viernes, 21 de febrero de 2014

La familia en la I Guerra Mundial


Dedicado a Don Pedro López, de los López de España de Toda la Vida, quien como James Cagney en la escena final de Al rojo Vivo, no para de recordarme que se encuentra “en la cima del mundo”, sin poder hacer nada por mí.

La historia, que jamás pude imaginar, recordada por su hija, comenzaba así,…

Mis padres se conocieron en Barcelona, en la playa, se ve que mi padre en cuanto la vio se enamoro, tu abuela también estaba aquel día, si todas estarían, todas hermanas, y el tío también, un domingo de verano por la tarde, te hablo de mediados de los años veinte, habría que haberles visto, mi padre siempre recordaba que mi madre llevaba un traje de baño de flores con muchos colores…

Tal para cual, fueron tal para cual, mis padres ya no se separaron jamás, aunque mi padre, siempre con la verdad por delante, cuando quería provocar a mi madre le recordaba que su primer amor lo encontró ni más ni menos que en Francia en el 15.

Un momento, tía, le interrumpí, esa memoria suya heredada según ha dicho siempre de la Tía Fidela y aún de la Felisa, en cualquier caso de su querido Torrijo, creo está fallando, me está hablando de su padre con 15 años en plena guerra mundial, en Francia, y además de picos pardos, piense otra vez fechas, guerras y amoríos, no puede ser.

Calla, me dijo entre sonrisas, cuando me ha fallado la memoria desde que estamos recordando, ¿cuándo?, nunca verdad, pues si te digo que en 1915 mi padre estaba en Francia, será verdad.

La familia hace cien años,…

El primer sorprendido fui yo, alguien de la familia, aunque fuese política había estado en la I Guerra Mundial, esa de la que habré visto todos y cada uno de los documentales habidos y por haber, la familia ya se sabía, lucho en Cuba, en África y por supuesto aquí, en uno y otro bando, en cualquier caso todos defendiendo lo mismo, aquí y allá, y siempre perdiendo. Que los pobres ya se sabe, aún teniendo la razón, incluso la ley de su parte, de una u otra forma, siempre terminan perdiendo.

MIGUELETE   EL   AVENTURERO

Capítulo I



Donde se recuerdan los primeros quince años de la vida de Miguelete quien llegará a alcanzar  los cien años, a cuál de ellos más venturoso, días, los suyos, que corrieron paralelos al siglo XX de principio a fin.

Años todos ellos dignos de la mejor novela de aventuras de Don Pio Baroja, en el constante caminar de Miguelete en busca de una puerta que le llevase hacia la libertad.

Nació en Castilla, en un pueblo que ya ni tan apenas existe, allí donde Jesucristo perdió las albarcas y no volvió a por ellas, en realidad, recordaba Miguelete que uno u otro de la familia, llevado por la necesidad, se las “robo”, allí entre Valencia y Aragón, en el año de 1900 vio la luz siendo el pequeño de media docena larga de hermanos.

Contando a la burra, eran once en la familia, y la herrería no daba más de sí, si un día comían, era seguro que no cenaban y si un día cenaban, era porque no habían comido, algunos días ni lo uno ni lo otro, aquello, no era plan, había que tirar para adelante, buscar trabajo donde fuese y de lo que fuese  y así, cuando tenía poco más o menos seis años, su padre vendió, al herrero del pueblo vecino, mal vendió, tampoco valía nada lo que poco que tenían, y decidieron marcharse a la ciudad, Valencia seria su destino, el mar. La naranja, el arroz, la seda.

Como era el pequeño gozó del privilegio de comenzar el camino a lomos de la burra, y dejar atrás el pueblo donde nació, tardó casi ochenta años en volver, pero eso ya es otra historia. Por allá esta el mar, por allá se va a Valencia, allá que se fueron.

En el camino no vieron a nadie, de modo que pensaban una y otra vez que habían hecho lo correcto, trabajo no les faltaría, allá donde llegasen, no tardarían en comprender que no vieron a nadie porque ellos lejos de ser los primeros fueron los últimos en salir de la pobreza para entrar en la miseria. Así llegaron a Utiel y Requena, inmensos campos de viñas a la espera de jornaleros, otros del pueblo habían ido antes y hablado maravillas del trabajo y los jornales.

Las viñas se morían, no había ni un solo racimo por vendimiar ni que llevarse a la boca, y el dinero se acababa antes de lo deseado, faena de ninguna clase y eran once en la familia, había que tirar para adelante ni por un momento pensaron en volver, y si lo pensaron lo callaron, “habrá que comerse la burra”, para poder llegar a Valencia, allí encontraremos trabajo y veréis el mar. El mar. Triste consuelo para un crio.

Para Miguelete aquello fue terrible, dejar el pueblo, salir a la aventura, como niño, era un acontecimiento más, además se marchaban a ver el mar, pero, vender la burra para poder comer fue la mayor de las tragedias de las muchas que después vendrían. Mal acaba lo que mal empieza. Se dio cuenta de lo pobres que eran y del mucho dinero que otros parecían tener y lo que les costaba soltar alguna perra.

A pesar de todo la venta no fue mal su padre se lo llevo para cerrar el trato y dar pena al comprador y a él le llamo la atención la simpatía, el acento, esa forma de hablar tan rara, que hizo del momento algo más llevadero.  Su padre le comento lo evidente, el comprador, que a él le había parecido tan simpático, les había dado una miseria, él en su lugar habría hecho lo mismo, que la cosa era así, y que aquel buen hombre era maño, de Aragón, y allí hablan con ese acento, como si cantaran… Se quedo con el acento y la simpatía. Justo nos vendrá para llegar a Valencia con lo que nos ha dado. Le advirtió.

Muchas eran las familias que caminaban en su misma dirección, ya no estaban solos, y ya no podían hacer otra cosa si no seguir camino hasta el mar. A Miguelete le costó verlo, de hecho no podía, un mar de gente le impedía ver el horizonte, tiendas, chabolas, gente y más gente acampada en la playa, y más allá el mar. Frio, humedad y hambre.

