sábado, 3 de marzo de 2018

La Calamocha que nos lleva.

Todo estaba dispuesto, aunque nadie lo supiera porque la vida no avisa. A veces se divierte soplando en sus trompetas para nada; otras, en cambio, su corriente reúne a la callada ciertos seres y cosas, y deja que pase lo que tiene que pasar. Sólo mucho después se reconoce lo decisivo de cierta circunstancia, de tal gesto. Por ejemplo, aquel encuentro, aquellos pasos que habría…
José Luis Sampedro “El rio que nos lleva”


Aquel día mi padre había vuelto pronto de trabajar, cuando bajaba con el Avia a Zaragoza a cargar a la fábrica de pienso de Pygasa no le daba tiempo de más, no había reparto y una vez descargado en la nave de Matinsa allá en el matadero, dejaban preparado el camión para las entregas del día siguiente casa a casa, pueblo a pueblo cuando en todas las puertas en corrales, cuadras y cortes se criaban animales que matar. Matar para comer, y a eso de las seis, cuando lo habitual era llegar pasadas las ocho, entro en casa.


Las mañanas y las tardes, los días de mayo en Calamocha eran realmente preciosos, los mejores de todo el año sin duda alguna, y su sol se hacía eterno llegada esa hora en la que camina despacio hacia Santa Barbara y Gallocanta cuando cae la tarde, pareciendo anunciar el comienzo del verano a falta siempre de la palabra del cielo con su ultimo hielo. "Vamos, ¿vente al riachuelo a ver las patatas?, ve a por la bici y nos jopamos aquí ya no hacemos nada, dejemos que pase lo que tenga que pasar". Lo cierto es que en casa había revuelo, un ir y venir eterno de visitas a la espera de que mi abuelo Casimiro de un momento a otro muriese. Nada se podía hacer, ni nadie queriendo o sin querer lo iba a remediar.


Montado en una pequeña BH blanca seguía a mi padre que iba en la bici grande, la que mi abuelo había tenido toda su vida, cuando en todas las casas además de animales que comer había una bicicleta de color negro con barra y frenos de metal, piñón fijo, sillón de madera y muelles, dinamo y un faro plateado con una maneta que daba luces largas y cortas, unas viejas chapas del impuesto de circulación, que siempre por todo se pago y por supuesto un portacargas roto de llevar tantos y tantos cestos del huerto a casa, marca Gimson, apenas se podía leer, borrada la pintura por miles de roces del paso del tiempo, gastados por el uso los ásperos manguitos rojos del manillar. En todas casas había una igual, mi abuelo José sin ir mas lejos tenia otra en el Peirón.


Mi padre miraba de vez en cuando atrás para no perderme en el largo camino de la Cangrejera, entre las enrunas, con su viejo puente hundido frente a lo de José El Cerillas que daba paso al Ajutar y las escuelas nuevas recién inauguradas, camino que llevaba a la inmensa costera, hoy desparecida, desde la cual se veía el resto del mundo, el Poyo y casi el mar, el resto del camino era fácil, una inmensa cuesta abajo y a la derecha todo recto, no tiene pierde, el Riachuelo con sus tres puentes. La BH la había comprado mi padre unos años antes cuando mi hermano aprendió a ir en bicicleta y comulgo en uno de esos viajes a Zaragoza, cuando todo era mas humano y tranquilo, cuando con el camión se podía circular por cualquier lugar, le había echado el ojo en un escaparate de Fernando el Católico junto a un semáforo que siempre estaba en rojo y un día paro, la compro, la puso encima de los sacos de pienso y la trajo a casa, cuando aparco y abrió el culo del camión arriba en lo alto la vimos. Imposible de olvidar aquel momento. Dos años después la herede yo, lo mismo que el traje de marinero de la comunión y a mi hermano le compraron una Orbea roja, esta vez allí mismo, sin salir del Barrio en casa de Valero, en la cuadra donde tenia el pequeño taller de bicis estaba colgada del techo junto a un par de ellas más, había una roja, y esa fue la elegida, “venga si quieres te regalo la cesta” dijo Valero, “eso es de chicas” dijimos los dos y la sacamos a la calle y bajamos la costera ya cada uno con nuestra bici.


“Las patatas no van a tener cojones de salir, mira cómo está la tierra, agáchate, tócala, ya no queda tempero, o llueve o a ver que hacemos, ¿Cómo las vamos a regar sin no han nacido? Se pudrirán, aunque va a tener razón lo que le decia el gallego aquel a Perico, cuando hicieron la mili, que no pasa nada, que allí en Galicia llueve a todas horas y lo mismo siembran en el barro que seco y después les cae el diluvio y nacen igual, que no se pudren”.

Caminábamos surco a surco viendo el desastre, apenas alguna asomaba entre el polvo y la costra de la tierra y más que verde su color era amarillento, las destapabas y a cada paso que dabas el aparente desastre se hacía aún mas grande, calor, polvo, y el sol cayendo entre los sargatillos verdes de vida junto al rio que adivinaban tras su ramas el Rincón y la Estación Vieja. El agua tan cerca y tan lejos, el agua que no servia y el cielo despejado cayendo por el cerro.

Sobre el Codujón de la Jaima entre las copas de los chopos asomaba la torre de la iglesia y sus campanas, y era fácil ver la línea del pueblo que discurre paralela a la carretera camino de Valencia. Hacia nosotros por el camino de los tres ríos se acercaba una bicicleta, era fácil verla y adivinar quien era. “Venga vamos, es tu hermano, ya todo habrá pasado”.

Volvimos a casa, puente tras puente el último el que daba y da paso al Gazapón con sus losas de piedra gastadas por las ruedas de los carros, prácticamente pulidas, color crema, sobre el rio las Monjas resbala y brillaba, nadie paraba atención en el pero a mí siempre me pareció tan bonito como el Romano, y mucho más que el Ratero, los tres uno detrás de otro, hasta salimos a la Cangrejera bajamos su costera y ya vimos el Cuartel y las Casas de los Maestros que daban paso al Barrio, aun era pronto, sobre las siete y media de la tarde, dejamos las bicis en la pared de Miércoles y entramos a casa. Todo esta abierto de par en par, las voces sonaban con eco, de un modo raro, vacías, unos subían, y otros bajaban, mientras sin saber muy bien que hacer comencé yo también a subir las escaleras, no sin demasiada decisión y no pude completar los quince escalones que separan un piso de otro, sobre el diez o el doce me pare y me asome hacia la habitación donde unos años antes había nacido yo y ahora había muerto mi abuelo, todo en la misma cama, bajo una lampara de cerámica con imágenes de la Virgen del Carmen, que años más tarde, nunca en casa se tiro nada, reconvertimos en un jarrón donde colocar el centro de flores a los pies del Nazareno en la peana de Semana Santa, y un cabecero negro, plata y ocre, orlado por un rosario de madera que se cruzaba con la pera de la luz. Mi abuelo estaba en la cama ya amortajado, habían quitado el colchón y sobre la capa de espuma que separaba los muelles del somier de la lana descansaba, de negro su pantalón y su americana y blanca su camisa, tal vez llevase chaleco, ya no lo recuerdo, con los zapatos de mudar los días de fiesta limpias y brillantes las suelas,  aun me pregunte si tendría cerca una boina nueva y se la llevaría con el, dado que nunca se separaba de ella, la gayata en cualquier caso ya no la iba a necesitar. Nadie lloraba, todos parecían esperar, quietos, hablando, mirándose. “Ahora podrá descansar repetían, no somos nada.”

