A las ocho en
invierno, la luz artificial de la calle, en aquellos años era blanca a juego
con las estrellas, y el cielo de un azul inmenso, hacia frio. Mirar hacia ese
cielo lo añorare siempre y a las nueve en verano, el sol caía por Santa Bárbara
y te cegaba, hacía calor, empezaba a refrescar tan solo un poco más tarde, a
veces el horizonte brillaba de un rojo intenso maravilloso, las puertas mismas del
cielo se adivinaban más allá del cerro.
A esa hora, todos
los días del año, año tras año, pasábamos al otro Barrio a por la leche, a casa
de la Teresa. Cuando el cuartel no estaba vallado, simplemente resguardado por
un seto, seto que los guardias regaban y podaban constantemente, siempre
uniformados.
Cruzábamos de un
Barrio a otro al caer la tarde con la lechera en la mano, a por leche, leche de
vaca, y lo hacíamos a través del patio del cuartel, atajando el tener que
doblar la esquina y rodearlo. A veces, me juntaba con la Amada, y caminaba
junto a ella, pausadamente, charrando, rodeando el cuartel, ella me preguntaba
cosas, como hacen los mayores con los niños, con el fin de charrar, yo le
contestaba con la mirada hacia al suelo,
o al cielo, seguíamos el mismo camino. No había nadie.
Si íbamos solos, mirábamos
a uno y otro lado del patio del cuartel, y lo atravesamos con cierto temor y
tan deprisa como nos era posible, los guardias, rara vez nos llamaban la
atención, pero sus hijos, aquellos con los que compartíamos pupitre, si nos
veían, corrían a por nosotros, se agachaban, agarraban una piedra, y había
muchísimas y la lanzaban al aire, aquel era su territorio. No podíamos pasar.
Estábamos en
guerra. Jamás hubo una tregua, ni tan siquiera un partido de futbol amistoso,
entre ellos y nosotros. Nada. Ellos, a su vez, en la medida de lo posible, no
ponían un pie en ninguno de los dos Barrios que limitaban “su territorio”, de
eso nos encargábamos nosotros a uno y otro lado del cuartel, pero, todo esto,
ya es otra historia. Cosas de críos.
Ya en el otro
Barrio, la puerta de casa de la Teresa era de madera, y estaba siempre abierta,
nada más abrirla olía a gloria, al pasar al estrecho pasillo donde te servía la
leche, olía a leche fresca, mientras se adivinaba el trajín entre las cuadras y
el resto del pasillo en forma de L camino de las cuadras, de un ir y venir, con
las cántaras llenas de leche recién ordeñada, trajín de hora punta. Mientras la
sartén en el fuego, llenaba la cocina de vapor dando buena cuenta de unas
patatas con cebolla, cuyo olor, tan bueno como el del resto de la casa, a veces
echo tanto de menos, que no me queda más
remedio, que prepararme esa misma cena, a eso de las ocho en invierno. La cena
de Miguel, el amo de la casa.
La Teresa me decía
de vez en cuando: Maño, haz el favor de venir con una lechera como todo el
mundo y no con las botellas de la Pitusa, vale más el tiempo que se tarda en
llenar que otra cosa,… mira la cola que me preparas, y todos tenemos faenas,
será por lecheras, si tendrá tu abuela el granero lleno, y si no ya te daré yo
una. Venga, anda escape. Ya hablare yo con tu abuela, ya. Además hoy hay
calostros, nos ha parido una vaca, y estas civilas no quieren, y en la botella
no te los llevas, así que vete a escape y vuelve con una lechera como dios
manda. Y yo, volvía con el coceleches, el más grande que teníamos y nos lo
llenaba hasta los topes de tan suculento manjar, mejor que el arrope sin duda.
Ya hablare yo con tu abuela, ya. Volvíamos a lo de siempre. Día grande aquel en
que paria una vaca y comíamos calostros.
Acudíamos todos los
días a por un litro de leche, y a veces eran dos, el segundo lo pagábamos en el
inter, el resto al final de mes, ya no recuerdo el último precio de aquellos
años, si a mí ver, si serian poco más de diez duros o qué, casi lo mismo que
vale la leche de oferta hoy, bueno, lo que sea que hoy nos vende y compramos.
