sábado, 2 de diciembre de 2017

En cualquier lugar.

Quizás Calamocha, quizás cualquier lugar donde venir un día a nacer. Por definición, sea para unos y para otros, para quienes siguen ahí y para quienes se marcharon, ayer y hoy, sea tan solo: Aquellos pocos años más bien días del escaso tiempo en el que transcurrió la niñez.



Por un lado, los días de verano y los recuerdos que creemos haber vivido entre moscas, tormentas y calor, instantes de un tiempo ya pasado, aquel que ya no vuelve y que por momentos recordamos tan solo por tratar de creer que en verdad lo vivimos. Siempre, siempre a la espera de que alguien nos dé la razón reconociendo haber vivido aquel lejano tiempo ya pasado, nuestro, suyo.

Aquellos días en los que el no tener nada por hacer marcaba las horas del viejo reloj despertador de manecillas del salón. Rojo, blanco y con números orlados en verde que brillaban en la oscuridad, reloj de cuerda que mi madre compro recién casada a Juanito. Aquel malagueño cariñoso viajante de la vida asentado en Murero que iba de casa en casa vendiendo y charrando desde la calle Mayor de Daroca. Reloj único en toda la casa, pues la vida en aquellos días no necesitaba de más relojes que aquel y el de la torre de la iglesia tocando a muerte a misa a gloria, una hora tras otra tan rápidamente en su tic tac que te hacía enfadar el hecho de que los días en especial del verano transcurriesen con tanta velocidad que todo se te escapa de las manos, días sin más futuro que esperar San Roque, sentir bandear a fiesta, a gloria.

Sentirte inmortal una vez más aún sin poder detener el tiempo. Días aquellos con la mayoría de sus protagonistas jóvenes y viejos ya muertos y hoy descansando eternamente, allá donde todos los calamochinos son buenos porque ya no pueden elegir hacer el mal y ya nada importa menos aun de donde llegaron ni cómo ni porque ni que hicieron para terminar allí, vivir nuestros mismos días, que por un instante también fueron suyos, un lugar como otro cualquiera. Me pregunto egoístamente ¿qué habrá sido de sus recuerdos? de su tiempo pasado, de sus veranos si los tuvieron, también de sus días de escuela, si unos y otros los contaron, si algún día se pudieron sentir niños o tan solo lo fueron, y quisieron ser inmortales aún no habiendo tenido nada de eso. Una niñez en cualquier lugar.

Al otro lado más allá de los veranos el recuerdo eterno de los días de la escuela a uno y otro extremo del tiempo delimitado por Os berdes beranos. Los amigos, las calles, los que se fueron, padres, abuelos, aquellas fiestas, las mismas de hoy, que tan pronto se acababan te sumían en la tristeza, esa que moria, muere y morirá para nosotros cada año en el Santo Cristo, cuando hasta el paisaje cambie, cuando de nuevo la escuela abra sus puertas, cuando antaño llegaba el frio a ese lugar cualquiera para nosotros llamado Calamocha… Y le pegamos fuego a la hoguera, al tiempo, al pasado, a los zarrios, al verano y así en vano tratar de acabar con todo.

Fue una suerte nacer entre el puente la vía y San Roque, entre el Barrio Bao y la Cañadilla, fue una suerte loca, y algún día contare que era eso de tener una suerte asi, en palabras del Tío Vitos, pero con toda seguridad habría sido lo mismo nacer en cualquier otro lugar, y esto lejos de parecer una tontería, le da aún más valor al hecho de que llegásemos a ver la luz y comenzásemos el devenir de nuestra vida al abrigo de las choperas en su rectilíneo paisaje verde, ocre y desnudo, adormecidos por el agua del Jiloca y su discurrir pausado a la espera del primer hielo. Luz entre dos vías, lugar partido por la carretera, tierra siempre de paso, donde lo más fácil es y será marcharse. Joparos y llevaros también los recuerdos, alguien se acordará de vosotros y os guardara la Cañadilla. Seguir el camino del olvidado rio, como a veces olvidamos la vida.





La Calamocha más amable, la única que merece la pena ser recordada, la que pervive en el tiempo, está presente de principio a fin en el libro cuyas letras, frases, párrafos, paginas están llenas de emoción escrita a golpe de recuerdo. De conversaciones sentidas entre abuelos, padres y amigos con el fondo de todos aquellos años de veranos y fríos pasados elevados ya a historia, Calamocha y con ella toda la comarca como lo que en realidad es, un lugar mágico donde pararse un rato, o una vida entera porque sí, tratando con ello de detener el tiempo y esperar para ver la luz del día siguiente.


