sábado, 27 de enero de 2018

Calamocha en llamas


Amanecía

Por las calles desiertas de San Miguel del Milagro una que otra mujer enrebozada caminaba rumbo a la iglesia, a los llamados de la primera misa. Algunas más, barrían las polvorientas calles.

Lejano, tan lejos que no se percibían sus palabras, se oía el clamor de un pregonero.

JUAN RULFO, El gallo de oro

Despertaba el barrio desierto de las escuelas viejas del rabal de Calamocha adormecido por el calor de los primeros días de verano. Desde la cama, la pequeña ventana abierta entre los muros de casa a la calle dejaba pasar la luz y predecía que aquel día también seria afortunadamente igual que todos los demás, igual que todos los días del verano, calor. Una barrera infranqueable, densa de sofocante calor, parecía separar la calle de la casa ya desde primera hora de la mañana y abrirse paso aplastándote a través del hueco de una ventana pensada para no dejar pasar el frio ni escpar el calor, abierta tan solo para dar paso a la luz necesaria para ver el amanecer un nuevo dia. La hora de levantarse, la de salir el sol, la de trabajar.

“¡Levantaros ya!, van a dar las diez”, era mi madre, quien pasadas a penas las nueve nos llamaba desde el patio mientras quitaba el polvo a la casa, si acaso había polvo, pues todos los días, eran iguales para unos y para otros. “Levantaros es dia de mercado y quiero dejar las camas hechas antes de salir a comprar”. Una excusa como otra cualquiera, pues era lo mismo cada dia de aquellos que ya rozan el olvido, madrugrar en verano, y para qué. “Poneros a estudiar, algo tendréis que hacer, aprender a escribir a maquina, leer, hacer dictados, la tele no se enciende hasta las doce. Venga, ya dormiréis la siesta. Venga levantaros ya, aquí abajo estaréis mas frescos”. Bajar las escaleras era como huir del cielo camino del pernicioso infierno, en la cama se estaba bien, pero abajo muchísimo mejor, por de pronto, el aire de la ventana dejaba de aplastarte y en el patio el fresco de la calle recién barrida y rociada te daba de nuevo la vida.

Barrían la calle nuestras abuelas, y el ruido arriba y abajo a una y a otra cara a lo largo de toda la calle de las escobas rozando con rabia contenída el eterno y polvoriento cemento te mecían como una nana, suelo que tan solo permanecería limpio por un instante, cantinela de escobas que te invitaba a cerrar de nuevo los ojos y dormir, mientras tu madre cada tanto volvia con la eterna letania y decía “levantaros ya”. El suelo de la calle encementada tan solo unos años antes se cuarteaba dia a dia, el frio de antaño, los días de nieve cuando las abuelas no barrian la calle durante días, a veces semanas, la dejaban a toda ella presa del hielo del invierno y el sofocante calor del verano agrandaba aún mñas las grietas, se ahondaban los baches y le hacían palidecer su color del gris muerto del cemento al ocre apagado de la tierra de Tornos, “les hacia duelo el cemento, todo era tierra”, aseguraban en el Barrio como testigos de su degradacion, tractores, carros, caballerias, ovejas condenaban a muerte el suelo donde jugábamos a los pitones aprovechando cualquier gua y nos sentábamos a la fresca.

¡A pilie! (1) La voz, indescifrable hasta hace unos días para mi, sonaba de vez en cuando en ese barrio desierto asolado por el calor de la mañana. “Los gitanos siempre llevan el buen tiempo de cara” decía mi abuela que barria cara el cuartel mientras la Moracha lo hacia cara el rabal para terminar de encontrarse a mitad de camino, frente al corral del herrero y el primer porche, tierra de nadie, yerma tierra de todos, igualemtne barrida a diario, allí, apoyadas sobre la escoba, mi abuela Rosa con su parte de calle limpia y rociada con cuatro gotas de vida de la vieja caldereta verde sin asa que descansaba bajo el contador del agua desde el mismo dia en que entro la corriente en casa y este empezó a gotear.

¡A pilie! Giraban la cabeza hacia Santa Barbara y por allí, siempre el camino era el mismo, aparecia la gitana que a voz en grito todos los años, pasaba por aquellas fechas de comienzo de verano a comprar las pieles de los conejos que domigno a domingo se comían en prácticamente una casa si otra también en la paella. Altisima, guapa, palida y delgada, con camisa blanca, chaqueta roja y falda oscura por debajo de la rodilla, alpagatas de lona y calcetines hasta los tobillos, el pelo recogido y el andar tranquilo. “Redios, ya esta otra vez aquí, ¡como pasan los años!, ¿tu Carmen has guardado las pieles o las has tirado?”. “Yo las he tirado a cáscala a Luco, decía Carmen”.

