte hacer el Servicio Militar en
la Armada. Aquel mes de noviembre de 1989 la abuela María tuvo dos nietos acuartelados: Paco, por
Sabiñánigo, disfrutando del prematuro frío invernal del Pirineo y el que
subscribe, contemplando los fríos y húmedos amaneceres en el CIM de Cartagena,
mientras la formación esperaba el izado de bandera. Peor suerte tuvo la
bisabuela Pascuala, que tuvo cuatro hijos en la guerra.
Y recordando aquellos amaneceres silenciosos, amedrentados
por toques de corneta y órdenes de mando, me vienen a la mente imágenes,
escenas que permanecen recientes, a pesar de que los protagonistas de las
mismas han envejecido más de dos décadas. Escenas ligadas a la instrucción,
exclusivamente de orden cerrado, para demostrar a los Infantes de Marina,
siempre arrastrados por los charcos, que la marinería desfilaba mejor. Imágenes
de muchos compañeros, yo entre ellos, con pocas horas dormidas, subiendo y
bajando escaleras a toda velocidad, quizá con la intención oculta de estar
preparados para cualquier tipo de zafarrancho en los buques de la Armada.
Me vienen a la mente recuerdos,
algunos muy surrealistas, como el de la piscina de dimensiones olímpicas,
literalmente arrestada, y por lo cual quedamos exentos de los ejercicios
reglamentarios de natación. Otros, más humanos e interpelantes, como los suboficiales,
joviales y campechanos, con muchos años de Marina en las espaldas; y a cierta
distancia de ellos y de la tropa, los oficiales, con apellidos de rancio
abolengo, prematuramente envejecidos por la vida en la mar… También recuerdo a
algunos compañeros, la mayoría veinteañeros, con muchas ganas de vivir. Pero me
vienen especialmente al recuerdo los que cada tarde volvían a la escuela para aprender
a leer y a escribir, analfabetos en la “Galaxia de Gutemberg” y también en la
incipiente “Galaxia de Bill Gates”; también recuerdo a los que se inscribieron
en la catequesis, casi todos del área metropolitana de Barcelona, y que
hicieron la Primera Comunión, rigurosamente vestidos de marinerito. También
recuerdo las Eucaristías “relámpago”, y la oración de la tarde, de carácter
prescriptivo en los navíos de la Armada, y que durante unos escasos segundos
llegaba a todas dependencias a través de la megafonía:
“Tú que
dispones de viento y mar,
haces la
calma, la tempestad.
Ten de
nosotros, Señor, piedad.
Piedad, Señor.
Señor, piedad.
Como dice el refrán, “si quieres
aprender a rezar, lánzate a la mar”. Y cerca de la mar, en la capilla del
Arsenal Militar, conocí a Pedro Marina Cartagena, el marino más veterano de la
Armada. El resignado marino era una talla de Simón, el pescador de Cafarnaum,
al que Jesús de Nazareth llamó Pedro y le dio la potestad de atar y desatar en
la tierra. El buen Pedro Marina Cartagena, que así figuraba en los listados del
Arsenal, tenía rango de “Oficial de Arsenales”, el estamento humilde de los
operarios de la Armada, pero con nómina como cualquier otro funcionario naval.
El momento cumbre de la vida rutinaria de Pedro Marina Cartagena llegaba con
motivo de la Semana Santa. El Martes Santo todo el personal adscrito al Arsenal
Militar, construido en el siglo XVIII por una paisano de Báguena, se
concentraba en torno a Pedro Marina, y el Almirante de la Zona Marítima del
Mediterráneo leía solemnemente la orden por la que se le concedía el “Franco de
Ría”, documento que le permitiría disfrutar en la calle la Semana Santa
Cartagenera, conminándole a tener muy presente la hora de vuelta a la vida
cuartelera.
Como cada año, el buen Pedro
Marina Cartagena regresaba impuntual a la hora prescrita en el “Franco de Ría”,
y la rigidez de la disciplina castrense, de carácter ejemplarizante, caía sobre
el galileo, sometiéndolo a un nuevo arresto de casi doce largos meses. ¡No
conocí arrestos mayores! Ni siquiera en la Base Naval de Mahón, el temido
destino en la Armada.
La Semana Santa, entonces y
ahora, es cristocéntica, pero, sin dejar de mirar al Cristo de la cruz y del
sepulcro vacío, es conveniente que miremos al buen Pedro, el pescador del mar
de Galilea. Dentro del grupo de Jesús, Pedro es el apóstol soñador, atrevido,
impetuoso, testarudo, dubitativo a veces, fanfarrón y pendenciero en alguna
ocasión, cobarde en el momento final. Pero
Pedro es también el hombre en el que Jesús se fijó para que animase aquella
historia incipiente que Él había iniciado. El “club de los doce” no fue
precisamente un “club selecto” de sujetos de una reputación moral intachable.
Quizá es conveniente que en esta
Semana Santa nos quitemos el tercerol y
el capirote, y reconozcamos, humildemente, que todos tenemos algo de la forma
de ser y actuar del Pedro de aquella primera Semana Santa. También conviene
recordar que Pedro, a diferencia de Judas, supo reorientar su vida, porque en
la profundidad de sus recuerdos se sintió apreciado, amado, perdonado por Aquél
que había muerto en la cruz, el patíbulo destinado a los criminales en el
Imperio Romano. Es éste un momento oportuno para caer en la cuenta de que
también en nuestra vida, el Cristo Jesús, al que seguimos en las procesiones, nos ha apreciado, nos ha amado; basta evocar
algunos recuerdos de nuestra existencia.
CIM. 6º/1989. 3047. Cartagena
Naval.
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