Hablando, afortunadamente siempre habrá alguien dispuesto hacerlo, recordando tratando de no olvidar, escribiendo otros lo escuchado, para que al menos una parte no acabe allí donde descansan callados en la eternidad los mejores calamochinos, mientras los callados también en vida, los que no hablaran jamás, los que guardan tesoros, los que nunca quemaran nada la noche del Santo Cristo pasan en silencio junto a nosotros.


El hecho de que el libro este escrito en aragonés agranda todas y cada una de sus páginas, de sus recuerdos de sus personas, hechos y lugares… todo ya al filo del olvido, a dios gracias, queda hoy finalmente a cobijo entre letras de emoción de papel impreso. Libro que hay que leer y guardar como el mayor de los tesoros.


Hace unos meses sentí la necesidad de leerlo, no recordaba tenerlo por casa de tiempo atrás cuando esperaba cada momento del año para leer la revista Xiloca, me debí de dar de baja tiempo antes de su publicación, de haberlo tenido entre las manos lo habría leído, así que de pronto me lance por un lado al abismo de internet para comprarlo y por otro a su encuentro en alguna librería zaragozana, todo fue en vano, divertido, pero sin resultado alguno.


Finalmente, recurrí a Chabier, y en un momento me resolvió el problema, por llamarlo de alguna manera que yo mismo me había creado al querer leerlo y no tenerlo.


 Fue un placer de principio a fin, en especial el primer capítulo que da título al libro Os Berdes Beranos, con los recuerdos de José María De Jaime en los veranos de la infancia calamochina, con cariño desde la Castellana a todo el pueblo, amigos, vecinos, lugares…mil y un recuerdos, un puñado de historias, de esas que has oído en la niñez y que ya casi has olvidado, historias que nunca te cansaras de recordar una y otra vez. Sentir Calamocha.


Sea como fuera si los hay que pueden presumir de haber nacido donde han querido, nosotros con resignación tan solo podemos decir que no pudimos nacer en cualquier lugar, dado que Calamocha nos eligió. Fue una suerte loca. No se puede ser más dichoso.




FELIZ NAVIDAD

viernes, 3 de noviembre de 2017

Los últimos días de las escuelas viejas

Aquellas viejas escuelas



El cambio de párvulos a primero de EGB fue uno de los momentos más duros que uno pueda recordar tras el cariño y los años pasados junto a Doña Pili aprendiendo letras y números, entre cuadernos de Rubio y el parvulito con su última página dedicada a la guerra civil y el caudillo, única historia de España que dimos en toda EGB. Había otras prioridades.



De aquellos primeros días no encantaba la música, que salía de aquel armario lleno de pequeños instrumentos, como triángulos, maracas y cascabeles que cuando nos portábamos bien, Doña Pili nos dejaba abrir y sacar para tocar y cantar en los últimos minutos de clase antes de mandarnos a soñar, recogido todo, nos recostábamos sobre la mesa como si fuésemos a dormir con la cabeza entre los brazos y en silencio esperábamos que sonase el timbre.

Días en los que también nos dio tiempo a aprender entre otras muchas cosas, a abrir las botellas de litro, de cristal en caja madera y con tape de chapa, de leche Ram con los dientes, cuando desayunábamos con los restos del Plan Marshall y todos llevábamos en la cartera un vaso  y un poco de cola cao y azúcar, para pasar mejor el obligado trago matinal, plan el cual aún duro unos años más, cambiando los desayunos por meriendas, cuando al salir de clase, tras la hora de repaso, hora que ya, de acuerdo a los nuevos tiempos que trajo la democracia, termino por cuarto de EGB allá por el 1978, dejando a los maestros sin un ingreso extra, ya que tal hora la pagábamos religiosamente cada mes.

A la hora de la merienda formábamos y en orden de clase caminábamos hacia la mesa y los mismos maestros nos rellenaban el pan que habíamos llevado de casa, con lo que ese día tocase. Los bocatas de carne de membrillo y foiegras me daban un asco tremendo, pero lo cortés no quita lo valiente, y me los comía igual.
Dejamos párvulos, nos quitamos el baby azul y quedo atrás aquel primer día de clase cuando junto con José y nuestras madres entramos a las escuelas y subimos al primer piso por la entrada lateral que daba a la acequia y por la cual, a la hora del recreo, los mayores, tras quitar unas piedras podían salir a la calle a fumar o entrar al medio día para jugar junto con los que se quedaban al comedor. Recuerdo subir las escaleras, la oscuridad, lo altas que me parecieron, interminables, la luz al final, y el olor a piedra, cal, humedad, que desprendían los servicios de aquel edificio construido en los años treinta que por algún lugar de España tiene hermanos similares, cuya suerte ha sido mejor.