No tardaron unos y otros en ponerlos al corriente, de allí no se salía a no ser que decidieses volver  a casa o subirte a un barco, muchos volvían, comerían, cuando les preparasen rancho, de caridad, Valencia estaba llena de gente como ellos, pobres de solemnidad, sin trabajo en ningún sitio, en ningún pueblo, habían legado demasiado tarde, años tarde…

Miguelete no se separaba de su padre, y su padre no paraba de ir de un lado a otro, ya no buscando trabajo si no simplemente como salir de allí. El caso es que no era tan difícil, simplemente había que apuntarse en una lista, cada tanto llegaba un barco, era gratis además, te subían y te llevaban… la cuestión era que no se sabía a dónde, pero con toda seguridad, acabarían en Argelia o Marruecos, tierra donde había trabajo. Su padre no lo dudo ni un momento, se apuntarían y en cuanto llegase el barco se subirían con destino a África, y allí, empezarían una nueva vida. Dios aprieta pero no ahoga, allí había trabajo a destajo.

La espera del barco se hizo eterna, el invierno en Valencia resulto terrible, un par de meses esperando, finalmente toda la familia se embarco, unas horas después mar adentro conocieron su destino. Miguelete estaba aupado en su padre tratando de ver África cuando el gentío comenzó a gritar: A Barcelona, nos llevan a Barcelona. Por fin una alegría.

Resulto ser verdad,  cuando volvió a salir el sol pudieron ver Barcelona. Sin proponérselo llegaban al mejor sitio que podían imaginar. Aun tardaron en dejar el barco, tres o cuatro días, cada tanto dejaban bajar a unos pocos, finalmente, les toco a ellos, la alegría de la familia era inmensa, se les fue todo el día sin salir de las Ramblas, viendo los escaparates, a la gente bien vestida, todo era nuevo, a Miguelete lo que más le encantaba no era ver las estanterías de las tiendas con comida o los bares, si no los puestos de periódicos y detenido frente a uno, su padre cometió la mayor de las tonterías posibles, se dejo llevar por la ilusión y le dijo, “tú y tu hermana, en cuanto encontremos trabajo iréis a la escuela, es menester aprender letras y números para ser alguien en la vida y que no os pase como a nosotros”.  Miguelete, observador, inquieto, pregunto, ¿habrá maestros castellanos?,… Los números y las letras son iguales en todos los sitios, el caso es saber.

Llegada la noche volvieron a la realidad, Rambla arriba Rambla abajo de buena gana habrían vuelto a subir al barco al menos a dormir, sin comer, sin saber leer, perdidos, un guardia se acerco a ellos y les indico el camino, “por allí, seguir hasta al final, allí están todos los demás, aquí no tenéis nada que hacer”.

Las tiendas, las chabolas, la playa de Valencia no era nada con lo que finalmente encontraron en Barcelona, como ellos había miles de personas, de aquí y de allá y ellos llegados de un pueblo tan pequeño y perdido no tenían a nadie,  al menos, allí aunque poco había algo de trabajo, eso sí, les advertían, había que trabajar en lo que fuera, por una miseria y cuando hubiera trabajo, lo cual ocurría muy de vez en cuando.  Al día siguiente la familia se puso en marcha.

Pero la cosa no cambia, ni cambiara, no lo esperes, en cualquier caso, se trataba como siempre en la vida de tirar para adelante, el padre de Miguelete recordó que veinte años atrás había estado en aquellas milis eternas por África mano a mano con Fulanito, albañil de Barcelona, y que como solía pasar al despedirse aquel le dijo, “si alguna vez vienes por Barcelona, ven a verme, difícil será que vaya yo a tu pueblo”. 

Mes a mes, la vida en el campamento transcurría como si nunca fuesen a salir de allí, como bien les advirtieron el primer día, trabajo poco y jornal de esclavo, casi se echaba de menos la caridad de Valencia, calle a calle, obra a obra preguntando por Fulanito, de la quinta de tal año, albañil de profesión. Barcelona ya en aquellos días era enorme. Adivina. No hubo forma de dar con él.

Evidentemente uno a esas alturas hace tiempo que ha dejado de creer en Dios, cualquiera lo haría, ellos también, en esas estarían cuando un buen día el compañero de quintas apareció en el campamento de miseria de donde parecía nunca saldrían. Por fin haba llegado a sus oídos que su buen amigo estaba en Barcelona y había preguntado por él. Hacía ya más de un año que habían salido de casa.

El buen amigo catalán no lo dudo ni un momento, y se llevo a su casa a toda la familia castellana, donde comen tres, comen cuatro y donde comen diez comen veinte, poco más o menos entre las dos familias eran esa cifra bajo un techo de unos pocos metros cuadrados, pero al fin bajo un techo. Por fin comenzaba a escampar, bajo alguien que conocía el terreno, la ciudad.

Miguelete, dijo el amigo de su padre, olvídate de la escuela, ninguno de mis hijos ha ido, no podemos permitírnoslo, es cosa de ricos, viniendo de un pueblo será fácil colocarte en cualquier vaquería, tu hermana mañana mismo se pondrá a servir, y el resto, iremos a las obras cuando nos salga faena,… a leer y escribir ya aprenderéis cuando toque.

Las familias compartieron techo varios años, la cosa iba despacio, estaba realmente mal, finalmente se mudaron unas casas más abajo, aunque el pobre Miguelete todas y cada una de las noches del año las pasaba en la vaquería, convenciéndose día a día de que lo suyo habría de ser el vino y no la leche, de lo vivido, porque no hubo más remedio allí, mejor no contar nada, era el pequeño, era poca cosa, y nunca llegaba el momento de dejar aquel oscuro rincón de Barcelona para trabajar con sus hermanos, quienes al fin y al cabo, eran uno, dos años, mayores…. Un noche se canso y lo dejo volvió a casa, “padre buscare trabajo, iré donde haga falta pero aquello se acabo”.

En Barcelona cuando no por una cosa por otra, el jaleo era el pan nuestro de cada día, y el trabajo que por un tiempo parecía no faltar, volvió a escasear, aquello no pintaba nada bien habían pasado ya casi diez años desde que dejaran el pueblo para “progresar” y estaban en el mismo sitio.