Si un forastero hubiera aparecido por allí en ese momento y le hubiesen invitado a señalar a la gitana, sin duda se habría fijado en Carmen. Con frecuencia ella misma se llamaba “gitana”, con cariño, con resignación…” siempre he sido muy gitana, para esto y para todo, y bien negra que soy, que mas me da que me digan morena que gitana”. Nos contaba a la menor ocasión sin saber muy bien que quería decir con ello. “Niña, no he guardado ni una, esa pared nuestra del corral esta tan mal orientada todo el santo día le casca la ombria, y para rematar la puta de la higuera y los pájaros de los cojones que lo cagan todo, y además maña, toda de piedra que tal y como las tiras se te caen y si te descuidas con lo tiesas que se ponen un día te parten la crisma y te dan tierra en la Cañadilla y total, para una perra que valen, las tiro hacer ostias a la basura. Tú ya sé que tienes”.

Cualquiera sabía que mi abuela tenía en su casa, la casa de todos, siempre con la puerta abierta y el paso al corral libre, gallinas, tocinos y conejos en un minúsculo cornejal de aquella casa levantada sobre un solar tirado a falsa escuadra al acabar la guerra, donde años atrás media docena de vacas y un par de caballerías sacaron la hacienda adelante. Ahora los conejos, se criaban para comer ya no se quitaban de la boca para venderlos y sacar alguna perra como en aquellos años de la cazalla, especialmente los domingos, para el arroz, la paella de toda la vida, que nuestras abuelas cocineras antes que monjas, habían aprendido a gusiar en sus años de mozas, en sus años de la niñez poniéndose en amo, sirviendo en alguna casa grande de Valencia o Barcelona. Fue Maria, un par de años mayor que mi abuela Rosa la primera en ir a servir, un dia su padre y ella subieron a un tren en Torrijo camino de Barcelona, alguien del pueblo les había mandado llamar, nueve o diez años tenia cuando la dejo en buenas manos a servir, limpiar, planchar, cocinar y dormir en una buhardilla en la calle de Balmes cruce con Francoli desde la cual poder ver las estrellas al acostarse muerta del dia a dia y pensar que alla en Torrijo serian las mismas las estreallas, la misma luna y su madre también las estaría viendo pensando en ella, las mismas que luego veria en Agde, las mismas que vería el resto de su vida en Toulouse ya sola, sin padres.

Los sábados al medio día era el momento de matar el conejo, “mira tú que estas más ágil y no echas bulto de coger uno tiernecico ni grande ni pequeño, y llévalo ahí al corral junto a la corte de las gallinas que ahora voy”. Allí con el conejo boca abajo sujeto por las patas traseras alzando la mano para que este no pudiese alcanzar el suelo esperaba a mi abuela, unos instantes tan eternos para mí como para el conejo que no dejaba de temblar, mientras las gallinas se alejaban tanto como podían del lugar y el temblor del conejo me recorría el cuerpo en un escalofrio eterno, y temblaba y temblaba, “redios que gabache eres”, me decía mi abuela. Sin duda elegia la puerta del gallinero para darle matarile al conejo no solo por no ensuciar la otra parte del corral al otro lado de la valla donde cuidaba con pasión de los geraneos, las clavelinas y una enredadera cría ratas que tardo años en pegar el estirón antes de arranacarla, si no que lo elegía como escarmiento para las gallinas, como diciéndoles: “espabilar malas putas, comeros el panizo y poner huevos o ya sabéis lo que os espera”.




Llegaba mi abuela con el delantal subido al pecho enganchado con los imperdibles al uso que siempre llevaba consigo cogidos en la ropa eternamente negra y me pedia el conejo, yo se lo pasaba y ella lo agarraba con una mano, lo medio engañaba, le daba un par de balanceos, este se quedaba quieto, como hiznotizado, y acto seguido, se oia un ruido seco, ¡zas!, con el canto de la otra mano de un solo golpe, sábado a sábado mataba un conejo. Este se encogia y se estiraba a un tiempo y moria en el acto, los conejos son mudos nada se oia salvo el golpe sordo y certero que lo dejaba con los ojos en blanco y una gota de sangre en la boca, mi abuela con cuidado lo ponia sobre el cemento del suelo limpio con las alpargatas de gallinazas y tras uno o dos temblores quedaba muerto. “Venga llévalo a la pila”.