Ahora que a cada momento tengo frio, echo la vista atrás y lo cierto es que no me faltan ocasiones para haber pasado frio de pequeño, pero el caso es que no recuerdo ni una, aunque a buen seguro, cada día al llegar a la escuela, debía hacer un frio terrible en aquellas viejas clases de las pobres escuelas que en un día quisieron borrar de nuestra memoria con una fachada vanguardista, que ya formara parte del recuerdo de todos esos niños que fueron ocupándola tras nosotros muchos años más tarde.

Aquellas clases se calentaban con una estufa de carbón colocada en el centro, y tenían por toda iluminación, media docena de bombillas colgadas del techo con un cable, y así cada mañana, al llegar a clase, debíamos encender la estufa, labor de la cual el maestro de primero vino a desentenderse como si el frio, a pesar de ser de tierras más cálidas, no fuese con él. Si hay carbón la encenderé, si no, no, y se sentaba con el abrigo puesto. Pronto se daría cuenta que amenazaba en vano, la estufa había que encenderla si o si, y si el no se iba a mover, algo tendría que hacer, así que nos organizó a los chicos en grupos de cuatro o de seis para que cada día fuésemos a por carbón, allá a la carbonera de la esquina del patio de recreo y lo subiésemos al primer piso donde estaba nuestra clase.

Nosotros unos valientes, para no hacer dos viajes, llenábamos hasta arriba aquel cesto arrobero de metal y nos íbamos turnando hasta alcanzar cumbre en la clase junto a la estufa. Los días de nieve y hielo, bajar a por carbón, para unos críos como nosotros, de seis años, era como ascender al Himalaya sin oxígeno y bajar para contarlo, con manoplas de lana, pasamontañas, la trenca que aun cerrada dejaba pasar el frio, y botas de medio pelo, cuando no maripis y pantalón corto. Entrar a la carbonera era como abrir la puerta del infierno, frente a ti, una montaña negra de carbón y al final una minúscula ventana que dejaba pasar el escaso sol de la mañana, se rumoreaba que era un nido de ratas, pero acaso las ratas comían carbón.

Recuerdo que uno de aquellos días, al grupo se le fue el tiempo, bajar a por carbón te permitía escaquearte, pero tampoco era conveniente excederse, y Santi vino preparado para dar guerra a unos y otros con una rata de pega dispuesta a soltarla en la carbonera, ¿de dónde pudo sacarla en aquellos años, en los que no había ni un todo a cien?, no lo sé, pues obvio es el decir, que allí nos juntábamos unos cuantos críos de todas clases, y siempre hay algún incauto miedoso, como uno mismo aunque en esta ocasión estaba de parte del precoz bromista dispuesto a todo. Asustar con la rata al primer incauto que acudiese a por carbón tras nosotros, tal y como hicimos, tras esperar un buen rato.

Y sin más, en una de esas expediciones en busca del fuego, ocurrió uno de esos hechos que se te quedan grabados y que aun con el paso del tiempo puedes recordar sin ningún esfuerzo:

Don Eugenio nada más subir a clase nos mandó a unos cuantos a por carbón, y allá que nos fuimos, no se podía decir que no, saliendo el grupo al patio del recreo por la puerta principal donde en lo alto del descansillo previo a los escalones a derecha e izquierda, aún se hallaba Don Pedro mirando fijamente y en silencio a media docena de alumnos aventajados en ciertas lides de los cursos superiores que seguían formados. Don Vicente, el director, paso como si con el no fuera la cosa, sonreía, era muy serio pero tan solo fachada, como éramos vecinos de el y de todos, jugaba con cierta ventaja, y Don Pedro le puso al corriente de la situación y sin darle más importancia, no dejaba de ser una anécdota más del devenir diario de los tiempos y la edad, se marchó hacia el interior.

Fuimos, cargamos el carbón, nos escaqueamos cuanto pudimos y volvimos cuando ya no teníamos más remedio a clase, comprobando como al pie de la entrada principal y también en lo alto de la misma seguían los protagonistas tal cual los habíamos dejado. Don Pedro se alegró al vernos, y Don Jesús con quien charraba sonriente, se metió la mano al bolsillo y nos dio algunos pitones que había confiscado en clase, como solía hacer cada vez que me veía, nos saludó a todos y yo aún me alegre más, pues me tocaba en ese momento arrastrar el cubo, y pensé que bajarían a echarnos una mano, pero no bajo nadie, a cada cual lo suyo, Don Jesus con cara de pillo se marchó y Don Pedro, la seriedad personificada, nos invitó a subir y nos ordenó parar y quedarnos junto a él.