No subas, dijo mi abuela, estate en la puerta de casa con tu hermano, tiene que venir el Señor Lucia con el cajón, cuando este dentro, ya podrás subir a verlo. Baje a la puerta donde ya estaba mi hermano aguardando la llegada del cajón mientras filas de abuelas vestidas de negro, con su pañuelo a la cabeza las viudas, como a partir de ahora lo llevaría mi abuela cada vez que saliera de casa, bajaban por la costera llegadas del Rabal, a dar el primer pésame. Entre todas una de ellas, al vernos tristes, en apariencia sin saber que hacer, aburridos y sentados nos dijo con todo el cariño del mundo simplemente la verdad. Verdad que nos sonó falta, y fue algo así como “Ale, zagales, ya os habéis quedado sin abuelo”, sin duda quiso decir otras muchas cosas; no hay por que estar tristes, la vida es así, tarde o temprano a todos nos llega la hora, debéis tirar para adelante. Sentados, la espera se hizo eterna y dejo huella. ¿Cómo era posible que ya se hubiera enterado tanta gente?

Al cabo de estar sobre la acera, adormecidos por lo extraño de la triste situación,  viendo entrar y salir a la gente apareció por la esquina de Maximo y la Manola el Land Rover negro y amarillo del Señor Lucia con el cajón en la vaca, y parecía vete a saber qué, una nave espacial, un ovni de esos que decían sobrevolaban Calamocha de noche, menuda combinación, aparco le quito las cuerdas con cuidado y lo bajaron como si nada, parecía no pesar, negro brillante, con una cruz, imagine que como todos, lo subieron a la habitación, desmontaron la cama, lo metieron dentro y alguien dijo, “ya está todo”, subir sillas. Y entonces mi madre, o mi abuela, alguien comenzó a llorar, ya no había vuelta atrás.

Mi abuelo moría un día como otro cualquiera de mayo allá por el año de 1977, por más señas el mismo día en que había muerto su madre años antes, o sin ir más lejos, el día en cumplía años su mujer, mi abuela Rosa, el 10 de mayo, en su cama, la misma donde yo vi la vida nueve años antes una mañana de otoño al tiempo que la calle hervía de vida con el paso de los críos hacia las escuelas, y lo hacia de puro viejo, en realidad no se podía pedir más, casi fue una suerte, llegar hasta allí. Meses atrás Don Angel, el médico fue claro, aparco el vespino rojo en la puerta, entro en casa sin ni siquiera arrastrar el maletín que dejo en la calle junto a la moto y dijo: “Subir a Teruel es tontería, si quieren les hago el parte, pero ya no se puede hacer nada, salvo esperar, y como en casa, en ningún lado. Casimiro, aguantar lo que se pueda”.

Pudo haber muerto mucho antes, ocasiones no le faltaron, ni de crio, si alguna vez lo fue, ni de joven, guerra incluida, como siempre decía mi Tia Nati, “los pobres para morirnos necesitamos bien poco”. De zagal su madre pensó verlo morir una noche si y otra también, cuando se marchaba de casa para hacer recados y dormía en cualquier cuadra de Torrijo donde agotado terminaba el día, pero salió adelante y cumplió sobradamente con esa ley no escrita en la que un hijo tiene la obligación de vivir más que su padre antes de poderse morir, y aquel pobre que fue su padre y uno de mis bisabuelos, sobrevivió a las mil y una calamidades desde Torrijo a la mili en isla bonita de Cuba previa a la guerra del 98 de la que regreso para morir con apenas cincuenta años viejo, viejo, viejo. Nadie en la familia recuerda ya la causa de su muerte, la edad, dijeron siempre, un retrato suyo de vuelta de América con el gorro militar, es la fotografía más antigua que conservamos, y su cara no engaña, el vivo retrato de su hijo mayor. Pudo morir en este caso mi abuelo Casimiro de la picadura de un mal bicho mientras segaba, de una mala caída del carro, de perlesía, de una noche de ronda en Torrijo, de unas fiebres, hasta de frio  y de hambre, de una coz de una caballería, buey o vaca, pero murió a causa de la edad, de lo mucho trabajado, de lo poco disfrutado, de la copa de cazalla y el tabaco cuando había cumplido 71 años sin parar de trabajar, tan solo en los últimos dos o tres años dejo la tierra, antes de volver definitivamente a ella, vendido el macho y segado la ultima cosecha con la gavilladora en el verano de 1974. No podía más, la fatiga lo ahogaba, apenas podía acercarse al Mínimo, que lejos quedaban los días en que tenía que esperar a que abriese la Cantina del Pipero en las Cuatro Esquinas para tomarse la copa de cazalla camino de la Estación Vieja, tan lejos que a buen seguro tal cosa nunca ocurrió, acercarse al Minino ahora justo antes de morir a tomar el café de la tarde y charrar. Nos traía un par de terrones de azúcar, "tomar me los han dado para vosotros," y los saboreábamos como el más dulce de los caramelos. En los últimos meses ya no salía de casa, nos espera de vuelta de la escuela para ayudarnos hacer los deberes. Abría nuestros libros y leía.

Aprendió a leer y escribir a la vez que nosotros, en las clases nocturnas de adultos en las viejas escuelas bajo la luz amarilla de cuatro bombillas, desde la ventana de la habitación de atrás de casa lo podíamos ver, también asistía mi padre, clases que dieron a principios de los setenta para quien quisiera sacarse el Graduado Escolar, un montón de gente por aquel entonces lo hizo, ninguno de mis abuelos había ido a la escuela ni sabía leer y escribir, y no fueron, no por no haber escuela, si no por que en casa se necesitaban todos los brazos, al menos los de los hermanos mayores para trabajar, sabían sumar y restar algo, conocían las letras, pero no el sonido que hacían al juntarlas y tan solo sabían escribir su nombre y primer apellido para firmar, salvo lo poco que aprendiera mi abuela Xaltacion en Valencia, eso era todo, valenciano incluido, siempre le gusto hablarnos en valenciano de lo poco que recordaba. Mi abuelo se aplicó y entre otros muchos estudio y no dejo pasar la ocasión de aprender de letras y números, así que le encantaba ojear nuestros libros y sobre todo dar buena cuenta de los problemas de matemáticas con los que llegábamos a casa. Si tenemos un tonel de vino de un hectolitro de capacidad. ¿Cuantos garrafones de 15 litros podremos llenar y cuanto tardaremos en hacerlo si por el grifo del tonel sale litro y medio por minuto?