Alli mi abuela a escape lo aviaba, un corte en el cuello para desangrarlo sobre la pila del agua, y seguido yo lo agarraba de las patas traseras y ella con tres cortes y tirando con fuerza lo despeletaba, y la piel, blanda caliente de vida ya perdida, era lanzaba con fuerza sobre la pared de casa y allí se quedaba pegada lista para secarse, mientras limpiaba las tripas del animal en un visto y no visto pues todo era menester hacerlo de corrido para evitar que la carne se malograse en ese eterno feo color rojo de moratones de la carne de animal mal matado y peor desangrado y finalmente con una cuerda y un sarmiento separaba el pecho del conejo, y le ataba las patas para tener de donde colgarlo y “anda maño, tira para arriba, súbelo al granero y que se joree, mañana nos lo comeremos en el arroz. La carne recién matada no se puede comer”.

Con el paso de los días, de las semanas, de las paellas, la pared año tras año se iba llenando de pieles, una fortuna a la intemperie que era fácil de ver en muchas de las paredes de piedra de los viejos corrales de las casas de entonces. Sin embargo, yo no terminaba de creer que aquello en realidad tuviese tanto valor como parecía pues no había visto jamas un abrigo de piel de conejo, ¿para que se usaría?, y pensaba que si en realidad fuese algo de valor, estarían escondidas y no a la vista de todos en algun rincón del granero, en la falsa lejos de la chimena donde decían los mayores que la gente guardaba el zafran viejo, y eso, eso si que valia un dineral. Con el zafran se compraban casas, campos, cosechadoras.

- Buenos días señoras, dijo la forastera deteniéndose junto a la fachada de Carmen y su eterna sombra, compro pieles, si ustedes me las quieren dar.

- Buenos días hija, ¿habéis venido toda la familia? Preguntaba siempre mi abuela

- Oh, me perdone, no la había conocido, siempre me pasa igual, recordaba yo que era una calle de estas donde usted vivía, pero siempre me confundo, que tonta, solo yo y mi hermano que viene detrás con el estaño

- Y madre que hace, que vida lleva

- Se ha quedado en Valencia, ya no sale de casa, allí con la familia que le cuida, de nada le falta, somos muchos

- Ya le mandaras recuerdos, quédate aquí un poco hija, voy a por las pieles, me darás tres duros por cada uno ¿verdad?

- Señora, que pieles me va a sacar, de visón. Le de recuerdos de la familia a la Virgen del Carmen

Y mi abuela dejaba la caldereta del agua, el badil y la escoba y  las dos gitanas se quedaban cascando mientras emprendia el camino de casa para replegar las pieles de los conejos.

Entonces, recién levantado bajando el ramo de escaleras semicirculares, ese mismo que cuarenta años antes al construir la casa recién acabada la guerra mi abuela contra todo y contra todos se empeño en verlo hecho realidad de la mano de aquel albañil de Caminreal que piedra a piedra dio forma a la casa, dejando en ella una escaleras nada corrientes, anchas, con su giro acaracolado, bonitas de verdad en comparación con cualquier otra que se construyese entonces, una simple y estrecha línea recta que ocupase el menor lugar posible, en casa, eso no paso.

Anda maño, ven que le voy a dar las pieles de los conejos a la gitana, ve a ver si tiene el Tio Perico la llave puesta en el corral y si no vas y se la pides y te traes el palo mas que largo veas para poder bajarlas de la pared con la escoba no llegaremos, anda corre. Y allí que fui para que mi abuela pudiese bajarlas.

- Aquí las tienes hijas, cuentalas tu misma, a tres duros cada una, suma lo que me debes. No te venderan muchas, ni tan buenas como estas, lleva una temporda que pasan un gitano del charco a por ellas.

- Señora, a ese precio no se las puedo pagar, si quisiera un duro pues igual se lo daba, pero tendría que querer yo darselo, asi que, si me las quiere dar mejor para todas, no se las a llevar a casa otra vez, ni a tirarlas, seria una pena.

- Pues ya son tuyas, no cale hablar mas

- Redios, esta es mas gitana que yo. Elogiaba asi Carmen la compraventa

- Le dare recuerdos a mi madre, muchas gracias señoras, por ahí se siente mi hermano, sigo mi camino, pero ese payo del charco nos ha quitado casi todo.

Cuando mi abuela inesperadamente una fría mañana de hielo y nieve de enero subio al cielo de la mano de su prima Nieves, tal vez los conejos pudieron pensar que todos sus males habían llegado a su fin, que dios había hecho justicia y que de ahora en adelante se iban a dar la vida soñada, la vida del tocino en la corte. Pero nada más lejos de la realidad, quizás lo único que cambio y a peor fue la vida de la gitana dado dejamos de guardarle las pieles. Digo, que mi abuela subio al cielo, pero quizás me haya precipitado y aun no haya llegado.