Don Pedro hablo en voz alta ante su selecto y pequeño auditorio dirigiéndose en especial a nosotros: He de ir un momento a clase del director y hablar con él, vuestros compañeros de primero os vigilarán, serán cinco minutos, mientras no me deis los paquetes de tabaco seguiréis formados en el patio. Ahora vuelvo.

El alto, y medio rubio de pelo rizado estaba a punto de llorar, tenía las gafas empañadas, y una cara de circunstancias que aún recuerdo y recordare siempre, “llamaran a mi padre otra vez,  el paquete esta entero, no me puedo quedar sin el” maldecía su suerte y por momentos lloraba de rabia a pesar de lo mayor que para mí era, lloraba. Uno de sus compañeros no perdió el tiempo, “a mí me quedan tan solo tres, y los voy a esconder”, sacó del bolsillo del pantalón el paquete, lo arrugo con cuidado y dio un par de pasos se agacho y en un hueco de ladrillo al pie de las escaleras lo escondió y volvió a la fila sonriente como si le hubieran quitado de encima todo el peso del mundo o cuando menos una cadena perpetua. El resto de compañeros no hablaba, parecían inocentes, no ir con ellos la cosa y estar allí por casualidad, entre ellos había un par de chicas. Y al final una de ellas hablo.

Por aquel entonces a mí, ya no me llegaba la camisa al cuello, menuda mala suerte, eso sin duda era estar en el sitio y momento equivocado, como le ibas a decir a Don Pedro lo que estabas viendo, me daban ganas de llorar, seguro que me preguntaba a mí, el cara se me notaria que sabía todo, que había visto algo y sin más cantaría y pasaría a ser un chivato, lo que me faltaba, además de gabache, chivato, de modo que había que hacerse el distraído y mirar para otro lado y lentamente empecé a girarme y desviar la vista hacia el interior de las escuelas, con gran alivio pude respirar a gusto, de menuda me iba o nos íbamos a librar. Ahora lo entendía todo. Y con tranquilidad, volví la cabeza hacia el patio donde los presuntos fumadores ultimaban la solución final.

Dámelo a mí que me lo meto en las bragas” se ofreció una de las chicas. El alto de pelo rizado vio ahí su salvación, “Don Pedro ha ido a por el director para que nos registren, pero ahí no se atreverán a mirar, a una chica no” dio con seguridad. Y al tiempo que el temeroso de su padre se levantaba el pantalón para alcanzar el paquete oculto en el calcetín la chica se levantaba la falda y con el paquete en la mano se quedó paralizado, como si sospechara algo empezó a mirar desorientado a todos lados y comprendió que aquello había sido una trampa cuando adivino tras el cristal ya al descubierto el rostro sonriente de Don Pedro, mientras todos nosotros, los más pequeños o al menos yo, mostrábamos nuestro asombro por verlo allí mismo tras nosotros y ver como se la había jugado. “No se lo diga a nuestros padres, no se lo diga”

Aquel primer año de la EGB termino y para muchos hoy su recuerdo es como una pesadilla, un mal sueño de un mundo real que no termino de gustarnos, si bien yo sigo viendo aquella clase como una jungla, con unos cuarenta críos ingobernables, también afortunadamente en gran medida faltos de gobierno y disciplina, codo con codo  gritando, riendo, mirando por la ventana, huyendo del maestro que pasaba de prácticamente todo, un dia subio con una vara para arrearnos, con un palo de pastor, vete a saber, se empeño en meterlo en la estufa y no pudo, lo guardo en un rincón para arrearnos si era menester y a la menor ocasión, no dudo en hacerse el gracioso y lanzárselo al primero que entro por la puerta, y por supuesto, le dio entre ceja y ceja sin pasar la cosa a mayores ”mañana examen, y debéis hacerlo en papel cuadriculado tipo folio, si no tenéis, ir a comprar, quien no lo traiga suspenderá”. Y así llego el primer examen.

En aquellos primeros veranos de la infancia la escuela seguía presente, tan es así, que no terminaba nunca, pues a muchos de nosotros nos apuntaban a repaso con Don Juan, de modo que el mismo abría la escuela, y nos ponía a todos a repasar los números y las letras, problemas matemáticos y dictados, un par de horas a mitad de mañana, lo mejor sin duda, los partidos de futbol en el patio, bien en la pista, bien en la tierra, lugar preferido de los mayores. Cierto es que viviendo tan cerca como viví de las Escuelas, su pista, fue el centro de innumerables tardes de futbol llena de batallas épicas, así cuando en el Barrio no podíamos jugar dado que algún coche nos lo impedía o no dejaban de pasar los camiones que subían o bajaban al Campo de Bello, a la vista de todos, guardias y maestros saltábamos la valla para jugar en las escuelas. Nunca nadie nos llamó la atención. Hoy cuando aquí en Castellón veo a los críos hacer lo mismo, vuelvo aquellas tardes de futbol, pero ya todo es diferente no tarda en aparecer un coche de la policía municipal, requerido por algún vecino ejemplar, para echarlos a la calle, sin duda un lugar mejor, el lugar que le corresponde a tan jóvenes delincuentes.