 Su padre lo tenía todo ya resuelto, bueno, como siempre, lo intentaba, solo esperaba la ocasión, se volverían a ir, después de unos años en Barcelona, la cosa no terminaba de marchar, aquel no parecía su sitio, sin embargo, esta vez, no cometerían la torpeza de dejar todo y marcharse sin más ni más, esta vez, había que tener un plan b y poder volver si la cosa no salía bien.

Estaba resuelto, el padre y su alter ego, el hijo pequeño, Miguelete se marcharían a Francia, si, ya se sabía, estaban en guerra, pero eso era lo bueno, con los hombres en el frente se necesitaban jornaleros por todos los sitios, y a poco que durase la guerra, que según todos aseguraban, no sería mucho les daría tiempo más que suficiente de encontrar un lugar donde trabajar ellos, y luego toda la familia, estaba resuelto, se marchaban, después mandarían llamar al resto que se quedaba en Barcelona intentando salir adelante entre ladrillos y andamios. Misión imposible, más para los que se quedaban que los que se marchaban.

Y así, Miguelete y su padre, se pusieron andar, allá por mitad del 14 camino de Francia, para ellos, poco menos que el paraíso. Un paseo. Y no se equivocaban, pues como ellos, otros muchos marchaban a Francia, esta vez al menos, no eran los últimos, eran los primeros.

Con Francia por fin a tiro de piedra su padre pensó que quien sabe lo que les esperaba al dejar su casa, así que decidió descansar una noche bajo techo, parada y fonda, cena y una cama antes de atravesar los Pirineos.

Fue una cena magnifica, junto a otros muchos, la noche no lo fue tanto, el catre estaba lleno de pulgas y el follón no cesaba, de modo que no había forma de pegar ojo, y cuando por fin el padre de Miguelete se levantó y decidió salir de la habitación a reclamar un poco de silencio se dio cuenta de que estaban encerrados, al cabo de un buen rato, alguien abrió la puerta y entonces comprendió por que el casero no había querido cobrarles por adelantado. Tenía previsto robarles. A mitad de la noche se encontraron solos, en medio del monte, si una perra y por si acaso ocultaban algo o intentaban denunciar, una buena paliza. A buen seguro, en Francia su suerte cambiaría, la guerra no podía ser peor, que el hecho de que los tuyos te robasen y apaleasen.

Tres días y dos noches les costó cruzar la frontera aquella primera vez, cruzar los Pirineos andando, en el camino otros muchos, era ya inevitable juntarte con unos o con otros en busca de fortuna, era de tontos ir solos a lugar desconocido y además en guerra, y así conformaron un grupo de en torno a una treinta de españoles cada uno de su padre y de su madre que se hallaban en las mismas circunstancias, Miguelete era con mucho el más joven de entre todos.

Debe ser terrible estar en un país que no es el tuyo, sin una perra, y además en guerra, vagando por los caminos sin saber a dónde, con miedo a todo, y con hambre. La fe que mueve montañas y algo más, la fe en que la suerte cambie, días después, ya nadie sabía ni donde estaban, ni a donde iban cuando un gordo con bigotes y a caballo, un francés con muy buena pinta, salió a su encuentro, “¿españoles comer, españoles trabajar?”.

Si y si, dijeron todos, y se fueron tras él, que iban hacer si no. Allí eran todo masías repartidas por el campo, pueblos como en España parecía no haber ni uno, todo era complicado, a donde llamar, a donde ir, menos mal, que salieron a su encuentro, y los acercaron a una de esas casas inmensas donde mataron el hambre, cataron el vino francés, y si eso era guerra, así durase cien años. A la mañana siguiente, salieron a trabajar con el saquillo lleno hasta arriba.

Confiados en su buena estrella a lo que llegaron al tajo, las provisiones estaban agotadas, habían estado andando tras el caballo más de dos días, sin ver ni un alma ni una casa, estaban perdidos en medio del monte.

En fin, el que más y el que menos ya estaba donde quería, se trataba de hacer leña, carbón vegetal, Miguelete se encargaría de todo lo relativo al campamento, por fin tenía algo que aprender aunque fuese francés.

El resto al monte guiados por un par de capataces. Ni se oía un alma, ni mucho menos tiros, ni tampoco se veía a nadie, parecían estar solos y en unos meses, si les hubiesen dejado habrían reducido los Pirineos a carbón.

El gordo del caballo y los bigotes, les dejo allí, volvió a dar vuelta de ellos a los quince días y volvió hacer lo mismo cuando ya llevaban un mes. No podía pagar, a él tampoco le habían pagado, pero quería más carbón, había que seguir trabajando bajo la promesa de que al mes siguiente habría paga y descanso en el pueblo más cercano.

A los dos meses de hacer carbón la cosa ya no estaba para bromas, y a esas alturas el gordo  del caballo y los bigotes subió dispuesto a pagar, al menos una parte de lo acordado, pero de bajar al pueblo ni hablar, los alemanes estaban ahí decía, a cambio subió acompañado de un vendedor ambulante que les saco los cuartos a todos, los precios por las nubes. La cosa empezaba a ponerse fea.

El tercer mes hicieron leña más que nada por matar el rato, a la espera de acontecimientos, la comida escaseaba, y ya no habría dinero, habrían de esforzarse por Francia, de luchar trabajando, a decir del gordo francés de los bigotes los alemanes estaban ahí, y todos estaban en guerra. Ellos también. Los capataces ya les guiaban armados con fusiles, para entonces eran prisioneros, esclavos,… Cualquiera sabía que los fusiles eran contra ellos, no contra los alemanes.

Claro está, que un puñado de españoles cada uno de su madre y de su padre en tierra extraña y con un enemigo común, no tardan si no unos días en ponerse de acuerdo y tirar para adelante. Estaban en guerra, sí, pero aún podían elegir el enemigo, y este era francés. Para Miguelete llegaba la primera guerra con su revolución.