Si bien, entre todas esas tardes siempre había una especial, en la que los deberes no importaban tanto, era la tarde de los documentales de Cousteau en la tele, tardes sagradas, de principio a fin nos quedábamos en silencio con la vista fija en la televisión, el mar en blanco y negro. Aquello era absolutamente increíble, hubiera sido una suerte poder un día salir a navegar todos juntos y saber de qué color era realmente el mar, mi abuelo, no fue como su padre, no lo navego, tan solo labro algún campo de arroz cuando desde Valencia lo mandaba llamar el Señoret, "quédate a vivir aquí, tráete a la familia". Pero aquello nunca iba a pasar, hacíamos la vida en el cuarto de estar, junto a la ventana, la estufa y la tele y al acabar la programación infantil, mi abuelo tras su merienda cena nos daba las buenas noches y se subía a la cama, como el solía decir: al catre. Aquellos quince escalones se le hacían eternos, tan es así, que en invierno, se ponía el abrigo y hasta el tapabocas para subir sin resfriarse, tan solo la estufa del cuarto y la gloria de la cocina daban algo de calor a la casa en aquellos inviernos que duraban nueve meses, la fatiga no le permitía nada mas que dar pasos muy pequeños y subir de una en una las escaleras. “Mira a ver si el abuelo se ha acostado ya… Si ya está la luz apagada, ya se le habrá enfriado la bolsa de agua y tendrá la cama helada. Algún día no llegara y nos lo encontraremos en la escalera, caído de sus pies”. Daba miedo imaginarlo y como podía mi abuela pensar tan siquiera en un final así, para el abuelo.

Aquella noche nos marchamos a dormir a casa de mi Tía Pilarin, a la calle José Antonio, cuyas aceras y edificios recién estrenados parecían la nueva Calamocha, una ciudad fantasma, un mundo a parte tan distinto al resto del pueblo. Se había casado unos meses antes, en pleno invierno, como mandaba la tradición, con todo el frio de diciembre a enero, cuando el campo dormía bajo el hielo tras la ultima cosecha la de la remolacha y toda la trápala que conllevaba la cual marcaba el calendario, escoronarla, acudir a por el boleto a la sindical y por fin cargarla al vagón en la estación camino de la azucarera de Santa Eulalia. Con el hielo a Calamocha llegaba el descanso, y las bodas.




Y así a mi abuelo con la primavera y la cosecha por nacer a falta de lluvia también le llego el descanso en este caso eterno con el entierro, aquel día no fuimos a la escuela, mi Tía Pilarin siempre ha tenido la casa llena de libros y debí pasar la mañana entretenido ojeando esos libros de mayores, sin dibujos, todo letra, no se podían leer, y no cabía hacer otra cosa, la tele no empezaba hasta la hora del parte, tras la música de la carta de ajuste y su reloj que marcaba la hora en punto, y eso era ya después de comer, y resultaba hasta aburrida y fuera de lugar escuchar y ver lo que ocurría lejos de todo allá en Madrid o en Roma, en cualquier lugar que no fuese Calamocha que no merecía la pena.


A media tarde ya dentro de la iglesia el día se adivinaba magnífico lleno de luz y de sol que se colaba por las altísimas ventanas de las que parecía que en cualquier momento se iba asomar Dios, o cualquier que viviese allá arriba, en el cielo, mi abuelo aún estaba en camino, así que seguro, él no se asomaría, y la puerta abierta de par en par, daba luz y más luz. Colocado el cajón al pie del altar y orlado por las velas, mi madre, o tal vez mi abuela me llevo de la mano al coro, yo no quería, tras el altar, mientras dejaban a mi hermano ayudar en misa a Mosén Salustiano, “aquí estarás bien,  procura aprender algo tienes que salir a tu abuelo, en los bancos nos dará a todas por llorar y ya nada tiene remedio, solo falta que llores tu también, así que cuidarlo vosotros y hacerle cantar, ahora que se va Casimiro nos quedamos sin jotero, tiene que salir a él”. Y quien fuera me dejo allí. Pero yo nunca aprendería a cantar, y la familia, tres generaciones después sigue sin ser capaz de entonar ni una jota, ni una copla.


“Venga, que ya es la hora, tu como Tarzán, engánchate a la cuerda y tira de ella con fuerza, vamos a dar el tercer toque para que pueda empezar la misa y el cura salga al altar. Venga, tira, hazla sonar”. Me agarre de la cuerda con fuerza mientras levantaba la vista olvidando la vergüenza y la responsabilidad que me hundían y vi que de un minúsculo agujero del techo caía hacia nosotros una soga inmensa, imagine el resto de cuerda hasta la torre con las campanas, y yo también me quise morir e irme con mi abuelo que jamás me habría puesto en un brete así, morirme tal vez antes que quedar como un gabache, ¿Cuántos metros habría?, ¿Cómo iba yo a poder mover algo tan grande, desde tan lejos? “Lo has oído, ese toque has sido tú, venga déjame acabar a mí”. Y Valero Vitos el sacristán, sonriendo me cogió en brazos y empezamos a tocar hasta que creyó oportuno dejarlo y se marchó, y allí me dejo dispuesto a cantar nada menos que en latín.


Sentado en las primeras sillas del coro, sillas enormes, clavadas a la pared, inamovibles, imposible escapar, la luz se abría paso brillando bajo los rayos de sol que se colaban con fuerza a través del rosetón justo encima de nuestras cabezas, solitaria ventana del coro que al ponerse el sol te cegaba al entrar en la iglesia, orientada de este a oeste, parecía guiarte de la tierra al cielo sensación hoy tristemente perdida dado que con la renovación y el nuevo órgano se tapio a ras del pariso terrenal.

El entierro comenzó y el coro canto una vez más y por última  en latín. A mi abuela en adelante le gustaría recordar que aquel día fue precisamente eso, la última vez que hubo un entierro, conforme dios mandaba, cantado en latín en Calamocha. Llegada la transición, la democracia, los nuevos tiempos, la libertad, el libertinaje y todas esas cosas que tanto siguen apasionándonos, el latín no pegaba mucho, estaba fuera de lugar, y de nuevo el progreso terrenal arramblo con todo cuanto pudo. A saber, que nos harían cantar. Que nos dirían. Cosas de curas, que siempre queriéndose meter en todo, se iban a enterar de ahora en adelante, solos se iban a quedar, ni Dios iría a misa, ni aun a los entierros.
Sin embargo, era tan bonito, sonaba tan bien, que a buen seguro fue una pena dejar de cantar por muy nuevos que fueran los tiempos, y se podía leer sin problemas e incluso adivinar lo que decían esos viejos folios amarillos de letra de imprenta que seguían a la hora de cantar, “venga, canta con nosotros” me provocaban y me hacían reír Feliciano y Dativo me enseñaban las hojas donde estaba escrito todo, pero yo me sentía como un cobarde, lleno de miedo, mentira yo no había tocado la campana, menos aún iba a dejarme oír cantar. Sólo quería que todo acabase y tomar el camino del cementerio detrás de la funeraria como un hombre. Se dejo de cantar en los entierros, como un día se dejará la iglesia de la plaza por una triste capilla prefabricada de hormigón, así es la cosa, así es la vida, no somos nada, o somos poca cosa, cómodos, no queremos molestar, lo que no ves, no existe. Requiem cantim pace

Andando en silencio finalmente los hombres subimos al cementerio siguiendo los pasos de aquella anciana funeraria del ayuntamiento, matricula Barcelona sin letra, un Seat 1500 de color negro, con el cambio en el volante y tapicería roja que allí en Calamocha vivía sin duda tranquila sus últimos días frente al inimaginable ferrete que debió llevar, como todos, en sus años jóvenes en la capital, ¿a cuantos muertos habría llevado?, mares de lagrimas derramados tras ella. Y que suerte la suya acabar allí en el pueblo, bajo el techo del almacén de la plaza de toros saliendo de vez en cuando a dar el ultimo paseo de quien subía al más allá. Mi abuelo debía ir encantado a caballo camino del cielo.