Fue Don Juan, quien me daría clase en segundo de EGB, ya lo he recordado muchas veces resulto aquel curso un gran descanso en el largo devenir estudiantil que no había hecho si no comenzar, viniendo como veníamos de esa travesía en el desierto que fue el curso anterior. Para empezar, cada día al llegar a clase, en el piso de abajo, la primera aula a la derecha entrando por la puerta central, la estufa, por buen nombre Catalina, estaba al rojo vivo, encendida media hora antes por él mismo, con el carbón que él, y no sus alumnos, traía desde la carbonera alrededor de la estufa siempre había un montón de antiguos alumnos suyos, en especial chicas, que sabían que, hasta la hora de empezar su clase, allí estarían calientes y no les faltaría conversación con su antiguo maestro. Había que madrugar lo suyo para encender y calentar aquellas enormes clases, con suelo de madera, creo recordar y más la suya que comunicaba desde su interior con ese gallinero desvencijado que era una especie de almacén, laboratorio, carpintería, otrora una de las dos puertas principales de entrada precedidas de unas inmensas escaleras donde jugábamos a pillar, uno la pagaba y el resto nos íbamos cambiando de lado a lado…

Don Juan era un maestro atípico, con su bata gris, su pelo canoso, eterno candidato a la jubilación, que, para los maestros, si querían se podía alargar, según decían hasta los setenta, muy querido por todos, padres, madres, abuelos, pues en la calle con todo el mundo se detenía hablar, aun cuando el trayecto que le separa del trabajo a su casa no llegaría ni a los cien metros. Sin, duda era un maestro, un hombre de otra, ahora bien aún hoy no se decir de cual si chapado a la antigua o avanzado a su tiempo, si bien cada día que pasa y lo recuerdo me decanto más por lo último.

Abría la ventana que daba a las casas de los maestros, a su casa, la última en la esquina del Barrio y llamaba a sus palomas y no tardaban en venir a posarse junto a él, nos hablaba de las palomas mensajeras, nos contaba mil y una historias, nos hablaba de los teje manejes que se llevaban en medio mundo los americanos que ya por aquel entonces eran los malos de la película, la mitad de las veces no le entendíamos nada así que luego en casa nos explicaban lo que en realidad nos quería contar, y se lamentaban de lo evidente, a ver si otro año con suerte os toca un maestro joven. Lo cierto es que rara vez abríamos un libro o seguíamos un temario, eso no iba con él, matemáticas a todas horas y para descansar dictados y más dictados, con el diccionario a mano, y ojo con las faltas o los descuidos en matemáticas y todos a portarse bien, ante el temor de que sacase la “rabiosa” como llamaba a una vieja regla de madera con la cual, obsequiaba muy de vez en cuando a los más rebeldes, “ven aquí, abre la mano”, zas.

Y el ruido resonaba en toda la clase como resonaban los cristales cada vez que pasaba un avión camino del campo de tiro de Caudé rompiendo la barrera del sonido a lanzar un bombazo. Llorar estaba prohibido, había que demostrar lo hombre que se era. Y las temidas palabras por su parte: Venga, formar en sección. Dejábamos las mesas salíamos al centro de la clase y nos ordenábamos del más listo al más tonto, mientras comenzaba a contar historias, repasar temas y finalmente a preguntar y asi como si fuera un concurso, ibas adelantando o retrocediendo puestos en la fila según se te diese el tema. Mañana formaremos al revés, el primero será el más tonto y el ultimo el más listo… veremos lo que dura la fila.

Algún viernes por la tarde nos dejaba hacer con la asignatura de manualidades, que no recuerdo ahora muy bien cómo se llamaba, pretecnología, con su libro y su sobre con papel de colores, recortables, dibujos por colorear… Hacer lo que queráis, en silencio, nos decía mientras se lamentaba de que fuésemos aun pequeños para enseñarnos a usar la sierra y la madera. Al menos se rompía la monotonía de unas tardes sobre todo las de invierno cuando anochecía tan rápido, en la que lo más fácil era quedarse dormido viendo el retrato colgado de la pared de Franco aquel en el que parecía un cazador, lleno de polvo, comido por el sol el frio y la desidia que un buen día de aquel curso tuvo a bien morirse,el cuadro y su protagonista, supongo que como todos, sin querer. Aquel día no hubo escuela, y Reme aún recuerda que aprovecho la fiesta para comprarse una cartera nueva.

