La tarde noche del
Santo Cristo, en los instantes antes del momento cumbre de las fiestas, de
encender la hoguera, vestido aún de paisano, se asomo el cura al altar y dijó:
“Buenas noches, (hizo una pausa a la vez que se hacia el silencio y recorrió con
la vista la ermita, para continuar) veo que estamos todos, (debió verme a mí), en
el programa dice Salve a las nueve y cuarto, pero si queréis, (eran y cinco), me
cambio y empezamos”. Se cambió y empezó.
La Salve siempre
fue esa misa inoportuna y a destiempo que retrasaba el encendido de la hoguera,
algo que los críos del arrabal habíamos
estado esperando desde el mismo día en que acabara San Roque.
La ermita se
llenaba de abuelas de negro con pañuelo a
la cabeza que caminaban encorvadas y cogidas unas a otras del brazo, se llenaba
también con algún que otro beato, en su constante llegada parecían adueñarse de
todo el Barrio, no solo de la ermita, subían hasta del Peiron, y tu temías, que
esos cinco minutos que iban desde el sonar de las campanas a su salida, al
cohete anunciador de la hoguera, no terminasen jamás, como si los de dentro, a
tus ojos de niño los dueños de todo, se negasen a salir, a que la hoguera se
encendiese, como si su fiesta no fuese con la de los demás. Estaba equivocado,
la Salve, la hoguera, son, o debieran ser, una misma cosa.
Quiero pensar, que
no era la primera vez que asistía, que volví a la Salve después de tantos y
tantos años, quiero por tanto pensar que alguna vez de zagal vencido por la
curiosidad la vi desde el coro ahora cerrado, lo mismo que la misa del día
siguiente, a la que nunca falte.
Eso es en realidad
lo que yo quería, volver a subir al coro, y no pude. Así que me quede sentado
en su puerta, lo más cerca posible, allí donde el Nazareno pasaba sus días hace
unas décadas.
Pero no solo quería
subir al coro, quería hacer algo más, aunque no me convencía, no me terminaba
de parecer decente, fijarme en quien estaba o dejaba de estar rezando, fotografiarlos
con la mirada, guardarlos en la memoria,
tal vez ya, buscándome a mi mismo, o tratando de encontrar alguna abuela o beato de aquellos.
La gente que
entraba a la Salve siempre me pareció la misma, además el cura dijo “ya estamos
todos”, y eso me incluía a mí, el no echo a nadie en falta, ni me extraño, allí estaban todos
aquellos que esperaba. Yo ya era uno más.
Ya soy uno más de aquellos que de
niño me parecían unos “visitantes” inoportunos, abuelas, beatos, esa gente que
va a misa y que de fiestas no quiere saber nada, o eso me parecía a mí.
Por megafonía
anunciaron el sorteo del jamón y me quede solo, a mi alrededor se marcharon dos
o tres personas, no me toco, tampoco me lo merecía, alguien me vio allí sentado
y se acerco, empezamos hablar, estaba cansado y agobiado al verme solo, tarde
en reconocerla, hablamos de la Fe y el
corazón, me sucede con cierta frecuencia, me preguntan, y la mayoría de las
veces no sé qué contestar, el antes, el después, algún consejo, y suerte que no
falte.
La Salve nos interrumpió pero ya estaba todo
dicho, había que tirar para adelante y volver al sitio un año después como si
tal cosa. Nos despedimos, y así se hará. Salí algo desorientado, la Salve, su
canto en latín, me emociono, la
conversación también.
Para más inri de
emociones, al salir de la Salve y caminar hacia la hoguera, me vi envuelto en una
procesión de fuego y demonios, que a las puertas del infierno parecían
llevarme, no sé muy bien si en castigo a no haber asistido a la Salve durante
todos estos años, o por haberlo hecho.
En cualquier caso, entre la Fe y el fuego, debí quedarme en aquel banco del Santo Cristo cual Nazareno y olvidarme de la
hoguera.
Señor Nuestro Procopio que estas en los cielos, cigarro, mechero, bálago y papel. Yo que voy llegando a los cincuenta, ya he visto la hoguera en
cuatro lugares diferentes, pero a nadie encenderla como a usted.
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