A partir de aquel dia seria mi padre y mi madre una vez uno y una vez otro quien se encargasen de matar el conejo mientras criamos por casa, y aun después de dejar de hacerlo y ablentar todas las conejeras seguimos comprando y matando mientras pudimos los conejos vivos a unos y otros. “Nada como lo que se cria en casa” decían con el conejo ya en la mesa, “aprovechar que se acaba vosotros ya no criareis y hasta os dara pena matarlos”. Vete a saber que pasara el dia de mañana, ¿quien sabe?, como si un conejo criado en casa a base de granulos fuese diferente a uno cualquiera criado en una granja. Cierto es que el tacto de los granulos era agradable y hasta el olor que despedia el saco una vez abierto antes de que el polvo del interior se te metiese en la nariz, y si, mas de una vez y dos me lleve alguno a la boca, ¿a que sabía?, a nada, ni siquiera daba asco. Pobres conejos, el golpe final debía ser lo de menos.

Ellos no eran como mi abuela, a pesar de ser mi padre mucho mas fuerte, le daba pena dar un golpe con la mano y que pudiese fallar, asi que desde el primer momento se agencio el mango de la azada de cavar la viña de la vieja Dehesa años abandonada al terraplén, de mi abuelo Casimiro. El golpe sonaba y se podía sentir por toda la casa. ¡Zas!, habia caído otro, mañana domingo fiesta, misa y paella.

A mi abuela la imagino como a tantas otras mujeres de la familia mi Tia Nati y mi Tia Felisa, pero en especial a ella, subiendo al cielo y llegando a estar a la diestra de Dios y girando la cabeza para poder verlo bien, fijar en él la mirada y poder hablarle, poder pedirle un ultimo favor, un acto de justicia.

- Señora Rosa, ¿no ve hoy bien?, se tendrá que cambiar las gafas, ¿cuantos años hace que no se las mira?, no es normal ni ver tan poco ni girar la cabeza entera para poder ver lo que esta en el culo con perdón. 

- Parece mentira, usted Doña Pilar que se fija en todo, con lo lista que es y que no pierde un detalle que después de tantos años, aun no se haya dado cuenta que de un ojo no veo y de otro poco.

-¿Pero y como no me había dicho eso, y ha esperado a que me diera cuenta?, habrá que ir al oculista.

- Por dios Doña Pilar no pase pena por mi, déjelo estar, lo mío no tiene cura, cada vez nos queda menos, de la tele solo me gusta sentirla, no me fijo.

- Pues hablare con …

- Calle, y le cuento que todo lo quiere saber y para todo cree tener usted arreglo.

- Naci asi, con el ojo derecho nunca he visto nada y con el izquierdo lo justo, debio ser cosa de envidia entre pobres y a mi madre alla en Torrijo le echarían mal de ojo y el que mas y el que menos nacimos viendo lo justo, mi hermano Blas el de Francia va parejo conmigo, y siempre me dice que lo mejor es lavarse los ojos con unas gotas de limón, redios, usted se cree que le voy hacer caso a semejante tontería. Una no ve o ve poco y no hay nada mas que hacer, menos a nuestros años. En cambio, salimos todos la mar de guapos y altos, cosas de envidias como le digo, cosas de pobres, mi madre la Tia Jeroma la más bailadora, todas las noches de ronda salían a buscarla para que bailase, haciendo pareja con mi suegro.

- Pero mujer, no creerá usted en esas cosas, eso no seria asi.

Asi mi abuela ya en el cielo: “¿Perdone es usted Dios?. Vera, supongo que me conocera, que sabra de mi vida mejor que yo y lo que ahora le voy a decir y pedir, igualmente me lo concederá y ya se lo imaginará. Dispenseme, pero aun habiéndome ganado el cielo, aun es pronto para entrar, quisiera me permitiera bajar un momento a dar vuelta del infierno y de paso entrar al purgatorio, y cuando haya acabado de saludar a todos, volver junto a usted. He de hacer unos recados. Si ya se lo que me va a decir, que Casimiro esta aquí, pero con una copa de cazalla y unas cantas, tardara en echarme en falta. Le de recuerdos y que me aguarde”

Asi que aun hoy, tres décadas después imagino a mi abuela a medio camino del cielo, en el infierno o en el purgatorio, ajustando cuentas con el pasado vivido en la tierra, junto con sus sobrinas Nati y Felisa y a dictado de esta, seamos claros, repartiendo hostias.