Las escuelas viejas se quedaban pequeñas y a muchos, entre ellos mi hermano les toco aquel año bajar al instituto a dar clase, de modo que madrugaba algo más que yo y así aquel día a mitad de camino por la Calle Real, conoció la noticia y los mandaron de vuelta a casa:

“Franco ha muerto, no hay clase”, dijo al llegar a casa al poco de marchar. Pronto los maestros del Barrio confirmaron la noticia a nuestras madres y abuelas que estaban barriendo la calle, y a la gente que pasaba y a unos y otros, y aquí paz y después gloria, aquella noticia largo tiempo esperada como algo natural ni fu ni fa y ni aquel día ni los siguientes dieron para más recuerdos, que una tele en blanco y negro, velatorio, coronación entierro, y la conversación típica, redios, de pocas no se muere, mira que se ha hecho mayor, si le hubiera tocado trabajar se habría muerto antes, y ahora qué coño, pues el otro.

A los pocos días de volver a clase, una tarde Don Juan entro con retraso, sonriendo como siempre, aunque a veces daba miedo en toda su seriedad verlo sonreir, traía bajo el brazo un montón de papeles unos poster de Franco y el Rey, miro como hacerlo y no lo tenía claro, no había para todos, al final dijo que se los habían dado para repartir entre nosotros, pero que dado que no había para todos lo mejor era en estos casos no señalar a nadie, sortearlos y a quien le tocase apechugase, cargase con el muerto y el otro y se lo llevase a casa y punto… así que alguno que otro aquel día se fue con el testamento de Franco y el saluda del Rey…(Creo que uno de mis más fieles seguidores en blog, un año mayor que llevo en su curso le toco premio)

Al poco tiempo, Don Juan, aprovechando el paso hacia el laboratorio pidió a uno de los alumnos mayores, que sacase la escalera, descolgase el cuadro de Franco y lo dejase en el cuarto de la madera, taller, almacén, lo que fuese, …. Y allí quedo el clavo huérfano a la espera de la llegada del Rey. Debimos de ser unas de las primeras clases en iniciar la transición… es más creo recordar que en aquella clase había dos cuadros colgados a falta de uno.
A veces Don Juan abría la ventana, silbaba y una de sus palomas se acercaba hasta él, y se dejaba tocar, era un espectáculo inmenso, y nos contaba todo de lo que eran capaces las palomas, sacaba del bolsillo de la bata unos granos de trigo y se los daba de comer. Fue por aquellos días cuando Mari Mar debió llegar al pueblo, y por tanto a clase, recuerdo que Don Juan nos dijo que venía de Andalucía, del pueblo de Juan Ramon Jiménez de Moguer, a vivir al cuartel, el poeta que había sido premio nobel por escribir Platero y yo, y que un día haríamos un dictado de Platero, que a mí se antojaba seria dificilísimo no en vano era un premio nobel y pocos españoles lo habían conseguido, (no podía estar más equivocado al nobel poeta, las faltas de ortografía, ni fu ni fa) al no haber ningún sitio libre, le sentó junto a él, frente a mí. Era guapísima, con el pelo larguísimo a resultas de lo cual yo no sabía hacia donde mirar sin avergonzarme, sin ponerme rojo, casi no podía ni mirarle a los ojos, no me atrevía y me pasaba el día esquivándola hasta que Don Juan unos clases más tarde, una vez hubo hecho amigas, le cambio de sitio. Cada vez me resulta más difícil mantener fiel a mi vecina Pili, mi primer gran amor, nos hacíamos mayores. Don Juan diría: "Jesusin, nostaljia se escribe con g, para mañana me traes cien veces "Nostalgia se escribe con g" Y no te dejes el acento"

Aquel año pasaron muchas cosas, también fue el año de la comunión y por las tardes, íbamos al catecismo, lo impartía, Dios en la tierra, es decir Mosén Salustiano allí en la sacristía de la iglesia bajo la luz de una bombilla y con un frio mortal, un frio de esos que todos conocemos, pues hubiésemos estado mejor, en las gradas de la iglesia que allí de pie a su diestra, nos formaba en sección y hacia preguntas. Yo me imaginaba que dios debía ser como él, sonriente, pero en amable y sin dar capones. Sin embargo, de comulgar, nos daría Mosén Feliciano.

Como digo aquel año pasaron muchas cosas, y una de las principales, era por todos conocida, las escuelas viejas se terminaban allí por el Gazapón, junto al país del Ajutar, encima de las enrunas de la cangrejera escenario de mil y una batallas contra los hijos de los civiles, estaban terminando las nuevas escuelas que abrirían al curso siguiente.

