Érase
una vez, hace muchísimos años, concretamente en mayo de 1976, en apariencia
escaso tiempo para una vida, pero en realidad una eternidad para ese pequeño
mundo al que me asomaba. Cuando a través de la puerta de casa miraba a la calle
y el Barrio de las Escuelas aparecía ante mí en toda su magnitud tan gigantesco
como eterno.
Pero
¡cuán equivocado estaba! me doy cuenta hoy. Que pequeño y frágil era, no yo,
que seguí creciendo gracias a dios y a la suerte a partes iguales que de mí no
se olvidaron, como si parece que lo hicieron con mi calle, mi Barrio, mi pueblo,
se olvidaron tanto dios como la suerte. Otros ya lo vieron antes que nosotros,
pero no les creímos, vieron a sus barrios nacer, vivir y desaparecer, morir en
ellos la esencia de la vida que fue.
“Cuando
comulgues llegaras a tocar el timbre”, era algo que mi padre me había dicho
tiempo atrás al verme asomado en la puerta de casa como miraba la vida pasar,
cuando esta lo hacía a raudales, y trataba en vano de alcanzarlo y hacerlo
sonar, vida en todas las direcciones allá donde mirase, una vida tranquila pero
incesante, de gente andando de aquí para allá, a comprar, a lavar al rio, a por
agua a la fuente del bosque, a dar vuelta de uno o de otro que se asomaba ya a
la Cañadilla a causa de la edad, de otro que por el contrario llegaba, de
civiles en pareja y solos, de sus mujeres, tímidas y sonrientes, asomándose a
saludar por primera vez a un Barrio que les daba la bienvenida al Rabal y a
Calamocha entera, de unos pocos coches, de muchos tractores, de tardanas
caballerías y alguna oveja, muchas, tras el pastor, gayata, manta, morral y
perro, y hasta vacas que apenas sabían andar camino del toro, y tocinas que salían
de la corte y enjauladas las llevaban al barraco, y los camiones que subían y
bajaban a la tierra heladora de la llanura de Gallocanta, vida de los zagales a
las nueve, a la una, a las tres y a las cinco, ir y venir puntuales a unas
escuelas rebosantes de esperanza en forma de pequeñas vidas que se abrían paso
entre risas, deberes y letras, al autobús de Tornos y Bello puntual cada día en
su paso a eso de las seis menos cuarto. Me aúpe sobre mis pies y de puntillas
fui feliz cuando por fin pude tocar un timbre que cuando alguien lo hacía sonar
conocido era, había un extraño a la puerta pues nadie lo usaba.
Pero
qué sentido tenía querer alcanzarlo, querer tocar el timbre si esa y todas las
puertas mirases donde mirases estaban siempre abiertas de par en par a todo el
mundo de vida desbordas.
Hoy
no son los recuerdos y su manifiesta subjetividad de aquel tiempo pasado
indudablemente mejor para todos nosotros, la calle, el Barrio, el pueblo. Hoy
día lo que ronda por mi cabeza son los objetivos y fríos números, en el momento
en el que hace unos días, concretamente, el verano pasado me asome a esa misma
puerta más de cuarenta años después y eche cuentas.
Cuentas
de cuantos vivíamos allí aquel día de 1976 y cuantos lo hacen hoy, cuantas
casas abiertas, cuantas cerradas. Despoblación lo llaman y no mienten, una palabra
hoy tan de moda que realmente no queremos darnos cuentas que en nuestra vida ha
estado eternamente de moda, no nos engañemos,
muchos de nuestros abuelos ya venían de otros pueblos más pequeños a otro más grande
en busca de un jornal mejor, y a su vez nuestros padres ya nos contaron lo que
vieron: unas quintas, las suyas, inmensas en comparación con las nuestras es lo
que vivieron, quintas de las que apenas quedaba ya nadie en el pueblo cuando se
hicieron mayores, ellos vieron a la gente joparse cansada de muchas cosas como
de mirar al cielo, del frio en primavera y del granizo los días de siega, muerte
segura de la cosecha, sin alcanzar a explicarse por qué ellos no lo hicieron, porque
no se fueron. Joparse camino de la ciudad donde nadie mira al cielo donde el tiempo
no cuenta.
No
contare recuerdos, contare números, personas, puertas, casas, fuegos apagados,
y lo haré en un día frio de invierno como hoy con el cielo cubierto, nevusquea me ha dicho hace un rato
Blasco camino de la hoguera de San Antón. Salir a la calle una tarde como hoy
significaba sentir como el frio moría en cada casa con su estufa encendida y el
humo, ¡bendito humo! se olía por todos los rincones y te ensanchaba los
pulmones con su calor. Había vida. Leña, sarmientos, troncos y ramas de los ribazos
de medianiles y lindes que nunca dieron fruto y carbón que nos subían de esos
pueblos de Teruel que teníamos por ricos.