Me hubiera gustado subir a la funeraria, sentarme delante junto a Raimundo en ese asiento gigante donde a buen seguro cabían media docena como yo, pero no parecía serio, y daba cierto reparo solo de pensarlo, debía estar en mi lugar, detrás con todos los demás. Años más tarde pude darme ese capricho y disfrutar de la funeraria para mi solo cuando mi padre trabajo unos meses para el ayuntamiento y un buen día a la hora de comer se presento en casa con ella como si tal cosa. El agua del grifo salía con mucha cal y los habían mandado a los depósitos a echar cloro a saco, en el almacén el camión no arranco y se subieron cara el Poyo con la funeraria, donde entre las risas de mi padre y Marcelino, el Chato se quedo en porretas como dios lo trajo al mundo y se metió hasta al cuello en el nacimiento del agua, fría como el hielo, para dosificar el cloro a gusto. Esa misma agua que tenía sobre la mesa para beber a la hora de comer “A ver si hay suerte y no se muere nadie” decía mi padre, a la espera de lo inevitable, de algo que solo es cuestión de tiempo, pero no la hubo, también le toco ir de entierro conduciendo la funeraria, así que de camino al cementerio le dio tiempo de pensar en todo: “Mal ha de ser que se queme algo”, tendré que ver si arranca y cómo funciona el camión de bomberos.

Lejos muy lejos estaba el cementerio y yo por primera vez entraba en él, Don Juan en clase nos había explicado que en todos los pueblos estaban a las afueras para evitar enfermedades y olores, fantasmas, aseguraba, no había, así que para mi era extraño allí frente a la puerta de entrada un montón de gente paseando entre las tumbas como si tal cosa todos hombres y todos hablando tranquilamente, nichos y surcos de tierra con su cruz, imposible distinguir vivos de muertos, quise perderme pero vi poco, allí justo a la entrada a la derecha se quedo mi abuelo, encararon el cajón y lo arrastraron hasta el fondo, entraba justo, el ataúd, vete a saber para que llevaba no una sino dos llaves, y a los pies del cajón dejaron las llaves y lo tapiaron con yeso y ladrillo. ¿Para qué querría mi abuelo la llave?, y para qué la dejan dentro, y de todas formas, para qué nos la íbamos a quedar, y por qué llevaba llave. Aun hoy no lo sé, días más tarde cuando le pregunte a mi abuela si ella se había quedado alguna llave, no supo que contestar. “Que cosas tienes”

Volvió la normalidad a casa tras la muerte se acabo la espera y de un modo u otro todo cambio, o simplemente la vida continuo hasta nos pusimos en pantalón corto cara al verano al día siguiente cuando fuimos a la escuela y fue entonces a la hora de comer al volver a casa y subir las escaleras cuando comprendí que ya jamás volvería a ver a mi abuelo. Subí a la habitación como hacia todos los días desde que ya no se levantase, para verlo, y a mitad de camino me sorprendió mi abuela, “¿donde vas?” me pregunto, “a ver al abuelo” ella misma se contesto, aún no vestía de negro, la poca ropa de luto que tenia era la de los entierros y ahora debía comprarse de todo, me quede a mitad camino y finalmente termine de subir, todo estaba abierto, luz por todos lados, ventanas, cortinas retiradas, parecía que mi abuela había dejado todo de par en par con el fin de que mi abuelo encontrase el camino y se marchase…Había comenzado a sacar la poca ropa que entonces tenían los abuelos, para quedarse algo de recuerdo y dar el resto a quien lo necesitase, o quisiera, llevarlo a la iglesia, a las monjas para las misiones, un par de cajas, ese era todo su ajuar. La gayata, la boina un chaleco lo aproveche al mes siguiente en una obra de teatro con Doña Ascensión en al escuela donde hice, como no, de abuelo.

Lo veras dijo mi abuela cuando Corbatón le ponga la lápida, entonces subiremos a verlo todos los domingos que podamos, hoy iremos a elegirla, quiero que le pongan un Sagrado Corazón. Y ese día no tardó en llegar ya que pronto estuvo todo dispuesto y así un domingo después de comer, "venga", dijo, "vente conmigo a ver al abuelo al cementerio". Y juntos nos fuimos caminando, ella delante con el pañuelo a la cabeza a pesar del calor, el bolso con las flores y trapos de limpiar y yo detrás apenas podía seguir sus pasos.

"Mira, ahí está, que guapo, que lapida más bonita y que bien ha quedado en la fotografía, todo el mundo le conocerá, aunque no sepa leer las letras, vamos limpiarla y a ponerle las flores, déjalas ahí encima, ese nicho es el mío, algún día yo estaré ahí junto a él". Me tembló todo cuando hice lo que me pidió, mire el nicho vacío y me pareció enorme sin fin, horrible final para cualquiera, y mi abuela hablaba de el con todo el cariño posible, como algo suyo, como el lugar donde acabaría…

"Chico, no te asustes", mi cara debió decirlo todo, "algún día yo estaré ahí y no te creas, a mi tampoco me hace mucha gracia, ni gota, estar el resto de mi vida junto a ese mal nacido". Y señalo mi una lápida que evidentemente no era la de mi abuelo, unos pasos más allá. Yo me acerque e hice lo que en adelante haría muchísimas tardes de domingo en las que le acompañaría al cementerio, leí su nombre, las fechas, sus recuerdos y ella me contaría, de esta y de otras muchas lápidas mil y una historias que ya he olvidado: "Que le vamos hacer, fue una jodienda comprar los nichos el mismo día, por tu abuelo no hay problema por que eran muy amigos, pero yo, cuantas veces me arrepentiría, cuanto me penaría, no haberle dado una patada bien dada en los cojones, que no creas que no se la merecía, me falto valor, con lo que yo he sido, patada como aquella que le tiro tu Tía Felisa un verano en la Calle Real, en cuanto me veía siempre se cambia de acera. De haberle dado lo habría matao".
 

sábado, 27 de enero de 2018

Calamocha en llamas


Amanecía

Por las calles desiertas de San Miguel del Milagro una que otra mujer enrebozada caminaba rumbo a la iglesia, a los llamados de la primera misa. Algunas más, barrían las polvorientas calles.

Lejano, tan lejos que no se percibían sus palabras, se oía el clamor de un pregonero.

JUAN RULFO, El gallo de oro

Despertaba el barrio desierto de las escuelas viejas del rabal de Calamocha adormecido por el calor de los primeros días de verano. Desde la cama, la pequeña ventana abierta entre los muros de casa a la calle dejaba pasar la luz y predecía que aquel día también seria afortunadamente igual que todos los demás, igual que todos los días del verano, calor. Una barrera infranqueable, densa de sofocante calor, parecía separar la calle de la casa ya desde primera hora de la mañana y abrirse paso aplastándote a través del hueco de una ventana pensada para no dejar pasar el frio ni escpar el calor, abierta tan solo para dar paso a la luz necesaria para ver el amanecer un nuevo dia. La hora de levantarse, la de salir el sol, la de trabajar.