Quedarían como testigo las barandillas que colocaron delante de las puertas, para evitar que en las ansias de libertad saliésemos corriendo y nos atropellase un coche de aquellos años, o el camión de la cal de Hernandez o uno camino de Piensos Z o del campo de Bello. Sentarse sobre la barandilla, dar la pingoleta, esperar… Las escuelas estaban a punto de comenzar esa travesía en el desierto que les llevo a terminar en el Criet, pasaron por ser guardería, escuela de música, taller de confección, depósito del archivo municipal, y lugar de acogida para cientos y cientos de palomas, que de vez en cuando veían su sueño alterado por algun que otro gran calamochino linterna y saco en mano, despidiéndose a lo grande, como colegio electoral unas cuantas veces, aprobando la constitución, dando la bienvenida a la UCD, y a alguno que otro más, y también dando la bienvenida a la llegada del CDS al ayuntamiento calamochi, a la postre su condena, su verdugo, con el fin de no hacer subir a la gente, allá tan lejos donde abrieron las nuevas como colegio electoral,  recuperando en parte con la llegada del Criet el esplendor de antaño lleno de zagales y maestros, mientras moría su espíritu al ser derruida su maravillosa fachada si no de los nuevos tiempos, por decir algo, ya que no hay consuelo para tan gran despropósito ya irremediable.

Formábamos al entrar y al salir, el orden y el silencio siempre fue primordial, cantar no cantábamos nada, uno de los maestros al que le tocase aquella semana, aunque daba la impresión, que siempre era el mismo, desde lo alto de la entrada principal, hacía sonar el silbato, todos los maestros llevaban uno en el bolsillo o tenían uno a mano, cuando les tocaba estar al mando, así  Don Juan, nos premiaba dejándonos tocar el pito que marcaba la salida al recreo o a comer, desde el centro del pasillo. Quien fuese desde lo alto de la entrada principal, mandaba formar, alinearse, cubrirse, firmes, y una tras otra fila, curso a curso iba dando entrada a las clases por una y otra escalera. Frente a nosotros, arriba estaba la bandera de España. Y así todos los días, todas las veces, o casi.

Por las mañanas en párvulos entrabamos por la puerta lateral, subíamos y formábamos en el pasillo, y a nuestro lado formaban una parte de los mayores, imagino la clase de octavo, eran ellos, los encargados de izar la bandera, mientras el resto quedaba formado en el patio, la ceremonia era sencilla, llegado el momento, en silencio, con todos formados, arriba y abajo, creo que por parejas, a los de octavo les tocaba izar la bandera acompañados del maestro vigilante, se acercaban a la ventana donde estaba el mástil y colgaban la bandera, a todas luces una operación sencilla, un palo, una cuerda, y una bandera. Se colgaba o se quitaba y listo, se izaba o se arriaba, y listo.

Una mañana, llegó el desastre, se consumó la tragedia, aquello me daba un miedo terrible que un día pudiese llegar a pasar, y efectivamente paso, mira que si un día la bandera se cae. Y así fue, se cayó cuando iba a ser izada, que siempre parece más grave que cuando se arria, y cayo al patio, aquel rubiales, encargado de izarla, junto con el del pelo rizado, y es que siempre parecían ser los mismos los protagonistas a uno y otro lado se les fue la cosa o la bandera mejor dicho de las manos, en concreto al rubiales, a quien le cambio la cara en un segundo como máximo responsable del accidente al verla volar hacia el suelo. Se armo la de dios.

Al rubio de pelo largo al ver caer la bandera a buen seguro le hubiese gustado irse detrás con ella y casi habría sido lo mejor, el silencio quedo roto, se oyó un barullo inmenso en el patio pero arriba no se canteo nadie, salvo el del pelo rizado que dio un paso atrás sabiamente quedando así fuera del alcance del maestro quien enrojeció de furia y fuera de sí, agarro del pescuezo, la oreja y el pelo todo al mismo tiempo del torpe alumno, ¿qué haces, estas tonto?, bajar a por ella, chillo, bajar a por ella, y de pronto nosotros, los más pequeños formados junto a la escalera corrimos hacia abajo a por la bandera, movidos tanto por la pena que nos daba el protagonista del accidente a saber que le iba a pasar al melenas y como sobre todo por el miedo que nos daba el maestro, al fin y al cabo el desdichado compañero de octavo sujeto por el largo brazo de la ley no podía bajar. Vosotros, no benditos, o inútiles, como nos llamase, nos chillo el maestro, el tonto este y lo soltó y empezó a correr escaleras abajo a por la bandera, mientras volvíamos a formar a la espera de que subiese, la izase y sin más nos dejase marchar a clase, como así fue, salvo por parte de los protagonista que se quedaron allí de pie junto a la bandera castigados como dios manda, debieron de lloverles leches a todas caras ya en la intimidad del pasillo con todos en clase…

