La noche del 14 de agosto del pasado año nos
acercamos bien cenados y contentos a la Peña la Unión. La calle Corona de
Aragón era un hervidero de fiesta, El Koala, “nos amuermo”
diría Reme. Charramos entre cervezas con Pardos, nieto del Doctor
Moneva, quinto de mi hermano y recordé la bonita historia de amistad que
unió para toda la eternidad a nuestros abuelos.
Fui sincero. Solo los niños, los borrachos y los cronistas
dicen la verdad, al advertirle de dos cosas, la una que mientras su abuelo y mi
abuelo Casimiro eran uña y carne para mi abuela Rosa, sinvergüenza más grande que
el bueno del Doctor no hubo jamás y la otra que la amistad por parte de mi
abuela siempre seria enorme con el resto de su familia: mujer, hija y yerno a
quien tanto debemos.
Curiosamente la amistad se asentó en
Navarrete. En los años cuarenta del estraperlo, mi abuelo El Torrijano, camanduleaba
por la villa, lo mismo que por la vega, el secano, y como no por los bares y
cantinas, cultivando la amistad de todos entre copas de cazalla, faena y
favores. Mientras su hermano, mi tío Víctor ejercía de secretario en el
ayuntamiento del pueblo vecino. Allí nació la segunda de sus hijas, Rosa. Aquel
paraíso con el paso del tiempo se desmorono. Llegaron los fantasmas, seamos
claros de nuevo. Alguno que otro le hizo la vida imposible y hubo de pedir
ayuda. Y allí estaba el médico a cualquier hora del día y de la noche charrando,
con el Víctor ¿Quién sabia entonces lo que era una depresión y como curarla?
Solo el Doctor Moneva. Dicha enfermedad le acompañaría toda su vida. Cuando
llegaba, la familia estaba tranquila. Presta hacer las maletas en busca de un
nuevo destino, siguiendo aquellas primeras indicaciones. Rosa gracias aquellas
visitas y conversaciones, se hizo médico, se especializo en neurología, su
hermana Mar, tres cuartos de lo mismo.
Más adelante, allá por los cincuenta, mi
abuela Rosa empezó a sentir unos dolores terribles para los que no encontraba
consuelo. Los huesos, las articulaciones, el reuma, el haber cruzado la línea
del frente un par de veces, los maquis, los anarquistas, los caciques, o quien
sabe si el segar cara el sol, vaya usted a saber, le paso factura. El primer
diagnóstico del Doctor fue claro: “A usted no le ocurre nada, lo que
necesita es trabajar y callar, ya se le pasara” Conocido es que en medicina
el diagnostico más sencillo es siempre el más probable. Mi abuela, de un gran
saber estar y naturaleza muy seria, quedo sorprendida y
educadamente contesto sin dar lugar a replica: “Y usted lo que necesita es
una buena patada en los cojones. Iré a Valencia a curarme, cuando vuelva procure
no verme”
No llego a cumplir su amenaza, al fin y al
cabo, el tiempo todo lo cura y le vino a dar la razón al Doctor previo paso por
Valencia de casi un año de curación a manos de Don Rafael, el médico de
confianza de los variopintos y eternos dolores de su sobrina Felisa quien a
escape apunto en su lista negra al Moneva a quien soñaba con
encontrarse cada verano cuando venia por San Roque.
Ya en los setenta una mañana al volver mi
abuelo a casa. La Rosa le pregunto sin mas de ande venia. “Como sino
lo supieras”, le dijo Casimiro viéndoselas venir, la Torrijana se puso
seria y fue más clara: ¿Qué cojones hacías en el ayuntamiento con el Moneva.
Es que no tenéis bastante con los bares?
A mi abuelo, siempre con la sonrisa en la
boca dibujada por el cigarro, no le quedo otra, que atarse los machos y
contestar del mismo modo, claramente: “Pues mira maña, ya sabes que alterna
en el Casino y se entera de todo y días atrás me dijo que habían sacado a la
venta, los nichos nuevos del cementerio por cuatro perras, así que hemos ido a
comprarlos, aquí tienes los papeles”. Sin darle tiempo a terminar la Rosa mal
pensó y preguntó: “¿Y él también ha comprado?”: “Si maña, no cale que
te des mal, en la otra vida vamos a ser vecinos, lápida con lápida, pero tranquila,
ya no nos dolerá nada”
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