Se oía la puerta del Avia
de Matinsa, abrir y cerrar y entre medio sonaba el pito. Era Manuel quien tras
comer se subía al camión aparcado en la puerta de casa. Despertaba así a mi
padre que entre tanto echaba un rosquete, “ya está aquí el tío la faria veniros uno con nosotros.” Subías al camión entre sus
rodillas y de regreso caías dormido entre sus brazos Parecía habíamos dado la
vuelta al mundo y tan solo íbamos a repartir gránulos para los conejos y harina
para la chura de los tocinos por los pueblos cercanos. En todas casas había animales,
conversación y buen trato.
El fin de semana Manuel
se enfundaba el uniforme de camarero y los sábados daba cuenta de una boda tras
otra en el Yoana. El domingo trajeado, elegante se convertía en portero discoteca
repartiendo sonrisas. A las diez por fin se marchaba a casa a descansar. Así un
año tras otro. De camino solía darnos alcance “a ver qué pasa con esos
rabaleros gabaches que se os llevan las chicas los forasteros. Hay que
arrimarse más.” Su sonrisa iluminaba la calle Real. Parecía tener
prisa por cenar y ver la tele, descansar algo. Su caminar ligero nunca fue por
el frio. De hecho, Manuel y familia desmienten el mito del frio en Calamocha. Que
yo sepa nunca vistió ropa de abrigo.
Los piensos cerraron y el
destino los volvió a unir en Francisco Hernández, aunque ya no se subiera al camión.
Por las tardes el huerto. Mi padre paraba el coche tras la vía y charraban. El
tiempo fue pasando. Y con él la figura de Manuel se haría inmensa llegada su
jubilación.
Año tras año, repartió pasteles,
pan y la última prensa escrita en Pastelería Micheto junto a su hija, su sonrisa,
su voz y su educación hicieron el resto, convirtiéndolo en uno de los rostros más
amables y reconocidos de Calamocha. Su bicicleta en la puerta, su diligencia entre
cañaos, barras de pan y madalenas, su conversación, su sola presencia inundaba
de luz la pastelería. Acudías a ella un día cuando no estaba y parecía como si
faltase algo.
Aquellos años a su vez iban
acompañados del merecido descanso, el guiñote diario en los jubilados con mi
padre abrigado hasta las orejas, ¿con quién iba a ser si no? Formaban una de
las parejas más temidas. El siempre en camisa y una ligera chaqueta vestía ahorrao “a veces nos dejamos ganar si no
dejas algo para los demás se entufan y no quieren jugar”. Los
domingos los matrimonios bajaban juntos al hogar, la merienda, el bingo.
Cuando a uno se le muere
un padre, resulta inevitable buscar esa figura paterna que lo sustituya entre
quienes te rodean, Don Manuel para mí fue una de ellas. En semana santa, ya enfermo
lo visitamos, abrazarlo fue como recuperar a mi padre, nadie tan cercano a él. Su
voz y su sonrisa, su optimismo frente a los últimos momentos, nos reconfortaron
a todos. En estos últimos meses aun hubo tiempo para algún que otro saludo a través
del teléfono: “vamos a llamar a Manuel y Carmen” decía
mi madre. “Jesusin maño, cómo estas…” En
confianza contaba orgulloso: “los abuelos fuimos amigos, después
los hijos y ahora los nietos también lo son. No hay nada más bonito”
Don Manuel finalmente se dejó
ir a causa de la edad. Cayo rendido en su cama y en su casa junto a su familia con
la satisfacción de haber pasado por este mundo y dejar tras de sí una inmensa
felicidad. El reconocimiento el día de su entierro por parte de los calamochinos
lo dice todo. La misma crónica de la villa, (me encargaré de ello), dirá que en
su funeral hubo más gente que en San Roque. Si como cronista me gustaría poder dejar
por escrito algo de tantos como se marchan recordando así su paso por la villa,
de Don Manuel podría decir que se ha ido un hombre bueno, pero sería injusto,
fue algo más, con su ausencia Calamocha pierde a un ser, a una persona
realmente extraordinaria, fuera de lo común, un ser excepcional. Un gigante
querido por todos.
El Comarcal del Jiloca en la víspera de reyes del año 2024 d.c.