Llegada la semana santa, los jueves de cuaresma a los chicos nos ponían en fila una detrás de otro y nos llevaban por la mañana a pasar frio a la iglesia, “de retiro”, no recuerdo muy bien en qué consistía todo aquello, salvo que era el mayor de los tostones imaginable en una iglesia llena de críos, oscura y fría, sermón va sermón viene y en absoluto silencio y quietud. Y tras el jueves llegaba la tarde del viernes, donde ya todos grandes o pequeños, chicos y chicas, íbamos a celebrar el Vía Crucis, estación tras estación siguiendo la cruz, un aburrimiento tal, que solía quedarme dormido en brazos de Doña Pili. Lo teníamos claro, la culpa de todo no era de los curas, si no de los maestros, que nos llevaban a la iglesia sin saber muy porque, dado que, de no ir, nadie se habría enterado, ni a nadie le habría importado. Ya en las escuelas nuevas, dejamos de pasear llegada la cuaresma, inaugurada la democracia, no dudamos en abrazarla. Claro que los nuevos tiempos, también se llevaron por delante algo tan bonito como eran las mañanas de mayo, el mes de la virgen, el mes de las flores cuando a eso de las doce salíamos al patio interior de la escuelas viejas donde todos los años se montaba un altar con una imagen de la virgen a la que llevábamos flores y le cantábamos, un momento, este si, sin duda mágico.

El corral de Joaquín y la Carmen estaba lleno de flores, de rosas que crecían sin querer, sin cuidado alguno allí en la mejor tierra del mundo, pero sin duda, lo que más nos gustaba era recorrer el rio de la Fuente del Bosque al puente romano en busca de lirios, amarillos, blancos, cortarlos y llevarlos en un bote de agua, cuando las orillas del rio parecían hervir de primavera, y frescura y competíamos por ser quienes más flores y más bonitas llevase a la virgen.

En aquellos años, días para nosotros, era evidente que tanto algo viejo parecía acabarse mientas nacía algo nuevo, terminaríamos segundo con Don Juan y tras el verano ya todos sabíamos que las escuelas nuevas nos esperaban, si bien se hicieron de rogar unos meses más después de empezado el curso y como ya eramos mayores, nos toco comenzar el curso de tercero en las aulas del instituto, que por aquellos años, ya era instituto aun sin poderse cursar el bachillerato, hasta un par de años más tarde cuando por fin, se abriría de par en par para su finalidad, para que una vez acabado octavo pudiésemos estudiar sin salir de casa.

Así que con nueve años más o menos, con la cartera cargada íbamos al instituto, volvíamos a comer a casa, ante una calle Real repleta de tráfico y personas, aun con las dos direcciones, un trajín inmenso de idas y venidas, una gran ciudad, había que ir con ojo mirando a todas caras, a veces venia el padre de José y Miguel Angel y en el dos caballos furgoneta subíamos todos y enderezábamos hacia el Rabal, pero era evidente, que andando se llegaba antes, los atascos era el pan nuestro de cada día a la altura de la casa del Concha una vez pasado el Casino, a comer y de nuevo al instituto y vuelta a la tarde para casa a merendar, ver al comandante Cousteau y hacer los deberes. Sin duda los tiempos estaban cambiando rápidamente y sin duda a mejor, Don Juan quedaba atrás, y en clase nos recibió Doña Ascensión, ya cuando llego al Barrio aparco su 127 nos saludó y entro a ocupar la que durante un buen puñado de años seria su casa, quedamos rendidamente enamorados, eternamente enamorados. No había color. Todo era tan distinto, empezando por la clase, sus mesas, sus sillas, sus ventanas y algo increíble, había radiadores, calefacción. El paraíso.


Tiempo después de comenzar aquel curso, llego el momento tan esperado de inaugurar las escuelas nuevas, asi que una mañana llegamos al instituto, cargamos con todo lo que había en clase, y uno tras otro, clase tras clase, calle Real arriba hacia el Barrio Nuevo y las Escuelas Viejas donde nos esperaban ya el resto de compañeros para continuar el camino que nos llevaba a las nuevas escuelas tras la costera de la era de San Roque, en el país del Ajutar entre la carretera, el Gazapón y la Cangrejera, cara el Poyo. Hacia un día magnifico. 

La fotografía pertenece a un programa de fiestas de aquellos maravillosos años.