“Tia Rosa, pirma Nati, somos tontas, no tenemos remedio, pero en el cielo ajustaremos cuentas con todas esas hijas de puta y cabrones mal nacidos que nos han ido cayendo en suerte uno tras otros sin haber hecho jamas nunca nada nosotras para merecerlo. Dios nos ha dejado tiradas en la tierra llena de buena gente que dicen que esta, menuda mentira”

Por la esquina del cuartel llegaba tranquilo el gitano, al contrario de lo que ocurria con su hermana, con el no había duda alguna, era gitano de los pies a la cabeza, de cerca o de lejos, casi negro, el sol, el camino y el trabajo, la vida parecie haber hecho el resto, con las alforjas llenas de vete a saber que, trastos para estañar, el pregon que lanzaba era indescifrable para mi, pero las personas mayores sabían que era el estañador, y en casi todas las casas aun se hervia la leche en unos coceleches rojos y azules con el culo remendado y los bordes oscuros de tantas y tantas vacas como vieron pasar. Afortunadamente en aquellos días, todo se arreglaba, aunque fuera para luego poner allí el agua de las gallinas o una maceta.

- Buenos días, dijo el gitano abandonado la acera de los porches, cara el corral del herrero donde mi abuela y la Carmen habían despedido a su hermana instantes atrás, ¿algo para estañar?

- Si maño, espere que voy a por un par de cacerolas y un jarrón a ver que puedes hacer

- Oh Señora, buenos días, casi ya no la reconozco, tantos años que no vengo por aquí, ahora que mi hermano se quedo con mi madre he venido yo, ya no podrá ser que vengamos mucho por aquí, igual ya no volvemos, ahora vienen otros, las pieles ya no las quiere nadie, ni aun casi se guardan y nadie remienda, nos gusta ir de un lado a otro, pero ya somos mayores.

- ¿Tu eres el de la virgen? Ahora te conozco niño, como corrías con las gallinas aquel dia, pues no han pasado para todos poquismos años ni nada

Mi abuela salio con un par de cacharros y el monedero en la mano, y a mi me daba la impresión que iba a pasar lo mismo que con las pieles, iba a reparpara algo que no usábamos, tan solo por lastima.

- ¿Y madre que tal? Ya nos ha dicho tu hermana que por Valencia

Lo que le quedé bien estara, se ha hecho mayor, como todos, era yo bien pequeño cuando vine con ella la primera vez. Entonces íbamos vendiendo cosas que hacían los presos en la cárcel, cuadros, cruces, y llevábamos una Virgen del Carmen, que no había cosa que mas quisiera mi madre, de pueblo en pueblo con la excusa de rifarla vendíamos boletos que nunca salían premiados, hasta que dimos con usted, y mi madre le quiso vender algun numero y usted la calo y no se dejo engañar por una gitana y no compro. Si me toca, esta noche se venga y se lleva la gallina mas grande que tenga. Y asi fue, al hacer de noche llegamos a su casa y mi madre le dio la Virgen del Carmen, mandaba el hambre y usted me dejo pasar al corral y cogi la gallina mas grande que tenia, aun me provoco que me llevase el gallo de oro, y resulta que no tenia ninguno, era mas grande que yo la gallina que enganche. Fue un gran trato, a pesar de todo, quedamos contentos y amigos, yo decía madre si damos la virgen igual otro dia no tenemos que comer,y ella me decía, si hoy no comenos no habrá otro dia y no quisiera yo morir en este pueblo ni mucho menos que me diesen tierra en el lugar… Mi madre cuenta muchas veces la historia. Pues esto ya esta. La voluntad señora.

- Aquí tienes, muchos recuerdos y si no nos vemos que vaya todo bien

- Adios, señora, adiós a las dos. Cuidense.

Nada quedaba por ver, ni aun por hablar, mi abuela junto a Carmen frente al corral del herrero si dijeron adiós, un hasta luego, “no sé para que barremos, no luce nada esta calle, antes con la tierra se emporcaba menos”. Y cada una barriendo se fue encaminando hacia a su casa, “tira para adentro a desayunar, y ponte hacer faena, todo lo quieres saber”.

Era mi abuela al descubrirme en el portal de casa cobijado por la coritna de lona a rayas otrora verdes y blancas comida por el sol. Tan solo me dio tiempo a llevar la vista hacia el rabal antes de perderme por dentro de casa atravesando el patio hacia la cocina. La gitana seguía siendo igual de alta alla arriba, caminaba por el centro mismo de la calle y seguía pregonando girando ya la esquina de Inocencio con el saco a la espalda lleno de pieles de conejos, saco que para mi debía pesar una barbaridad, toda ella pareica enorme, un gigante multicolor, caminaba tranquila y derecha y aun llevaba otro saco por llenar. Podía con todo, mientras su hermano con su andar tranquilo, cansado, como sabiendo que ya no volveria, pegado a la acera de la Carmen la Amada mas allá del callejón de los condas, unos metros atras de su hermana dejaba al pie de la costera los bartulos en el suelo, alguien lo había llamado.