Como quiera que el gordo de los bigotes les visitaba cada quince días, resolvieron arriesgarse e irse a por él y sus capataces, el día en que todos sabían, subiría al campamento. Aquel día en cuestión de aquella temprana revolución española en tierras francesas, cada uno estaba en su puesto, todo normal, cuando el caballo llego al campamento, el capataz estaba en su sitio, y Miguelete a lo suyo, mientras, sin dar tiempo a que bajase del caballo, apareció su padre y media docena más para reclamar, lo suyo, lo justo, su jornal.

El bueno del francés no estando por la labor les recordó que tenía a su capataz armado y que el mismo llevaba pistola y sabía usarla. Aquello era una guerra y ellos debían luchar trabajando por Francia, eso, o al frente. Estaba claro que no iban a cobrar, por lo que le pidieron “educadamente” se bajase del caballo y mirase atrás.

Menuda sorpresa, allí estaba Miguelete apuntando al gordo francés con el fusil del capataz del campamento, al tiempo que le rodeaban el resto de españoles y fusiles arrebatados, todos vitoreando al valiente Miguelete.

Redujeron a los franceses, los ataron y encerraron, y al final pago el pato, el que menos culpa de todo tenia, siempre pasa lo mismo, pagan justos por pecadores. Se oyó un tiro, mataron al caballo, el hambre apremiaba, asarlo fue fácil, arrasar todo también, repartido el botín, en buena lógica decidieron tomar cada uno su camino de vuelta a España o el camino a la suerte que el futuro les deparase.

Al día siguiente como siempre subían los carromatos a por el carbón, debían marchar. Ese fue el único tiro que oyeron en toda guerra. De habérselo propuesto e interesado, hubieran tomado Paris y llegado un poco más lejos, echando a los alemanes. Pero que cada uno limpie su casa, debieron pensar. Todos se marcharon, y Miguelete y su padre tomaron el camino de España.

Así comenzaron, llenos de miedo a todo a andar por las noches  y ocultarse durante el día, uno, otro, otro más, … hasta que se comieron su parte del caballo, y el camino que no se acababa nunca, les obligo a tomar la decisión de dejarse ver, mendigar algo de comer, ya ni trabajo buscaban, solo caridad, sólo huir, para poder llegar a España, así debían encontrarse con alguien, no quedaba otra, que al menos les dijese que estaban en el buen camino de vuelta casa, fuese francés o alemán.

Y lo estaban, estaban en el buen camino. Daba igual ya un lugar que otro así que, decidieron dejarse ver en la primera casa que encontraron, cualquiera servía, y allí en medio de un mar de viñas mendigar un poco de caridad y preguntar por su amada España. “Si he de morir de hambre y en la miseria, que sea en mi país, volver a mi tierra”. Su padre siempre lo dijo así.

 Una niña, muchacha ya, salió a su encuentro, estaban agotados, ¿españoles?, preguntó, se habían quedado sentados a unos metros de la casa,  en realidad lejos de todo, no podían ni dar un paso más. EL padre de Miguelete estaba realmente mal, pensado en lo evidente, terminarían dándole tierra en Francia, ¿Qué sería de Miguelete?.

Se dieron cuenta cuando ya era tarde que en apenas unos minutos le habían contado hasta el episodio del caballo. Había que esperar. Así se lo pidió la muchacha, dada su buena fortuna, se temían lo peor,  ella se marchó para volver al cabo de un buen rato con su padre, al menos habían vuelto solos, su padre era un francés diferente a todo lo que habían visto, con boina y albarcas. Lo primero que hizo al verles fue darles un abrazo y las gracias por venir a trabajar a esta, que era desde ese día, si ellos querían su casa. O al menos eso creyeron entender.  Aunque parezca mentira, sin faltarle de nada, estaba tan desesperado como ellos.

Por fin su suerte cambio, trabajo a destajo en el campo, huertos,  viñas y más viñas, animales, , tanta faena que de ningún modo podían abarcarla toda, por si fuera poco vivían en la misma casa que el patrón y comían en su misma mesa. 

Por fin tenían algo bueno que poder contar, así meses después, escribieron a casa. Todo iba según lo planeado, no había porque pasar pena, pronto mandarían dinero. Bueno, escribieron eso mismo pero en francés, y lógicamente no ellos, pues no sabían ni leer ni escribir ninguno, fue la muchacha la que escribió a su dictado. Barcelona era muy grande, uno u otro entendería aquellas letras.

Un año largo, más de una cosecha, toda una vida, estuvieron allí. Pero como todo en esta vida, llega un momento, en el que hay que decidir si tomar un camino u otro. No es fácil. Algo había cambiado, ya casi no circulaba el dinero, aunque todo se vendiese o se lo llevasen, cada vez se veían más soldados, la guerra, no se acababa nunca. ¿Qué pasaría? 

Nadie lo sabía, el buen francés insistía, no había problema en que viniese toda la familia de España, había trabajo de sobra, pero que ocurriría si perdían la guerra, si los alemanes llegaban y le quitaban todo, hasta la vida. Los dos, el francés y el padre de Miguelete estaban hechos un lio, no paraban de darle vueltas a la cabeza, habían mandado ya bastante dinero a España, tenían trabajo, pero los soldados no contaban nada bueno, probablemente no podrían cultivar una cosecha más. Por su parte las noticias que llegaban de Barcelona eran cada vez mejores, a los albañiles no les faltaba trabajo. Decidieron volver.



Y de igual modo que a Francia podían regresar en cualquier momento, en cuanto la guerra acabase, el buen  francés, su hija y todos, si los alemanes llegaban podían marchar a Barcelona, allí tenían su casa.

Contaba Miguelete que vio llorar a su padre por primera vez el día que se despidieron y comenzaron a caminar hacia España. El llevaba días llorando, podía haberse quedado, pero lo primero siempre seria la familia, lloraba por lo que dejaría atrás, las tardes de los domingos cuando se mudaba y se ponía una camisa blanca recién planchada y salía con toda la chiquillería a pasear. Fue una de esas tardes, cuando la muchacha le pregunto si se marcharía a España sin besarle. La besó.

Aquel fue su primer amor, hasta que muchos años después, en una playa de Barcelona un domingo por la tarde se encontrase con aquel bañador a flores y de tantos colores, del que se enamoró. Lo llevaba, una de las  hermanas de mi abuela Rosa.