Pero qué me dices,
esa era mi abuela que ponía el grito en el cielo, cada vez que a la Teresa se
le ocurría subir el precio de la leche, esta mujer, aún no ha sentido en la
tele que va a subir el pan, que ya nos está subiendo la leche, ( el precio del
pan, estaba regulado y subía, por orden del gobierno, muy de vez en cuando todos
los años como aquel que dice) pues al final, tendremos que ir a la tienda como
todo el mundo, ya la pillare yo, ya la pillaré, ya. Y si no, mira, con irnos
dos puertas más allá, a cualquiera de sus vecinos que también venden leche, san
se acabó.
En el otro Barrio
parecía había más vacas que personas, era sin duda casi el último rincón de
Calamocha con leche fresca. Coñe, no sé qué me digo, si la Teresa hará la de
todos, se pondrán de acuerdo los del Barrio y la subirán, así es como debe
hacerse, y los demás a pagar por señoritos, por no tener que sacar la cuadra de
las vacas. No tenemos sustancia.
Los días que
cambiaban la hora no sabíamos muy bien a qué hora acudir, pues al parecer, las
vacas, también tenían su horario y no era fácil hacerles cambiar de hábitos,
también el día de Navidad, o alguno otro festivo, acababa todo manga por
hombro, a la hora de ir a por la leche. Las vacas son muy sacrificadas, hay que
estar siempre encima, aseguraba mi abuela, pero claro, si quieres hacer perras,
tirar para adelante, hay que tener animales en casa, con la tierra solo se
malvive. Mira nosotros, si no hubiera sido por ellas, miseria y compañía. Mi
abuela, las dos, habían sido cocineras antes que monjas, las dos habían tenido
en casa vacas. Se las sabían todas.
Mi otra abuela muchos años atrás de todo esto que cuento, cuando tenia vacas allá en el Peirón |
Al llegar con las
botellas, a casa mi abuela hervía la leche en aquel coceleches rojo por fuera y
azul por dentro, parcheado por el estañador infinitas veces, tantas como pasaba
por el Barrio, unas veces era algún señor gitano, de aquellos que también
compraban a duro las pieles de conejo, las paredes de los corrales estaban
llenas de pieles secándose, del conejo de la paella de todos los domingos, otras
aquel afilador de gafas de culo de vaso y moto colorada, que un buen día,
cansado, dicen se echó al tren.
La leche es lo
mejor que hay, no sé por qué habéis de ponerle colacao o café si sola es lo
mejor, el día que la Teresa se quite las vacas, no sé qué haremos, ir a la
tienda, como todo los demás, o dejar de beber, pues no te dicen tonta por
comprar la leche en su casa en lugar de en la tienda como hacen todas ya, que
si hay que hervirla, que si esto, que si lo otro, que si al final sale más caro
ir a casa la Teresa. Redios, nosotros mientras podamos no iremos a la
tienda, a por ese mejunje que les
venden, mira que son tontos.
Para poder beber la
leche había que hervirla, mi abuela encendía el fuego y se quedaba frente a él
a la espera de que hirviese, la leche
era menos de fiar que las putas de las gallinas decía, si te vas a escape
hierve y la pierdes toda, y al precio que la pagamos es una jodienda.
Contemplaba como subía y de vez en cuando decía: Coño, niño, te has fijado si
ha ido alguien nuevo a por leche, si ha cogido otra familia más, alguna
civilanca, la Moracha me ha dicho que ha sentido que ha venido un guardia
nuevo, de por allá abajo como todos, y son media docena entre chicos y chacos,
seguro que lo ha enganchao la Teresa por el cinto para venderle la leche.
A mí no me quedaba
más remedio que asentir y darle la razón, en la cola, junto con las civilas
había una mujer que no conocía y con acento andaluz. Redios, proseguía mi
abuela, pues no hay cama para tanta gente, si se ve enseguida, esta leche de
hoy lleva más agua que otra cosa. ¿Abuela cómo le va a poner agua a la leche,
yo no la he visto hacer eso nunca?. Oye maño, no me jodas tú también, mira ni
aun nata te vas a poder comer hoy, y aquello sí que era imperdonable, pocas
cosas había más buenas, que la nata de la leche con azúcar, mejor que la leche
condensada de La Lechera, esto no es ni leche, no ha sacado nada de nata. El
agua se le pone en la cuadra, que yo también lo he hecho, y a nadie se le dice
que no, cuando viene a comprar, se le echa más agua y punto. En fin, se estira
la leche, y ya la pillare yo, ya la pillare, ya.