¿Cómo era posible vivir asi?, de unas pieles de conejo que la Moracha tiraba y que para mi abuela no valían nada, y de unos remiendos en unas soperas de porcelana roja y azul que se pagaban con la voluntad. ¿Habrian venido desde Valencia andando?, todo ese viaje para darse cuenta de que días antes unos gitanos de Zaragoaza que nunca habían estado por el pueblo se llevaron la mejor parte.

- Papá, ¡Papá!, ¿qué haces? Venga cierra la puerta y vamos. La procesión ya ira por el Peiron, hace rato que dejo de oírse el Baile a San Roque y las campanas ya no se oyen. ¿Qué hacias, en que estabas pensado?

- Estaba viendome a mi mismo años atras camino de un cielo ya perdido, viendo el Barrio de cuando era un crio y ni siquiera llegaba a tocar el timbre de casa. Escuchando el gorigori.

¿Qué?


Nota

1.-  Apiolar 2. tr. Atar un pie con el otro de un animal muerto en la caza, para colgarlo por ellos. Se emplea comúnmente hablando de los conejos, liebres, etc., y también de las aves cuando se enlazan de dos en dos pasándoles una pluma por las ventanas de las narices. (DRAE)

sábado, 2 de diciembre de 2017

En cualquier lugar.

Quizás Calamocha, quizás cualquier lugar donde venir un día a nacer. Por definición, sea para unos y para otros, para quienes siguen ahí y para quienes se marcharon, ayer y hoy, sea tan solo: Aquellos pocos años más bien días del escaso tiempo en el que transcurrió la niñez.



Por un lado, los días de verano y los recuerdos que creemos haber vivido entre moscas, tormentas y calor, instantes de un tiempo ya pasado, aquel que ya no vuelve y que por momentos recordamos tan solo por tratar de creer que en verdad lo vivimos. Siempre, siempre a la espera de que alguien nos dé la razón reconociendo haber vivido aquel lejano tiempo ya pasado, nuestro, suyo.

Aquellos días en los que el no tener nada por hacer marcaba las horas del viejo reloj despertador de manecillas del salón. Rojo, blanco y con números orlados en verde que brillaban en la oscuridad, reloj de cuerda que mi madre compro recién casada a Juanito. Aquel malagueño cariñoso viajante de la vida asentado en Murero que iba de casa en casa vendiendo y charrando desde la calle Mayor de Daroca. Reloj único en toda la casa, pues la vida en aquellos días no necesitaba de más relojes que aquel y el de la torre de la iglesia tocando a muerte a misa a gloria, una hora tras otra tan rápidamente en su tic tac que te hacía enfadar el hecho de que los días en especial del verano transcurriesen con tanta velocidad que todo se te escapa de las manos, días sin más futuro que esperar San Roque, sentir bandear a fiesta, a gloria.

Sentirte inmortal una vez más aún sin poder detener el tiempo. Días aquellos con la mayoría de sus protagonistas jóvenes y viejos ya muertos y hoy descansando eternamente, allá donde todos los calamochinos son buenos porque ya no pueden elegir hacer el mal y ya nada importa menos aun de donde llegaron ni cómo ni porque ni que hicieron para terminar allí, vivir nuestros mismos días, que por un instante también fueron suyos, un lugar como otro cualquiera. Me pregunto egoístamente ¿qué habrá sido de sus recuerdos? de su tiempo pasado, de sus veranos si los tuvieron, también de sus días de escuela, si unos y otros los contaron, si algún día se pudieron sentir niños o tan solo lo fueron, y quisieron ser inmortales aún no habiendo tenido nada de eso. Una niñez en cualquier lugar.

Al otro lado más allá de los veranos el recuerdo eterno de los días de la escuela a uno y otro extremo del tiempo delimitado por Os berdes beranos. Los amigos, las calles, los que se fueron, padres, abuelos, aquellas fiestas, las mismas de hoy, que tan pronto se acababan te sumían en la tristeza, esa que moria, muere y morirá para nosotros cada año en el Santo Cristo, cuando hasta el paisaje cambie, cuando de nuevo la escuela abra sus puertas, cuando antaño llegaba el frio a ese lugar cualquiera para nosotros llamado Calamocha… Y le pegamos fuego a la hoguera, al tiempo, al pasado, a los zarrios, al verano y así en vano tratar de acabar con todo.