Fin

 PD Las ilustraciones son del genial Mingote.
 I Marqués de Daroca, entre otra muchas cosas.

sábado, 1 de febrero de 2014

EL VERGEL


Juan Ramón Jiménez
Capítulo 77
EL VERGEL

Como hemos venido a la Capital, he querido que Platero vea El Vergel... Llegamos despacito, verja abajo, en la grata sombra de las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía de fruta. El paso de Platero resuena en las grandes losas que abrillanta el riego, azules de cielo a techos y a techos blancas de flor caída que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino.

¡Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa también el agua, por la sucesión de claros de yedra goteante de la verja! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca, pasa, chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos, con su gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el barquillero, rendido bajo su lata roja... En el cielo, por la masa de verdor tocado ya del mal del otoño, donde el ciprés y la palmera perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo, entre nubecillas rosas...

Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en el vergel, me dice el hombre de uniforme azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:

- Er burro no puéntra, zeñó.

- ¿El burro? ¿Qué burro? - le digo yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal...

El guardia, creyendo que estaba un poco loco, le dijo con cierta impaciencia:

- ¡ Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee... !

Entonces, ya en la realidad, como Platero «no puede entrar» por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándole y hablándole de otra cosa, temiendo que se hubiese enterado de todo...




MISA DE DOCE

Tal suerte de aventura, bien podría habernos sucedido a nosotros mismos, si aquel lejano domingo  de mayo  en lugar de haber cogido el camino del Gazapón hacia el Riachuelo, de cara a sembrar la que luego fue la última cosecha de patatas que entro en casa, hubiésemos tirado Balsa abajo, siguiendo el camino de la iglesia, decididos a hacer algo tan extraordinario, en aquellos  años, como era guardar fiesta un domingo. Nuestros padres, todo sea dicho, trabajaban fuera de casa hasta el sábado al medio día, y el resto de lo que hoy es fin de semana, se les iba entre campos y animales pasando calamidades, por mal de hacer alguna perra.

Mosén Feliciano, sonriente, de vuelta de oficiar en las Monjas y con el Heraldo de Aragón bajo el brazo, camino de la sacristía, habría salido al paso de tan variopinta representación rabalera, y en las gradas dado el alto y dicho con autoridad y voz suave: “la caballería no puede entrar”.

 Al pronto Perico en cabeza de todos, se habría parado en seco, vuelto hacia nosotros y dicho: Esta sí que va a ser gorda, me habréis de perdonar unos y otros, pues sé que nos está hablando, pero de tan pocas veces como vengo por aquí, no atino a comprender, lo que tan buen hombre nos quiere decir”. Mi padre tomaría la palabra, para sacarlo del apuro, pues vistiendo sotana un par de veces al año, si quiera el hábito de Nazareno por Semana Santa, habría comprendido de pe a pa lo que el ensotanado cura nos decía. “Gargallo, va por ti, ¿a quién se le ocurre venir a misa con peducos y albarcas? Mira que eres desustanciado, así pasen cien años, que seguiremos en las mismas. Debías de haberte mudao”. A este le hubiera cambiado el color a blanco pálido, al saberse culpable de haber nacido pobre, y a escape mirándose los pies y sonriendo habría dicho “Por eso no va a quedar, me las quito y entro descalzo si es menester, como vine al mundo, es más, hasta muchos años después, que yo sepa, no recuerdo otra cosa que ir descalzo, y ande tendré yo los zapatos, vete tú a saber”. Y haciendo ademan de descalzarse bien se podría haber oído: “Quieto parao, mecagüen el tío el copón, San Pedro era pescador y calzaba albarcas” finalmente el juicio del ingeniero llegaba para poner orden, adivinando el Tío Jesús la realidad de las cosas, “Lo que nos está diciendo el amigo Mosén es que el animal no puede entrar a misa”.

Perico, entendiendo la situación, y con todo el saber y educación del mundo, habría dicho: “¿El animal?, ¿qué animal?, persona más noble, honrada y trabajadora no he visto en toda mi vida, Dios me deje ciego ahora mismo si a la verdad falto, mecagüen el turrón, ¿animal?, no veo ningún animal, con tal de que no habla la criatura, que por lo demás, lo mismo que nosotros, que no sabemos hacer otra cosa que callar y trabajar, y hacer lo que nos mandan, ni aun guardar fiesta sabemos. Andar muchichos, agarrar del tiro a Platero, no lo vaya a sentir, que es también muy sentido el hombre, y tirar para el rio las Monjas todos, andar que no se entere, que no nos dejan pasar, porque no lo ven como a nosotros. No pasamos ninguno y aquí no ha pasado nada”.

Y todos asentiríamos  y seguiríamos a Perico y Platero camino del rio las Monjas.

LA FOTO

Retrato. La Familia en el Riachuelo sembrando patatas. Años 80. Calamocha.

A menudo la recordamos, quizás como uno de los momentos más bonitos de aquellos, años, estamos todos, no falta nadie, y uno que estaba tras la cámara piensa que jamás hará ningún retrato ni tan bonito, ni tan entrañable, ni tan humano, como aquel.

PLATERO Y YO

El origen de toda la  historia...

Llegó a casa esta Navidad derrotada por el peso de los libros, a su edad, no recuerdo haber leído otra cosa que no fuesen tebeos. Ahora leen libros, uno cada dos semanas, alternando, en este caso, el valenciano con el español.

He de leer éste y enseño el típico libro de hoy, formato bolsillo, con muchos colores, sus 80 páginas, letra gorda y con dibujos, y que da lo mismo en que este escrito, porque no hay dios que los entienda, ni tan apenas guste, ni aun a ellos mismo, brujas, misterio, terror, son sus temas, de ahí no salimos. Su lectura consiste en adivinar todo un despropósito que te deja boca abierto. ¿Qué ha sido de los clásicos para niños?

(Literatura infantil d'avui. Definició:Esbrinar tot un desgavell que te deixa bocabadat)

Y luego he de leer este, es enorme, pesa un montón, casi doscientas de páginas, lo menos cien capítulos,… con tan pocos días de vacaciones no podre.

