sábado, 20 de septiembre de 2014

FE

La tarde noche del Santo Cristo, en los instantes antes del momento cumbre de las fiestas, de encender la hoguera, vestido aún de paisano, se asomo el cura al altar y dijó:

“Buenas noches, (hizo una pausa a la vez que se hacia el silencio y recorrió con la vista la ermita, para continuar) veo que estamos todos, (debió verme a mí), en el programa dice Salve a las nueve y cuarto, pero si queréis, (eran y cinco), me cambio y empezamos”. Se cambió y  empezó.



La Salve siempre fue esa misa inoportuna y a destiempo que retrasaba el encendido de la hoguera, algo que los críos del arrabal  habíamos estado esperando desde el mismo día en que acabara San Roque.

La ermita se llenaba de abuelas de negro  con pañuelo a la cabeza que caminaban encorvadas y cogidas unas a otras del brazo, se llenaba también con algún que otro beato, en su constante llegada parecían adueñarse de todo el Barrio, no solo de la ermita, subían hasta del Peiron, y tu temías, que esos cinco minutos que iban desde el sonar de las campanas a su salida, al cohete anunciador de la hoguera, no terminasen jamás, como si los de dentro, a tus ojos de niño los dueños de todo, se negasen a salir, a que la hoguera se encendiese, como si su fiesta no fuese con la de los demás. Estaba equivocado, la Salve, la hoguera, son, o debieran ser, una misma cosa.

Quiero pensar, que no era la primera vez que asistía, que volví a la Salve después de tantos y tantos años, quiero por tanto pensar que alguna vez de zagal vencido por la curiosidad la vi desde el coro ahora cerrado, lo mismo que la misa del día siguiente, a la que nunca falte.

Eso es en realidad lo que yo quería, volver a subir al coro, y no pude. Así que me quede sentado en su puerta, lo más cerca posible, allí donde el Nazareno pasaba sus días hace unas décadas.

Pero no solo quería subir al coro, quería hacer algo más, aunque no me convencía, no me terminaba de parecer decente, fijarme en quien estaba o dejaba de estar rezando, fotografiarlos con la mirada, guardarlos en la  memoria, tal vez ya, buscándome a mi mismo, o tratando de encontrar alguna abuela o beato de aquellos.

La gente que entraba a la Salve siempre me pareció la misma, además el cura dijo “ya estamos todos”, y eso me incluía a mí, el no echo a nadie en falta, ni me extraño, allí estaban todos aquellos que esperaba. Yo ya era uno más.

Ya soy uno más de aquellos que de niño me parecían unos “visitantes” inoportunos, abuelas, beatos, esa gente que va a misa y que de fiestas no quiere saber nada, o eso me parecía a mí.

Por megafonía anunciaron el sorteo del jamón y me quede solo, a mi alrededor se marcharon dos o tres personas, no me toco, tampoco me lo merecía, alguien me vio allí sentado y se acerco, empezamos hablar, estaba cansado y agobiado al verme solo, tarde en reconocerla, hablamos de la Fe  y el corazón, me sucede con cierta frecuencia, me preguntan, y la mayoría de las veces no sé qué contestar, el antes, el después, algún consejo, y suerte que no falte.

 La Salve nos interrumpió pero ya estaba todo dicho, había que tirar para adelante y volver al sitio un año después como si tal cosa. Nos despedimos, y así se hará. Salí algo desorientado, la Salve, su canto en latín,  me emociono, la conversación también.



Para más inri de emociones, al salir de la Salve y caminar hacia la hoguera, me vi envuelto en una procesión de fuego y demonios, que a las puertas del infierno parecían llevarme, no sé muy bien si en castigo a no haber asistido a la Salve durante todos estos años, o por haberlo hecho.


En cualquier caso, entre la Fe y el fuego, debí quedarme en aquel banco del Santo Cristo cual Nazareno y olvidarme de la hoguera. 

Señor Nuestro Procopio que estas en los cielos, cigarro, mechero, bálago y papel. Yo que voy llegando a los cincuenta, ya he visto la hoguera en cuatro lugares diferentes, pero a nadie encenderla como a usted.


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