Al
acabar el jaleo se fue construyendo casa a casa el Barrio, sepultando las eras,
la vega y la tierra y asi familia tras familia comenzaron a vivir allí, primer lo
hicieron nuestros abuelos luego sus hijos, nuestros padres, y más tarde nosotros
sus nietos ya en esa fecha de 1976. Hoy la esperanza de vida en España ronda
los 83 años, esa es ni más ni menos la edad del Barrio, su fin está ahí.
Aquel
día de 1976 tras la puerta de casa vivíamos 6 personas, hoy tan solo mis padres
siguen allí, dos personas rondando esos 83 años de esperanza y día a día tratan
de mantener la puerta abierta. De seis vidas a dos, el resto de las casas igual
o peor, hay puertas cerradas. Muchas.
Cara
Santa Barbara, donde dirigíamos la mirada cada vez que tratábamos de adivinar
el tiempo o embobados veíamos el rojo anochecer de los días de verano, el cielo
más bonito que jamás haya visto, se encontraban las casas de los maestros, construidas
en los cincuenta, cuatro porches, ocho casas, otras tantas puertas y en aquel
año contando por lo bajo daban cobijo a veinte personas. Hoy siete de sus ocho
puertas están cerradas y tan solo viven dos.
Justo
en frente al otro lado, tierra de nadie se levantó el Cuartel por esos mismos
años cincuenta, y ¿cuánta gente vivía allí?, ¿cuántas viviendas cobijaba?,
siempre fue un misterio para un niño como yo, imposible contar a tanta familia
y a tanta chiquillería como iba y venía, las ventanas siempre llenas de luz,
todas iguales, no dejaban adivinar nada, vivienda tras vivienda, mares de ropa
tendida, ropa helada de quienes recién llegados a Calamocha veían en el sol del
invierno la luz divina de su Andalucía. Su patio siempre lleno de niños
jugando, gritos y vida hasta las ocho, la hora de arriar la bandera, cerrar las
puertas y recluirse en su amurallado interior. En cualquier caso, no los
contare.
De
vuelta cara el Rabal vivían Gargallo y la Moracha, en una isla en medio de la nada,
con solares unos aun por construir y otros que se levantarían en los ochenta.
Su puerta lleva años, décadas, cerrada.
Justo
en el centro del Barrio estaba el horno de la Tía Amparo donde ya se había
dejado de masar el pan tiempo atrás, aún en aquellos días Paquito Ateza con la
furgoneta lo traía al Barrio día a día y le era necesario parar tres veces de
tanta gente como había, horno aquel que aún se conservaba como si de un día a
otro fuese de nuevo a ponerse en marcha, en verano su fresco lo convertían en un
cómodo refugio. Allí vivía Pilar la Bota y su familia, cuatro en total durante
todo el año, más los días de verano la Tía Amparo y alguna de sus hijas
llegaban de veraneo. Hoy con otros protagonistas la puerta sigue abierta.
Cuatro.
Y
calle arriba hacia la esquina de Inocencio, a quien no contaremos al mirar su
portal al Rabal, nos quedaremos en casa de Valero, hogar de las bicicletas, 4
puertas al menos, con doce personas tras ellas.
De
vuelta a casa desde Máximo al portal donde me asome aquel día de 1976, seis
puertas abiertas dando cobijo a no menos de 25 personas.
Aquel
día del siglo pasado, hace mas de cuarenta años vivíamos en el Barrio 70
personas.
Hoy
la vida tan solo pasa por entre aquellas puertas y calle, a veces supongo que
ni eso, los inviernos deben ser eternos, ni una alma caminando, tan solo
coches, siempre fue una calle de paso, demasiados coches, un peligro para las
personas mayores sin aceras donde buscar refugio y coches con prisa por llegar
a quien sabe donde, en verano como todo, la vida cambia, la calle se convierte
en un parquin y te lleva a no reconocerla.
Conte
este pasado verano del 2018 las puertas abiertas, y las personas que hoy viven,
aun después se construyó alguna casa como la de Aurelio, y luego la de Carlos, Feliciano
y Jose Luis, pero los números te llevan a la desolación más absoluta, hoy viven
tan solo 22 personas.
En
cuarenta años el Barrio ha perdido el 70 por ciento de su población.
Despoblación
llaman hoy a tal desolación como uno puede percibir. Morir para contarlo
Formula
de la Desolación:
Puede
parecer un cuento, pero no lo es. No es un cuento chino, ni un cuento de
Calleja, ni fallan las cuentas.
Lo
contado en el blog, os será fácil comprobarlo, quien quiera que cuente y
aplique después la fórmula de la desolación a su calle a su barrio a su pueblo,
dará lo mismo. Resultado: Despoblación.
Ya
me contareis a cuanto alcanza vuestro grado de desolación vital, el mío ya va
por el 70 por ciento.