Tratando de animarle y lleno de orgullo le dije, si te han dejado ese libro es porque saben que te lo puedes leer. Que va, me dijo, todos nos hemos ido a casa con uno igual, llegaron un montón de cajas la semana pasada, los etiquetaron y nos los han dado para esta Navidad, si lo rompemos o perdemos tendremos que pagarlo, aunque nosotros como tenemos uno igual da lo mismo. “Habian lo mismo cen Plateros”.

Caray, pensé, menudo esfuerzo por parte del colegio, para que luego los pongamos a caer de un burro, que detallazo, menudo regalo aunque sea temporal, y no se den cuenta.

Unos días después, arrinconado en la mochila el libro de bolsillo, “papa no entiendo res, vaig llegir la primera pagina y lo dejo, la meua germana diu lo mateix, ya te lo leerás tu”. Pues solo faltaba eso, así que le iba a soltar el sermón oportuno, hay que estudiar, hay que leer, hay que trabajar, cuando me di cuenta que el marca páginas en Platero  estaba casi a la mitad, ¿tú te has leído todo esto?, ¿cuida con lo que dices que te lo voy a preguntar?

Asombroso, en torno a Platero era ya poco menos que catedrática, nos contagio de tal modo que pasamos los tres a leer capitulo tras capitulo, el libro entero. Todo el mundo debería leerlo, si quiera una versión para niños como esta, repetíamos párrafos enteros y la pequeña historia El Vergel, la leímos una y otra vez, Er burro no  pue entra, ¿el burro?, ¿qué burro?, yo no veo ningún burro. Que burro va a ser zeño, pues eze.

Papa, al final Platero muere, he leído ya el último capítulo. Eso es tristísimo, pobre Juan Ramón.

Leímos Platero y yo para niños de Ediciones Edebé, edición de Rosa Navarro Durán y dibujos de Francesc Rovira. El capítulo transcrito copiado, retocado y pegado, es una versión más de las muchas que se pueden leer, y oír en la red, no el leído en si.

viernes, 17 de enero de 2014

Historias para no comer.

La semana antes de navidad solía aparecer por casa Fermín el Matatocinos, haciendo gala y dando buena cuenta de su mismo apodo para dar matarile a los cerdos que desde el mes de junio, unos años con mayor tino y otro con menor, tratábamos de engordar en una de las muchas cortes de casa.
 “Al año que viene dos hembras, esto de caparlos es tontería, o un macho y una hembra”, la discusión era obligada, llevadas a cabo con el paso de los años todas las probatinas posibles y viendo que rara vez se engordaban de forma pareja, la discusión era siempre, como digo, obligada. “Son como las personas”, terminaban asintiendo unos y otros, “cada uno es como es, y unos se engordan y otros no”. 
Sentirlos chillar desde la cama oír sus últimos alientos resultaba para un crío como yo, todo un gabache, algo terrible. Entre diciembre y enero, a cualquier hora había tápala de mondongo en una u otra casa. Tal día como hoy, San Antón, se decía que en algún que otro pueblo, no dejaban matar. El Patrón de los animales, al menos durante un momento, era Dios.