“¡Levantaros ya!, van a dar las diez”, era mi madre, quien pasadas a penas las nueve nos llamaba desde el patio mientras quitaba el polvo a la casa, si acaso había polvo, pues todos los días, eran iguales para unos y para otros. “Levantaros es dia de mercado y quiero dejar las camas hechas antes de salir a comprar”. Una excusa como otra cualquiera, pues era lo mismo cada dia de aquellos que ya rozan el olvido, madrugrar en verano, y para qué. “Poneros a estudiar, algo tendréis que hacer, aprender a escribir a maquina, leer, hacer dictados, la tele no se enciende hasta las doce. Venga, ya dormiréis la siesta. Venga levantaros ya, aquí abajo estaréis mas frescos”. Bajar las escaleras era como huir del cielo camino del pernicioso infierno, en la cama se estaba bien, pero abajo muchísimo mejor, por de pronto, el aire de la ventana dejaba de aplastarte y en el patio el fresco de la calle recién barrida y rociada te daba de nuevo la vida.

Barrían la calle nuestras abuelas, y el ruido arriba y abajo a una y a otra cara a lo largo de toda la calle de las escobas rozando con rabia contenída el eterno y polvoriento cemento te mecían como una nana, suelo que tan solo permanecería limpio por un instante, cantinela de escobas que te invitaba a cerrar de nuevo los ojos y dormir, mientras tu madre cada tanto volvia con la eterna letania y decía “levantaros ya”. El suelo de la calle encementada tan solo unos años antes se cuarteaba dia a dia, el frio de antaño, los días de nieve cuando las abuelas no barrian la calle durante días, a veces semanas, la dejaban a toda ella presa del hielo del invierno y el sofocante calor del verano agrandaba aún mñas las grietas, se ahondaban los baches y le hacían palidecer su color del gris muerto del cemento al ocre apagado de la tierra de Tornos, “les hacia duelo el cemento, todo era tierra”, aseguraban en el Barrio como testigos de su degradacion, tractores, carros, caballerias, ovejas condenaban a muerte el suelo donde jugábamos a los pitones aprovechando cualquier gua y nos sentábamos a la fresca.

¡A pilie! (1) La voz, indescifrable hasta hace unos días para mi, sonaba de vez en cuando en ese barrio desierto asolado por el calor de la mañana. “Los gitanos siempre llevan el buen tiempo de cara” decía mi abuela que barria cara el cuartel mientras la Moracha lo hacia cara el rabal para terminar de encontrarse a mitad de camino, frente al corral del herrero y el primer porche, tierra de nadie, yerma tierra de todos, igualemtne barrida a diario, allí, apoyadas sobre la escoba, mi abuela Rosa con su parte de calle limpia y rociada con cuatro gotas de vida de la vieja caldereta verde sin asa que descansaba bajo el contador del agua desde el mismo dia en que entro la corriente en casa y este empezó a gotear.

¡A pilie! Giraban la cabeza hacia Santa Barbara y por allí, siempre el camino era el mismo, aparecia la gitana que a voz en grito todos los años, pasaba por aquellas fechas de comienzo de verano a comprar las pieles de los conejos que domigno a domingo se comían en prácticamente una casa si otra también en la paella. Altisima, guapa, palida y delgada, con camisa blanca, chaqueta roja y falda oscura por debajo de la rodilla, alpagatas de lona y calcetines hasta los tobillos, el pelo recogido y el andar tranquilo. “Redios, ya esta otra vez aquí, ¡como pasan los años!, ¿tu Carmen has guardado las pieles o las has tirado?”. “Yo las he tirado a cáscala a Luco, decía Carmen”.

Si un forastero hubiera aparecido por allí en ese momento y le hubiesen invitado a señalar a la gitana, sin duda se habría fijado en Carmen. Con frecuencia ella misma se llamaba “gitana”, con cariño, con resignación…” siempre he sido muy gitana, para esto y para todo, y bien negra que soy, que mas me da que me digan morena que gitana”. Nos contaba a la menor ocasión sin saber muy bien que quería decir con ello. “Niña, no he guardado ni una, esa pared nuestra del corral esta tan mal orientada todo el santo día le casca la ombria, y para rematar la puta de la higuera y los pájaros de los cojones que lo cagan todo, y además maña, toda de piedra que tal y como las tiras se te caen y si te descuidas con lo tiesas que se ponen un día te parten la crisma y te dan tierra en la Cañadilla y total, para una perra que valen, las tiro hacer ostias a la basura. Tú ya sé que tienes”.

Cualquiera sabía que mi abuela tenía en su casa, la casa de todos, siempre con la puerta abierta y el paso al corral libre, gallinas, tocinos y conejos en un minúsculo cornejal de aquella casa levantada sobre un solar tirado a falsa escuadra al acabar la guerra, donde años atrás media docena de vacas y un par de caballerías sacaron la hacienda adelante. Ahora los conejos, se criaban para comer ya no se quitaban de la boca para venderlos y sacar alguna perra como en aquellos años de la cazalla, especialmente los domingos, para el arroz, la paella de toda la vida, que nuestras abuelas cocineras antes que monjas, habían aprendido a gusiar en sus años de mozas, en sus años de la niñez poniéndose en amo, sirviendo en alguna casa grande de Valencia o Barcelona. Fue Maria, un par de años mayor que mi abuela Rosa la primera en ir a servir, un dia su padre y ella subieron a un tren en Torrijo camino de Barcelona, alguien del pueblo les había mandado llamar, nueve o diez años tenia cuando la dejo en buenas manos a servir, limpiar, planchar, cocinar y dormir en una buhardilla en la calle de Balmes cruce con Francoli desde la cual poder ver las estrellas al acostarse muerta del dia a dia y pensar que alla en Torrijo serian las mismas las estreallas, la misma luna y su madre también las estaría viendo pensando en ella, las mismas que luego veria en Agde, las mismas que vería el resto de su vida en Toulouse ya sola, sin padres.

Los sábados al medio día era el momento de matar el conejo, “mira tú que estas más ágil y no echas bulto de coger uno tiernecico ni grande ni pequeño, y llévalo ahí al corral junto a la corte de las gallinas que ahora voy”. Allí con el conejo boca abajo sujeto por las patas traseras alzando la mano para que este no pudiese alcanzar el suelo esperaba a mi abuela, unos instantes tan eternos para mí como para el conejo que no dejaba de temblar, mientras las gallinas se alejaban tanto como podían del lugar y el temblor del conejo me recorría el cuerpo en un escalofrio eterno, y temblaba y temblaba, “redios que gabache eres”, me decía mi abuela. Sin duda elegia la puerta del gallinero para darle matarile al conejo no solo por no ensuciar la otra parte del corral al otro lado de la valla donde cuidaba con pasión de los geraneos, las clavelinas y una enredadera cría ratas que tardo años en pegar el estirón antes de arranacarla, si no que lo elegía como escarmiento para las gallinas, como diciéndoles: “espabilar malas putas, comeros el panizo y poner huevos o ya sabéis lo que os espera”.




Llegaba mi abuela con el delantal subido al pecho enganchado con los imperdibles al uso que siempre llevaba consigo cogidos en la ropa eternamente negra y me pedia el conejo, yo se lo pasaba y ella lo agarraba con una mano, lo medio engañaba, le daba un par de balanceos, este se quedaba quieto, como hiznotizado, y acto seguido, se oia un ruido seco, ¡zas!, con el canto de la otra mano de un solo golpe, sábado a sábado mataba un conejo. Este se encogia y se estiraba a un tiempo y moria en el acto, los conejos son mudos nada se oia salvo el golpe sordo y certero que lo dejaba con los ojos en blanco y una gota de sangre en la boca, mi abuela con cuidado lo ponia sobre el cemento del suelo limpio con las alpargatas de gallinazas y tras uno o dos temblores quedaba muerto. “Venga llévalo a la pila”.