Entre tanto "ya te pillaré, ya te pillaré" termine por creer que un día me pillarían en medio, que un buen día, mi abuela Rosa y la Teresa se encontrarían en el Rabal y ardería el Santo Cristo. Evidentemente se encontrarían más de un día y dos, pero nunca ardió, hablarían de lo que realmente importa, de la salud, de lo mal que estaba todo, y de aquello que se habla en el Rabal, "niña, sabes quien esta muy malico en Teruel, ... sabes quien esta preñada otra vez... vamos no me jodas, pobrecico, redios pero qué me dices, mira que tienen pocas faenas algunas..."
Qué se pensaran
estos franceses, nos ha jodido, parece mentira, ellos dicen que allí en Francia
todo el mundo va a la lechería y que la leche es de vaca, como la de la Teresa,
que no hay cosa más buena, que no compran jamás en la tienda, niña verdad será,
son tan modernos, aún se creen que aquí nos chupamos el dedo, (cada vez que
venían los parientes de Francia, nos traían una especie de medalla de cristal
del tamaño de un cenicero que se ponía en el fondo del coceleches y evitaba,
según decían, que la leche al hervir saliese del mismo), era cuestión de fe, la
leche se seguía saliendo, lo cual corroborara la tesis de mi abuela, esto de la
Teresa es leche, y lo de Francia, vete a saber que, … la leche cuando hierve se
sale, aquí y en todos lados, jodidos franceses, que cachondos que son, a saber
que beberán.
A veces la cosa era
más complicada y no se solucionaba solo con agua,… a veces ibas a por leche y
te volvías de vacío. Abuela, dice la Teresa, que a una vaca le ha dado un pelo,
vamos que se ha puesto mala, y a otra lo mismo, que compremos leche en la
tienda durante un par de días, hasta que vuelvan a dar. Y nos íbamos a Casa la
Paca y Rafael a por un par de botellas, leche Ram. Algo extraordinario. Los
primeros vasos que nos bebíamos eran deliciosos, tenía un no sé qué, el cual
por otra parte ya no he vuelto a saborear, también entonces la leche
embotellada debía ser otra, y pedíamos beber siempre Ram, pero al día siguiente, sin nata, sin el sabor
de siempre,… echábamos de menos la leche de la Teresa, no había comparación
posible. Pero si el agua sabe toda igual, como la leche puede ser tan
diferente, qué les pasa a las vacas que no son de Calamocha. Era lo único que
se me ocurría pensar.
Hombre, por fin, me
vienes con lechera, un día sorprendí a la Teresa,… ahora tu abuela empezara con
la cantinela de que le falta leche y que no echo bien la medida, pues le dices
que te ha dicho la Teresa que no, que por eso venias con botellas, que lo sé
yo, ya pillare yo a tu abuela, ya. Al
llevar botellas de litro, no había posibilidad, no había otra que llenarla
hasta arriba, al ser lechera, siempre se podía echar de más o menos. De la
lechera grande que salía de la cuadra volcaba en un cazo de litro y de ahí a la
lechera o botella, pero no por no derramar nada, no llenaba del todo el cazo de
litro, sino que lo hacía en dos veces,… y en la segunda, en la chorreada, unas
veces iba más y otras menos. Y mi abuela vigilante miraba la línea del
coceleches la cual no mentía, por debajo de ella faltaba leche y por encima
daba igual. Hoy se nota que he ha echado la leche la Pili y no su madre, a ella
le hace menos duelo, hoy el litro esta sobrado.
Mi abuela, murió
con un vaso de leche, de esa misma leche, en la mano, una mañana de invierno mientras
desayunaba. Poco después fueron desapareciendo las vacas de las casas y como
todos, en casa, terminamos por comprar en la tienda.
Hoy, aún sigo
buscando el sabor de aquella leche de la casa de la Teresa con la que crecimos,
con la certeza de que no lo encontrare jamás, con la certeza también, de que la
mañana que la encuentre, yo también me iré al cielo.
De los Años de la
Cazalla. La muerte. Días de Leche y Rosa.