Las historias que aquel buen día andaban de la gamella a las traudes, de la mesa al granero, por casa en boca de todos a modo de recuerdos de tiempos peores, resultaban terroríficas, “que no vuelvan”, se encargaban de decir una y otra vez las abuelas, “que no vuelvan es menester” decían nuestros padres.
Aseguraban haberse comido el rabo del tocino asado en las brasas del agua caliente de escaldarlo antes incluso de que hubiese dejado de chillar, había hambre.
Siempre con gracia recordaban como había algún abuelo desustanciado que hinchaba la vejiga a modo de pelota para dársela a la zagaleria  y que jugando de aquí para allá se olvidasen de comer, como si eso fuera posible, debía comer, tener el mejor bocao quien más trabajaba, y los críos solo daban faena.
El momento más trágico siempre era el triste recuerdo de aquella familia, de allá de la parte de la Laguna, en realidad nadie sabía de dónde, que aseguraban había muerto de triquinosis, en aquellos confusos años, a causa de haberse comido el tocino sin llevar su carne al veterinario para que éste la analizase, poco más o menos lo mismo que íbamos hacer nosotros en unos momentos, pues la muestra para analizar, hasta el lunes, no se podía llevar.
Y si se llevaba, las cosas como son, era porque en el Ayuntamiento te hacían pagar por matar, de hecho nunca ha habido nada gratis, te daban un recibo y se suponía que el recibo y la muestra debían llegar a su destino analítico.
"Se comerían algún jabalí, por allí siempre hubo muchos", decían quitándole hierro al asunto, "nunca se llevo nada a analizar y si ahora se lleva es porque pagamos y tenemos miedo a que nos multen, no a morirnos. Las cosas como son".
"Además, acordaros de aquel año, se ahorco con la puerta uno de los tocinos, y a los pocos días apareció el abuelo con un jabalí que se encontró haciendo leña en Santa Barbará, y se crio como si tal cosa con el que quedo, y bien que nos lo comimos y poco bueno que nos supo".
"Pues no eran poco malos y furos los tocinos entonces, había que tener unos cojones como ruejos para abrir la corte y echarles de comer, pues no cascaban menudos mordiscos de hambre que pasaban, y aun nos parecían que se engordaban poco, lo mismo que ahora, mas mansos y confiados, parecen tontos, y por mas chura que les des, si no se engordan ya las jodido. Acordaros, había que poner clavos de punta en las puertas para que no la echasen abajo de hambre, con la vara debías entrar o se te comían, no os acordáis, que uno medio mato, coño coja se quedo a la pobre Tía..."
Para mí, evidentemente todo aquello tenía un trasfondo de verdad absoluta pues no calia más que echar mano del libro de Ciencias Naturales donde en un esquema dibujo tras dibujo explicaba la triquinosis, aquel gusano que comían las ratas al comer los desperdicios, luego los cerdos se comían la rata, luego tú te comías el cerdo… Y ratas por los corrales en aquellos días, había poco menos que a patadas. El resto, pensar en la vara, los calvos, los mordiscos… lo que habían hecho nuestros abuelos para comer,… admirable.
Aún había tragedias peores que aquellas, ya lo creo, autenticas desgracias, cosas peores que la muerte de unos desconocidos, como aquel año en que al  de la blusa negra, al capador afilador, se le fue la mano, siempre le tocaba a alguno, y se llevo por delante unos días después al tocino, le pasa al mas pintao, con los que habrá capao, muerto el tocino, eso si que era una tragedia, adiós, no había perras para comprar más, las navidades, bueno, navidades no había, era todo un largo inviero, serian jodidas, esa era la palabra y para la siega, a falta de garufo en conserva, la merienda seria escasa, tocaría ir a buscar huevos por los nidos, y echarle tanto valor a la hora de comértelos, como iba hacer yo sin más remedio aquel día.
Sacaban cuentas y había pasado más de una vez, y no solo culpa del capador, se morían y tenías que echar mano de alguien que te diese un tocino. Y contaban entonces aquella cuasi deshonra de “en esa casa todos los tocinos eran cojos”, más mala suerte, más pobre al parecer no se podía ser. 
(* La historia completa en el enlace final )
“Echa más cazalla maña, no te haga duelo, lava bien las tripas, mira cuanta porquería queda, dejar a los cerdos hoy dos días sin comer es poco, con todo lo que han comido, cuantísimas lombrices lleva este, como se iba a engordar”. Entonces te aupabas y asomabas la cabeza a la pila, y veías que era verdad, los mayores ni mentían ni exageraban, "miles" de lombrices corrían desorientadas, venga a limpiar una y otra vez las tripas para la morcilla y demás… "¿habrá que usar las compradas?, no es lo mismo, ande vas a parar, quita maña quita, además no traen codujón, y es lo que mejor esta".
Después de todo esto, a pesar de ello, uno, moría por comer un buen puñado de tajadas, catar la morcilla y todo el cuajar posible, tras las judías con morro, pero con qué animo te sentabas a la mesa después de todo lo oído. 
Abuela, a mi me ponga algo del pollo de ayer. Atinaba a decir entre nervioso y en voz baja, ya comeré otro día… “Redios el crio el copón, había de darte en los morros como a los tocinos antaño, salir con esas, ya te apañare, ya pero o comes de lo que hay, o te jodes y ardes”.
Sólo por causas propias de la edad, la muerte, dejaron nuestras abuelas de hacer mondongo, en el caso de nuestras madres, fue a causa de la edad avanzada, la falta de relevo, nuestra ausencia del pueblo, el que todo lo bueno se prohíba por el bien de uno, y no se pueda matar en casa, el frio, que ya no es el de antes, y no seca nada, los graneros, hoy habitaciones con encanto… El tiempo que no perdona y todo lo cambia, tal vez para mejor…miles de cosas. La falta de ganas de nosotros también, de trabajar, sacar la corte, y aun de comer. Si aun ganas de comer tenemos a veces… nuestros abuelos jamás se vieron en semejante tesitura.
El miedo guarda la viña, guardo ahora las recetas de la morcilla y los fardeles, sin la mano de las abuelas, nunca será lo mismo, lo guardo todo por si acaso, pero esos tiempos lo que es menester, es que no vuelvan.
Además de vez en cuando del pueblo llegan estos y otros manjares, ya comprados, y parece que por parte del gremio de carniceros calamochinos, estamos en buenas manos, si bien, sin las historias que hay detrás, nunca será lo mismo.


La receta de los fardeles
Quién sabe si no residirá ahí, en su secreto, la quinta esencia del ser calamochino.
Cocer el hígado del tocino
Capolarlo
Batir una docena de huevos por hígado
Un trozo de papada cruda, capolada
Pan duro rallado, ajos y perejil
Canela, pimienta y sal
Un grano de anís en rama, del que se usa para lavar las correas
Masarlo todo en el terrizo
Y ya se puede embutir
La tela pegada a la carne del cerdo hare de envase
Se catan y el resto se suben al granero
Se colocaban sobre las cribas o los ciazos de tostar el azafrán, para que el aire les corriese por todos los sitios.
Tan apenas se guardaban unos días en el granero por mucho frio que hicieses así que la docena o docena y media que salían, había que comerla a escape, los últimos ya tenían olor y color que hoy nadie osaría comerse.
Luego con los congeladores nos permitimos el lujo de comer fardeles en agosto, pero ya no era lo mismo.

La receta de la Morcilla
Donde residía el alma de las abuelas
De la parte del mondongo, junto con los fardeles, la de mayor responsabilidad.
Sangre de tocino
En el momento de degollarlo, la abuela con sus manguitos que solo usaba ese día, arrodillada recogía la sangre en el terrizo a la vez que la “masaba” para evitar que cuajase.
Después colocaba la sangre en lecheras y las dejaba al fresco
Arroz
Se mide el arroz
Por cada medida de arroz, dos de agua a la hora de cocerlo
Se cuece el arroz
Se saca un poco granoso
Sobre una mesa con un paño mojado se extiende el arroz y se deja enfriar
Se vierte una vez enfriado en el terrizo y se le añade la sangre
Se añaden piñones, algo que hoy se suele olvidar
Se añade grasa
Capolar manteca y cebolla, y freir junta
Juntar todo en el terrizo, arrodillarse y masar, añadir canela y pimienta.
Embutir en las correas del mismo cerdo
Y darle muy despacio para evitar que se rompan, atarlas, pincharlas con la aguja
Llevar a cocer en el agua
Vigilar que no se revienten, pincharlas, sacarlas, … dejar enfriar

PD Fotos del último mondongo, ya no habrá más.

La triste y feliz aun tiempo historia del Tocino Cojo:

miércoles, 15 de enero de 2014

Un Calamochino en el Annapurna



CLICK EN EL ENLACE



Lo dicho, subiendo cara Torrijo, un poco más arriba, esta el Nepal.

 En pleno invierno, cuesta arriba, cuesta abajo...el detalle del paseo y otros más en el click.