Alli mi abuela a escape lo aviaba, un corte en el cuello para desangrarlo sobre la pila del agua, y seguido yo lo agarraba de las patas traseras y ella con tres cortes y tirando con fuerza lo despeletaba, y la piel, blanda caliente de vida ya perdida, era lanzaba con fuerza sobre la pared de casa y allí se quedaba pegada lista para secarse, mientras limpiaba las tripas del animal en un visto y no visto pues todo era menester hacerlo de corrido para evitar que la carne se malograse en ese eterno feo color rojo de moratones de la carne de animal mal matado y peor desangrado y finalmente con una cuerda y un sarmiento separaba el pecho del conejo, y le ataba las patas para tener de donde colgarlo y “anda maño, tira para arriba, súbelo al granero y que se joree, mañana nos lo comeremos en el arroz. La carne recién matada no se puede comer”.

Con el paso de los días, de las semanas, de las paellas, la pared año tras año se iba llenando de pieles, una fortuna a la intemperie que era fácil de ver en muchas de las paredes de piedra de los viejos corrales de las casas de entonces. Sin embargo, yo no terminaba de creer que aquello en realidad tuviese tanto valor como parecía pues no había visto jamas un abrigo de piel de conejo, ¿para que se usaría?, y pensaba que si en realidad fuese algo de valor, estarían escondidas y no a la vista de todos en algun rincón del granero, en la falsa lejos de la chimena donde decían los mayores que la gente guardaba el zafran viejo, y eso, eso si que valia un dineral. Con el zafran se compraban casas, campos, cosechadoras.

- Buenos días señoras, dijo la forastera deteniéndose junto a la fachada de Carmen y su eterna sombra, compro pieles, si ustedes me las quieren dar.

- Buenos días hija, ¿habéis venido toda la familia? Preguntaba siempre mi abuela

- Oh, me perdone, no la había conocido, siempre me pasa igual, recordaba yo que era una calle de estas donde usted vivía, pero siempre me confundo, que tonta, solo yo y mi hermano que viene detrás con el estaño

- Y madre que hace, que vida lleva

- Se ha quedado en Valencia, ya no sale de casa, allí con la familia que le cuida, de nada le falta, somos muchos

- Ya le mandaras recuerdos, quédate aquí un poco hija, voy a por las pieles, me darás tres duros por cada uno ¿verdad?

- Señora, que pieles me va a sacar, de visón. Le de recuerdos de la familia a la Virgen del Carmen

Y mi abuela dejaba la caldereta del agua, el badil y la escoba y  las dos gitanas se quedaban cascando mientras emprendia el camino de casa para replegar las pieles de los conejos.

Entonces, recién levantado bajando el ramo de escaleras semicirculares, ese mismo que cuarenta años antes al construir la casa recién acabada la guerra mi abuela contra todo y contra todos se empeño en verlo hecho realidad de la mano de aquel albañil de Caminreal que piedra a piedra dio forma a la casa, dejando en ella una escaleras nada corrientes, anchas, con su giro acaracolado, bonitas de verdad en comparación con cualquier otra que se construyese entonces, una simple y estrecha línea recta que ocupase el menor lugar posible, en casa, eso no paso.

Anda maño, ven que le voy a dar las pieles de los conejos a la gitana, ve a ver si tiene el Tio Perico la llave puesta en el corral y si no vas y se la pides y te traes el palo mas que largo veas para poder bajarlas de la pared con la escoba no llegaremos, anda corre. Y allí que fui para que mi abuela pudiese bajarlas.

- Aquí las tienes hijas, cuentalas tu misma, a tres duros cada una, suma lo que me debes. No te venderan muchas, ni tan buenas como estas, lleva una temporda que pasan un gitano del charco a por ellas.

- Señora, a ese precio no se las puedo pagar, si quisiera un duro pues igual se lo daba, pero tendría que querer yo darselo, asi que, si me las quiere dar mejor para todas, no se las a llevar a casa otra vez, ni a tirarlas, seria una pena.

- Pues ya son tuyas, no cale hablar mas

- Redios, esta es mas gitana que yo. Elogiaba asi Carmen la compraventa

- Le dare recuerdos a mi madre, muchas gracias señoras, por ahí se siente mi hermano, sigo mi camino, pero ese payo del charco nos ha quitado casi todo.

Cuando mi abuela inesperadamente una fría mañana de hielo y nieve de enero subio al cielo de la mano de su prima Nieves, tal vez los conejos pudieron pensar que todos sus males habían llegado a su fin, que dios había hecho justicia y que de ahora en adelante se iban a dar la vida soñada, la vida del tocino en la corte. Pero nada más lejos de la realidad, quizás lo único que cambio y a peor fue la vida de la gitana dado dejamos de guardarle las pieles. Digo, que mi abuela subio al cielo, pero quizás me haya precipitado y aun no haya llegado.

A partir de aquel dia seria mi padre y mi madre una vez uno y una vez otro quien se encargasen de matar el conejo mientras criamos por casa, y aun después de dejar de hacerlo y ablentar todas las conejeras seguimos comprando y matando mientras pudimos los conejos vivos a unos y otros. “Nada como lo que se cria en casa” decían con el conejo ya en la mesa, “aprovechar que se acaba vosotros ya no criareis y hasta os dara pena matarlos”. Vete a saber que pasara el dia de mañana, ¿quien sabe?, como si un conejo criado en casa a base de granulos fuese diferente a uno cualquiera criado en una granja. Cierto es que el tacto de los granulos era agradable y hasta el olor que despedia el saco una vez abierto antes de que el polvo del interior se te metiese en la nariz, y si, mas de una vez y dos me lleve alguno a la boca, ¿a que sabía?, a nada, ni siquiera daba asco. Pobres conejos, el golpe final debía ser lo de menos.

Ellos no eran como mi abuela, a pesar de ser mi padre mucho mas fuerte, le daba pena dar un golpe con la mano y que pudiese fallar, asi que desde el primer momento se agencio el mango de la azada de cavar la viña de la vieja Dehesa años abandonada al terraplén, de mi abuelo Casimiro. El golpe sonaba y se podía sentir por toda la casa. ¡Zas!, habia caído otro, mañana domingo fiesta, misa y paella.

A mi abuela la imagino como a tantas otras mujeres de la familia mi Tia Nati y mi Tia Felisa, pero en especial a ella, subiendo al cielo y llegando a estar a la diestra de Dios y girando la cabeza para poder verlo bien, fijar en él la mirada y poder hablarle, poder pedirle un ultimo favor, un acto de justicia.

- Señora Rosa, ¿no ve hoy bien?, se tendrá que cambiar las gafas, ¿cuantos años hace que no se las mira?, no es normal ni ver tan poco ni girar la cabeza entera para poder ver lo que esta en el culo con perdón. 

- Parece mentira, usted Doña Pilar que se fija en todo, con lo lista que es y que no pierde un detalle que después de tantos años, aun no se haya dado cuenta que de un ojo no veo y de otro poco.

-¿Pero y como no me había dicho eso, y ha esperado a que me diera cuenta?, habrá que ir al oculista.

- Por dios Doña Pilar no pase pena por mi, déjelo estar, lo mío no tiene cura, cada vez nos queda menos, de la tele solo me gusta sentirla, no me fijo.