Fue una suerte nacer entre el puente la vía y San Roque, entre el Barrio Bao y la Cañadilla, fue una suerte loca, y algún día contare que era eso de tener una suerte asi, en palabras del Tío Vitos, pero con toda seguridad habría sido lo mismo nacer en cualquier otro lugar, y esto lejos de parecer una tontería, le da aún más valor al hecho de que llegásemos a ver la luz y comenzásemos el devenir de nuestra vida al abrigo de las choperas en su rectilíneo paisaje verde, ocre y desnudo, adormecidos por el agua del Jiloca y su discurrir pausado a la espera del primer hielo. Luz entre dos vías, lugar partido por la carretera, tierra siempre de paso, donde lo más fácil es y será marcharse. Joparos y llevaros también los recuerdos, alguien se acordará de vosotros y os guardara la Cañadilla. Seguir el camino del olvidado rio, como a veces olvidamos la vida.





La Calamocha más amable, la única que merece la pena ser recordada, la que pervive en el tiempo, está presente de principio a fin en el libro cuyas letras, frases, párrafos, paginas están llenas de emoción escrita a golpe de recuerdo. De conversaciones sentidas entre abuelos, padres y amigos con el fondo de todos aquellos años de veranos y fríos pasados elevados ya a historia, Calamocha y con ella toda la comarca como lo que en realidad es, un lugar mágico donde pararse un rato, o una vida entera porque sí, tratando con ello de detener el tiempo y esperar para ver la luz del día siguiente.


Hablando, afortunadamente siempre habrá alguien dispuesto hacerlo, recordando tratando de no olvidar, escribiendo otros lo escuchado, para que al menos una parte no acabe allí donde descansan callados en la eternidad los mejores calamochinos, mientras los callados también en vida, los que no hablaran jamás, los que guardan tesoros, los que nunca quemaran nada la noche del Santo Cristo pasan en silencio junto a nosotros.


El hecho de que el libro este escrito en aragonés agranda todas y cada una de sus páginas, de sus recuerdos de sus personas, hechos y lugares… todo ya al filo del olvido, a dios gracias, queda hoy finalmente a cobijo entre letras de emoción de papel impreso. Libro que hay que leer y guardar como el mayor de los tesoros.


Hace unos meses sentí la necesidad de leerlo, no recordaba tenerlo por casa de tiempo atrás cuando esperaba cada momento del año para leer la revista Xiloca, me debí de dar de baja tiempo antes de su publicación, de haberlo tenido entre las manos lo habría leído, así que de pronto me lance por un lado al abismo de internet para comprarlo y por otro a su encuentro en alguna librería zaragozana, todo fue en vano, divertido, pero sin resultado alguno.


Finalmente, recurrí a Chabier, y en un momento me resolvió el problema, por llamarlo de alguna manera que yo mismo me había creado al querer leerlo y no tenerlo.


 Fue un placer de principio a fin, en especial el primer capítulo que da título al libro Os Berdes Beranos, con los recuerdos de José María De Jaime en los veranos de la infancia calamochina, con cariño desde la Castellana a todo el pueblo, amigos, vecinos, lugares…mil y un recuerdos, un puñado de historias, de esas que has oído en la niñez y que ya casi has olvidado, historias que nunca te cansaras de recordar una y otra vez. Sentir Calamocha.


Sea como fuera si los hay que pueden presumir de haber nacido donde han querido, nosotros con resignación tan solo podemos decir que no pudimos nacer en cualquier lugar, dado que Calamocha nos eligió. Fue una suerte loca. No se puede ser más dichoso.




FELIZ NAVIDAD

viernes, 3 de noviembre de 2017

Los últimos días de las escuelas viejas

Aquellas viejas escuelas



El cambio de párvulos a primero de EGB fue uno de los momentos más duros que uno pueda recordar tras el cariño y los años pasados junto a Doña Pili aprendiendo letras y números, entre cuadernos de Rubio y el parvulito con su última página dedicada a la guerra civil y el caudillo, única historia de España que dimos en toda EGB. Había otras prioridades.



De aquellos primeros días no encantaba la música, que salía de aquel armario lleno de pequeños instrumentos, como triángulos, maracas y cascabeles que cuando nos portábamos bien, Doña Pili nos dejaba abrir y sacar para tocar y cantar en los últimos minutos de clase antes de mandarnos a soñar, recogido todo, nos recostábamos sobre la mesa como si fuésemos a dormir con la cabeza entre los brazos y en silencio esperábamos que sonase el timbre.

