“El caso es que yo no sé qué costodias ni leches se les metería en la cabeza o en qué estarían pensando. O sí que lo sé y por eso lo voy a contar por lo que pueda pasar, que en esta vida maños nunca se sabe. Fue al llegarles la jubilación en acabando los años sesenta, el retiro de entonces, el día que les dijeron que debían parar y descansar. Cobrar sin trabajar que bien se lo habían ganado.
Fue entonces cuando los abuelos decidieron por un lado mercar una gavilladora
y por otro mantener una caballería. Preparar el balago y echar a sembrar de
grano tanto o más que antaño como siempre habían hecho; campos, medianiles y
cornejales y hasta las piezas de los agosteros valencianos que envueltos en herencias
ni sabían ande las tenían ni daban vuelta de ellas.
Ya se dejaba de ver la parva por las eras, de trillar y ablentar y se guipaban
las primeras cosechadoras por los secanos, pero cada dos por tres las veías paradas
y se reían indiferentes, aquello no iba con ellos, donde estuviera la hoz y la
dalla sobraba lo demás, se averiaban más que el copón bendito, no eran de fiar.
Nada, ni nadie es de fiar.
El caso es que después de toda una vida agachando el lomo como animales desde
que echaron a andar sin ponerse en pie nada más que lo justo, ir obligaos a la
guerra, decidieron, ahora que les decían que podían descansar, lo evidente, hacer
lo que les salía de los cojones: seguir trabajando, que a ellos ya no les
mandaba nadie. Cualquiera sabía que a nadie le pagan sin trabajar, tontos no
eran, no se fiaban de ningún gobierno, caciques todos, ni mucho menos de eso de
cobrar por que sí, menuda mentira, cuatro perras, una ayudica con la que no se
iba a ninguna parte, ni al Mínimo el uno ni al Chato el otro, con lo caro que
estaba todo. No creían, y hacían bien, que un pobre pudiera descansar en paz hasta
una vez muerto. Sabían que mientras vivieran de una forma u otra los habían de joder
y solo querían lo que siempre habían querido, ser libres, no depender de otre, hacer
la suya, que para eso habían pasado las de Caín desde zagales y llegaban a una
edad que con pie y medio en la Cañadilla lo mejor era tenerlo todo bien atao
por lo que pudiera pasar, pues aun habiéndolo visto todo siempre esperaban la próxima
sanantonada por vivir”.
Mi padre nos contaba muchas veces dicho recuerdo como una lección vital y
ahora en estos tiempos que corren o más bien en los que nos encorren a patadas
quienes nos gobiernan, siempre por nuestro bien, me acuerdo muchas veces de él.
De ver a mi padre sentado presidiendo la mesa tomando café agarrando la botella
coñac y contando los recuerdos que habían llevado hasta allí a la familia, un día
de San Roque, un Santo Cristo, en el rigor de los días de semana santa o
cualquier día de hacienda.
Gracias papa, una vez más. Y dale las gracias también a Joaquín el Malaco
por ponerla a punto hace unos años cuando pensó en la gavilladora y se empeñó en
segar el alfaz y el pipirigallo de la Serrana, y unos días por las tronadas y
otros por el rocío, aquello no tiraba ni cara el aire por mucho que la afilases
y engrasases, “esta como nosotros” te dijo y sentenció, “jodidamente vieja, pa
pegarle fuego” y os sentasteis a verlas venir en el ribazo a ver como la recua de
zaforas segaba a mano, menudas trazas por su parte y menudas risas os echasteis
mientras te atusaba con el humo de la faria. “Dichosa juventud, que no les pase
ná”.
Aquella gavilladora, con un par de campañas a sus espaldas y con la que a
matacaballo junto con el tío Frascuelo se segó en verde la última cosecha que
hubo sobre los terrenos en los que se construyo el viejo matadero, debería estar
en un museo. Pero mira por dónde, nos va a venir bien, pues me veo en un par de
años volviendo al pueblo, sembrando hasta el último cornejal y abarriendo
ribazos, vida noble y pura, cosas que realmente importan. La azada como gayato,
segando, trillando, mirando al cielo, ablentando, agachando los riñones,
jurando como el abuelo José, en todos los santos menos el del rabal y San Roque,
jodiéndome de frio y de calor por salir adelante y pidiendo a gritos al Nazareno
me lleve pronto. Mientras riéndome, como el abuelo Casimiro, zoqueta en mano
afilo la hoz y la dalla y repaso la horca sabiendo que un día mis hijas tendrán
que echar mano de ellas.
Articulo publicado en El Comarcal del Jiloca, abril 2022