- Pues hablare con …

- Calle, y le cuento que todo lo quiere saber y para todo cree tener usted arreglo.

- Naci asi, con el ojo derecho nunca he visto nada y con el izquierdo lo justo, debio ser cosa de envidia entre pobres y a mi madre alla en Torrijo le echarían mal de ojo y el que mas y el que menos nacimos viendo lo justo, mi hermano Blas el de Francia va parejo conmigo, y siempre me dice que lo mejor es lavarse los ojos con unas gotas de limón, redios, usted se cree que le voy hacer caso a semejante tontería. Una no ve o ve poco y no hay nada mas que hacer, menos a nuestros años. En cambio, salimos todos la mar de guapos y altos, cosas de envidias como le digo, cosas de pobres, mi madre la Tia Jeroma la más bailadora, todas las noches de ronda salían a buscarla para que bailase, haciendo pareja con mi suegro.

- Pero mujer, no creerá usted en esas cosas, eso no seria asi.

Asi mi abuela ya en el cielo: “¿Perdone es usted Dios?. Vera, supongo que me conocera, que sabra de mi vida mejor que yo y lo que ahora le voy a decir y pedir, igualmente me lo concederá y ya se lo imaginará. Dispenseme, pero aun habiéndome ganado el cielo, aun es pronto para entrar, quisiera me permitiera bajar un momento a dar vuelta del infierno y de paso entrar al purgatorio, y cuando haya acabado de saludar a todos, volver junto a usted. He de hacer unos recados. Si ya se lo que me va a decir, que Casimiro esta aquí, pero con una copa de cazalla y unas cantas, tardara en echarme en falta. Le de recuerdos y que me aguarde”

Asi que aun hoy, tres décadas después imagino a mi abuela a medio camino del cielo, en el infierno o en el purgatorio, ajustando cuentas con el pasado vivido en la tierra, junto con sus sobrinas Nati y Felisa y a dictado de esta, seamos claros, repartiendo hostias.

“Tia Rosa, pirma Nati, somos tontas, no tenemos remedio, pero en el cielo ajustaremos cuentas con todas esas hijas de puta y cabrones mal nacidos que nos han ido cayendo en suerte uno tras otros sin haber hecho jamas nunca nada nosotras para merecerlo. Dios nos ha dejado tiradas en la tierra llena de buena gente que dicen que esta, menuda mentira”

Por la esquina del cuartel llegaba tranquilo el gitano, al contrario de lo que ocurria con su hermana, con el no había duda alguna, era gitano de los pies a la cabeza, de cerca o de lejos, casi negro, el sol, el camino y el trabajo, la vida parecie haber hecho el resto, con las alforjas llenas de vete a saber que, trastos para estañar, el pregon que lanzaba era indescifrable para mi, pero las personas mayores sabían que era el estañador, y en casi todas las casas aun se hervia la leche en unos coceleches rojos y azules con el culo remendado y los bordes oscuros de tantas y tantas vacas como vieron pasar. Afortunadamente en aquellos días, todo se arreglaba, aunque fuera para luego poner allí el agua de las gallinas o una maceta.

- Buenos días, dijo el gitano abandonado la acera de los porches, cara el corral del herrero donde mi abuela y la Carmen habían despedido a su hermana instantes atrás, ¿algo para estañar?

- Si maño, espere que voy a por un par de cacerolas y un jarrón a ver que puedes hacer

- Oh Señora, buenos días, casi ya no la reconozco, tantos años que no vengo por aquí, ahora que mi hermano se quedo con mi madre he venido yo, ya no podrá ser que vengamos mucho por aquí, igual ya no volvemos, ahora vienen otros, las pieles ya no las quiere nadie, ni aun casi se guardan y nadie remienda, nos gusta ir de un lado a otro, pero ya somos mayores.

- ¿Tu eres el de la virgen? Ahora te conozco niño, como corrías con las gallinas aquel dia, pues no han pasado para todos poquismos años ni nada

Mi abuela salio con un par de cacharros y el monedero en la mano, y a mi me daba la impresión que iba a pasar lo mismo que con las pieles, iba a reparpara algo que no usábamos, tan solo por lastima.

- ¿Y madre que tal? Ya nos ha dicho tu hermana que por Valencia

Lo que le quedé bien estara, se ha hecho mayor, como todos, era yo bien pequeño cuando vine con ella la primera vez. Entonces íbamos vendiendo cosas que hacían los presos en la cárcel, cuadros, cruces, y llevábamos una Virgen del Carmen, que no había cosa que mas quisiera mi madre, de pueblo en pueblo con la excusa de rifarla vendíamos boletos que nunca salían premiados, hasta que dimos con usted, y mi madre le quiso vender algun numero y usted la calo y no se dejo engañar por una gitana y no compro. Si me toca, esta noche se venga y se lleva la gallina mas grande que tenga. Y asi fue, al hacer de noche llegamos a su casa y mi madre le dio la Virgen del Carmen, mandaba el hambre y usted me dejo pasar al corral y cogi la gallina mas grande que tenia, aun me provoco que me llevase el gallo de oro, y resulta que no tenia ninguno, era mas grande que yo la gallina que enganche. Fue un gran trato, a pesar de todo, quedamos contentos y amigos, yo decía madre si damos la virgen igual otro dia no tenemos que comer,y ella me decía, si hoy no comenos no habrá otro dia y no quisiera yo morir en este pueblo ni mucho menos que me diesen tierra en el lugar… Mi madre cuenta muchas veces la historia. Pues esto ya esta. La voluntad señora.

- Aquí tienes, muchos recuerdos y si no nos vemos que vaya todo bien

- Adios, señora, adiós a las dos. Cuidense.

Nada quedaba por ver, ni aun por hablar, mi abuela junto a Carmen frente al corral del herrero si dijeron adiós, un hasta luego, “no sé para que barremos, no luce nada esta calle, antes con la tierra se emporcaba menos”. Y cada una barriendo se fue encaminando hacia a su casa, “tira para adentro a desayunar, y ponte hacer faena, todo lo quieres saber”.

Era mi abuela al descubrirme en el portal de casa cobijado por la coritna de lona a rayas otrora verdes y blancas comida por el sol. Tan solo me dio tiempo a llevar la vista hacia el rabal antes de perderme por dentro de casa atravesando el patio hacia la cocina. La gitana seguía siendo igual de alta alla arriba, caminaba por el centro mismo de la calle y seguía pregonando girando ya la esquina de Inocencio con el saco a la espalda lleno de pieles de conejos, saco que para mi debía pesar una barbaridad, toda ella pareica enorme, un gigante multicolor, caminaba tranquila y derecha y aun llevaba otro saco por llenar. Podía con todo, mientras su hermano con su andar tranquilo, cansado, como sabiendo que ya no volveria, pegado a la acera de la Carmen la Amada mas allá del callejón de los condas, unos metros atras de su hermana dejaba al pie de la costera los bartulos en el suelo, alguien lo había llamado.

¿Cómo era posible vivir asi?, de unas pieles de conejo que la Moracha tiraba y que para mi abuela no valían nada, y de unos remiendos en unas soperas de porcelana roja y azul que se pagaban con la voluntad. ¿Habrian venido desde Valencia andando?, todo ese viaje para darse cuenta de que días antes unos gitanos de Zaragoaza que nunca habían estado por el pueblo se llevaron la mejor parte.