Continuará...

miércoles, 1 de enero de 2014

Nosotros, ya no somos de Calamocha.


Dos, tres, calamochinos, lo mismo que si sólo hay uno, un domingo a la hora de comer, lejos de los cuatro puntos cardinales que les vieron crecer y aún nacer, de la Dehesa a Santa Bárbara del Salto a Gascones, de qué van hablar si no es de Calamocha, originales, monotemáticos, sin remedio aburridos. Siempre con la misma cantinela.

Uno se da cuenta que ya no es de Calamocha cuando baja la Calle Real hasta el Peirón, y no encuentra a nadie con quien pararse a charrar un rato. Ni siquiera a Manuel, quien tiene el don de la ubicuidad y el conocimiento a la par.

¿Te acuerdas de?, ¿y aquella vez que?. Si, pero de lo otro  ni idea, no lo había sentido, no sé de que hablas…. Los recuerdos aparecen más rápido de lo que podemos recordar. Sera mejor dejarlo, hablar de otra cosa.

Uno se da cuenta que ya no es de Calamocha cuando baja toda la Calle Real hasta el Peirón, y saluda por educación a unos y otros, y se da cuenta asimismo de que a quien saluda se dice para sí, “no sé quien será, pero mira que forastero más majo”. Nadie te conoce ya. A nadie conoces, ni jóvenes ni viejos, ni aun yendo cada quince días como dice Miguel.

Abandonamos los recuerdos, después de un buen rato, cuando ya es inevitable que uno y otro no sepamos de lo que se está hablando ni nos apetezca echar la vista atrás  y entonces, hablamos de lo que trae el tiempo. ¿Te has enterado de lo que ha pasado esta semana?, ¿y de esto?, ¿y aun de aquello? Asistimos atónitos a lo que se cuenta en la mesa, ni idea, en internet solo se leen tonterías, cuenta, cuenta, los padres saben más.



Uno se da cuenta que no es de Calamocha cuando baja toda la Calle Real hasta el Peirón, y al encontrase con un conocido, tiene tantas cosas de que hablar, que finalmente solo habla del tiempo, pues no se atreve a preguntarle, por su padre, por el abuelo,… por temor a equivocarse, y a que éste haya muerto años atrás.

Así se nos va un  buen rato, con los temas de actualidad que aún van de boca en boca, pero como todo, pronto se acaba el tema, lo damos por zanjado con aquello de “nosotros ya no somos de Calamocha” el pueblo no da para más, afortunadamente en tal caso.

Damos carpetazo al tema de la actualidad, lo nuestro son solo recuerdos, en concreto el miedo a olvidar, los recuerdos de algo que ya no existe. Terminamos: A mi ver va un tiempo más malo que el copón sobre todo para el tocino se ve que no se jorea nada, hasta los campos están de vuelta. ¿La gente aún mata tocinos?.

 Uno se da cuenta que ya no es de Calamocha cuando baja toda la Calle Real hasta el Peirón, y se va fijando en las puertas cerradas, en las sillas que antes ocupaban los portales, en la gente que se fue. A veces, ves a alguien, y hasta dudas de si no será un fantasma fruto de tu imaginación, ¿pero aún vive ese hombre, si ya era viejo cuando yo era un crio?, no puede ser.

Así llegamos al café, os apetece algo de Retacia, es el momento de la reflexión, después de tanto recordar y hablar. A mí no, por hoy vale,  estoy bien así, no nos podemos quejar, como parece, hacen allí, no paran de decir que están más jodidos que Arpa Vieja, allá en el pueblo, aquí no estamos ni mejor ni peor. Cualquier día nos quejamos también. Además nosotros ya no somos de Calamocha, solo vamos cuando la ocasión lo requiere sea boda, bautizo o comunión, es decir si vamos, vamos de entierro, así que mejor no ir.

Uno se da cuenta que ya no es de Calamocha cuando baja toda la Calle Real hasta el Peirón, y resignado da en pensar que ha tomado el camino equivocado, pues sin lugar a dudas para dar con alguien conocido, ha de tomar el camino de Navarrete y pararse en el cementerio, leer sus lápidas.

Déjalo estar, voy a cortar un poco jamón, y nos terminamos el cañao, ya cansa el tema, siempre estamos con lo mismo. Parecemos a  Tarambana, Gil, Tomas y compañía que a todas horas están con la palabra Calamocha en la boca, pregonando a los cuatro vientos, que nada hay mejor que su pueblo. Y la cosa no es así. ¿O si? Ese camino llevamos, convertirnos en uno de ellos. Cuestión de tiempo.

 Uno se da cuenta que ya no es de Calamocha cuando baja toda la Calle Real hasta el Peirón, y alguien le para y le dice, “oye tu eres el que escribe en internet eso de los recuerdos, mira tú maño, que tengáis que ser los de fuera los que hagáis esas cosas, siempre es lo mismo”.

Recuerdo aquella vez en el Restaurante el Moli en Vila Real, con aquella familia celebrando el cumpleaños de la abuela y que llegado el postre, como tenia azúcar no le daban tarta, y en eso salió Calamocha, Pepe en su defensa, “Abuela, pero qué familia es esta que no le dan postre, pero aquí quien paga, no es usted, pues haga y deshaga, que tontería es esa del azúcar, excusas, si todos estos están deseando heredar, ¿sabe lo que comemos de postre los de Calamocha?, jamón y a veces hasta un plato de conserva con un poco tomate, que se ha quedado con hambre dice y no le dan postre, solo soplar las velas…. No se apure, que les vamos a joder, le traigo ahora mismo un plato de cada, jamón y conserva,  y déjeles la tarta a esos que tanto la quieren. Si los franceses de postre toman queso, los de Calamocha si no tomamos un poco de jamón, no somos nada. así son las cosas, mándelos a fer la mar.  Ese pan tan bueno abuela, se llama cañao, ahora le pongo un poco para cenar”

Nada que reprochar, el camino llevamos, nosotros, ya no somos de Calamocha, todo un halago lo dicho, pues uno mismo, cuando le preguntan, “¿de dónde eres?”, hace años que contesta. De Castellón.