- Papá, ¡Papá!, ¿qué haces? Venga cierra la puerta y vamos. La procesión ya ira por el Peiron, hace rato que dejo de oírse el Baile a San Roque y las campanas ya no se oyen. ¿Qué hacias, en que estabas pensado?

- Estaba viendome a mi mismo años atras camino de un cielo ya perdido, viendo el Barrio de cuando era un crio y ni siquiera llegaba a tocar el timbre de casa. Escuchando el gorigori.

¿Qué?


Nota

1.-  Apiolar 2. tr. Atar un pie con el otro de un animal muerto en la caza, para colgarlo por ellos. Se emplea comúnmente hablando de los conejos, liebres, etc., y también de las aves cuando se enlazan de dos en dos pasándoles una pluma por las ventanas de las narices. (DRAE)

sábado, 2 de diciembre de 2017

En cualquier lugar.

Quizás Calamocha, quizás cualquier lugar donde venir un día a nacer. Por definición, sea para unos y para otros, para quienes siguen ahí y para quienes se marcharon, ayer y hoy, sea tan solo: Aquellos pocos años más bien días del escaso tiempo en el que transcurrió la niñez.



Por un lado, los días de verano y los recuerdos que creemos haber vivido entre moscas, tormentas y calor, instantes de un tiempo ya pasado, aquel que ya no vuelve y que por momentos recordamos tan solo por tratar de creer que en verdad lo vivimos. Siempre, siempre a la espera de que alguien nos dé la razón reconociendo haber vivido aquel lejano tiempo ya pasado, nuestro, suyo.

Aquellos días en los que el no tener nada por hacer marcaba las horas del viejo reloj despertador de manecillas del salón. Rojo, blanco y con números orlados en verde que brillaban en la oscuridad, reloj de cuerda que mi madre compro recién casada a Juanito. Aquel malagueño cariñoso viajante de la vida asentado en Murero que iba de casa en casa vendiendo y charrando desde la calle Mayor de Daroca. Reloj único en toda la casa, pues la vida en aquellos días no necesitaba de más relojes que aquel y el de la torre de la iglesia tocando a muerte a misa a gloria, una hora tras otra tan rápidamente en su tic tac que te hacía enfadar el hecho de que los días en especial del verano transcurriesen con tanta velocidad que todo se te escapa de las manos, días sin más futuro que esperar San Roque, sentir bandear a fiesta, a gloria.

Sentirte inmortal una vez más aún sin poder detener el tiempo. Días aquellos con la mayoría de sus protagonistas jóvenes y viejos ya muertos y hoy descansando eternamente, allá donde todos los calamochinos son buenos porque ya no pueden elegir hacer el mal y ya nada importa menos aun de donde llegaron ni cómo ni porque ni que hicieron para terminar allí, vivir nuestros mismos días, que por un instante también fueron suyos, un lugar como otro cualquiera. Me pregunto egoístamente ¿qué habrá sido de sus recuerdos? de su tiempo pasado, de sus veranos si los tuvieron, también de sus días de escuela, si unos y otros los contaron, si algún día se pudieron sentir niños o tan solo lo fueron, y quisieron ser inmortales aún no habiendo tenido nada de eso. Una niñez en cualquier lugar.

Al otro lado más allá de los veranos el recuerdo eterno de los días de la escuela a uno y otro extremo del tiempo delimitado por Os berdes beranos. Los amigos, las calles, los que se fueron, padres, abuelos, aquellas fiestas, las mismas de hoy, que tan pronto se acababan te sumían en la tristeza, esa que moria, muere y morirá para nosotros cada año en el Santo Cristo, cuando hasta el paisaje cambie, cuando de nuevo la escuela abra sus puertas, cuando antaño llegaba el frio a ese lugar cualquiera para nosotros llamado Calamocha… Y le pegamos fuego a la hoguera, al tiempo, al pasado, a los zarrios, al verano y así en vano tratar de acabar con todo.

Fue una suerte nacer entre el puente la vía y San Roque, entre el Barrio Bao y la Cañadilla, fue una suerte loca, y algún día contare que era eso de tener una suerte asi, en palabras del Tío Vitos, pero con toda seguridad habría sido lo mismo nacer en cualquier otro lugar, y esto lejos de parecer una tontería, le da aún más valor al hecho de que llegásemos a ver la luz y comenzásemos el devenir de nuestra vida al abrigo de las choperas en su rectilíneo paisaje verde, ocre y desnudo, adormecidos por el agua del Jiloca y su discurrir pausado a la espera del primer hielo. Luz entre dos vías, lugar partido por la carretera, tierra siempre de paso, donde lo más fácil es y será marcharse. Joparos y llevaros también los recuerdos, alguien se acordará de vosotros y os guardara la Cañadilla. Seguir el camino del olvidado rio, como a veces olvidamos la vida.





La Calamocha más amable, la única que merece la pena ser recordada, la que pervive en el tiempo, está presente de principio a fin en el libro cuyas letras, frases, párrafos, paginas están llenas de emoción escrita a golpe de recuerdo. De conversaciones sentidas entre abuelos, padres y amigos con el fondo de todos aquellos años de veranos y fríos pasados elevados ya a historia, Calamocha y con ella toda la comarca como lo que en realidad es, un lugar mágico donde pararse un rato, o una vida entera porque sí, tratando con ello de detener el tiempo y esperar para ver la luz del día siguiente.


Hablando, afortunadamente siempre habrá alguien dispuesto hacerlo, recordando tratando de no olvidar, escribiendo otros lo escuchado, para que al menos una parte no acabe allí donde descansan callados en la eternidad los mejores calamochinos, mientras los callados también en vida, los que no hablaran jamás, los que guardan tesoros, los que nunca quemaran nada la noche del Santo Cristo pasan en silencio junto a nosotros.


El hecho de que el libro este escrito en aragonés agranda todas y cada una de sus páginas, de sus recuerdos de sus personas, hechos y lugares… todo ya al filo del olvido, a dios gracias, queda hoy finalmente a cobijo entre letras de emoción de papel impreso. Libro que hay que leer y guardar como el mayor de los tesoros.


Hace unos meses sentí la necesidad de leerlo, no recordaba tenerlo por casa de tiempo atrás cuando esperaba cada momento del año para leer la revista Xiloca, me debí de dar de baja tiempo antes de su publicación, de haberlo tenido entre las manos lo habría leído, así que de pronto me lance por un lado al abismo de internet para comprarlo y por otro a su encuentro en alguna librería zaragozana, todo fue en vano, divertido, pero sin resultado alguno.


Finalmente, recurrí a Chabier, y en un momento me resolvió el problema, por llamarlo de alguna manera que yo mismo me había creado al querer leerlo y no tenerlo.


 Fue un placer de principio a fin, en especial el primer capítulo que da título al libro Os Berdes Beranos, con los recuerdos de José María De Jaime en los veranos de la infancia calamochina, con cariño desde la Castellana a todo el pueblo, amigos, vecinos, lugares…mil y un recuerdos, un puñado de historias, de esas que has oído en la niñez y que ya casi has olvidado, historias que nunca te cansaras de recordar una y otra vez. Sentir Calamocha.


Sea como fuera si los hay que pueden presumir de haber nacido donde han querido, nosotros con resignación tan solo podemos decir que no pudimos nacer en cualquier lugar, dado que Calamocha nos eligió. Fue una suerte loca. No se puede ser más dichoso.




FELIZ NAVIDAD