Días en los que también nos dio tiempo a aprender entre otras muchas cosas, a abrir las botellas de litro, de cristal en caja madera y con tape de chapa, de leche Ram con los dientes, cuando desayunábamos con los restos del Plan Marshall y todos llevábamos en la cartera un vaso  y un poco de cola cao y azúcar, para pasar mejor el obligado trago matinal, plan el cual aún duro unos años más, cambiando los desayunos por meriendas, cuando al salir de clase, tras la hora de repaso, hora que ya, de acuerdo a los nuevos tiempos que trajo la democracia, termino por cuarto de EGB allá por el 1978, dejando a los maestros sin un ingreso extra, ya que tal hora la pagábamos religiosamente cada mes.

A la hora de la merienda formábamos y en orden de clase caminábamos hacia la mesa y los mismos maestros nos rellenaban el pan que habíamos llevado de casa, con lo que ese día tocase. Los bocatas de carne de membrillo y foiegras me daban un asco tremendo, pero lo cortés no quita lo valiente, y me los comía igual.
Dejamos párvulos, nos quitamos el baby azul y quedo atrás aquel primer día de clase cuando junto con José y nuestras madres entramos a las escuelas y subimos al primer piso por la entrada lateral que daba a la acequia y por la cual, a la hora del recreo, los mayores, tras quitar unas piedras podían salir a la calle a fumar o entrar al medio día para jugar junto con los que se quedaban al comedor. Recuerdo subir las escaleras, la oscuridad, lo altas que me parecieron, interminables, la luz al final, y el olor a piedra, cal, humedad, que desprendían los servicios de aquel edificio construido en los años treinta que por algún lugar de España tiene hermanos similares, cuya suerte ha sido mejor.

Ahora que a cada momento tengo frio, echo la vista atrás y lo cierto es que no me faltan ocasiones para haber pasado frio de pequeño, pero el caso es que no recuerdo ni una, aunque a buen seguro, cada día al llegar a la escuela, debía hacer un frio terrible en aquellas viejas clases de las pobres escuelas que en un día quisieron borrar de nuestra memoria con una fachada vanguardista, que ya formara parte del recuerdo de todos esos niños que fueron ocupándola tras nosotros muchos años más tarde.

Aquellas clases se calentaban con una estufa de carbón colocada en el centro, y tenían por toda iluminación, media docena de bombillas colgadas del techo con un cable, y así cada mañana, al llegar a clase, debíamos encender la estufa, labor de la cual el maestro de primero vino a desentenderse como si el frio, a pesar de ser de tierras más cálidas, no fuese con él. Si hay carbón la encenderé, si no, no, y se sentaba con el abrigo puesto. Pronto se daría cuenta que amenazaba en vano, la estufa había que encenderla si o si, y si el no se iba a mover, algo tendría que hacer, así que nos organizó a los chicos en grupos de cuatro o de seis para que cada día fuésemos a por carbón, allá a la carbonera de la esquina del patio de recreo y lo subiésemos al primer piso donde estaba nuestra clase.

Nosotros unos valientes, para no hacer dos viajes, llenábamos hasta arriba aquel cesto arrobero de metal y nos íbamos turnando hasta alcanzar cumbre en la clase junto a la estufa. Los días de nieve y hielo, bajar a por carbón, para unos críos como nosotros, de seis años, era como ascender al Himalaya sin oxígeno y bajar para contarlo, con manoplas de lana, pasamontañas, la trenca que aun cerrada dejaba pasar el frio, y botas de medio pelo, cuando no maripis y pantalón corto. Entrar a la carbonera era como abrir la puerta del infierno, frente a ti, una montaña negra de carbón y al final una minúscula ventana que dejaba pasar el escaso sol de la mañana, se rumoreaba que era un nido de ratas, pero acaso las ratas comían carbón.

Recuerdo que uno de aquellos días, al grupo se le fue el tiempo, bajar a por carbón te permitía escaquearte, pero tampoco era conveniente excederse, y Santi vino preparado para dar guerra a unos y otros con una rata de pega dispuesta a soltarla en la carbonera, ¿de dónde pudo sacarla en aquellos años, en los que no había ni un todo a cien?, no lo sé, pues obvio es el decir, que allí nos juntábamos unos cuantos críos de todas clases, y siempre hay algún incauto miedoso, como uno mismo aunque en esta ocasión estaba de parte del precoz bromista dispuesto a todo. Asustar con la rata al primer incauto que acudiese a por carbón tras nosotros, tal y como hicimos, tras esperar un buen rato.

Y sin más, en una de esas expediciones en busca del fuego, ocurrió uno de esos hechos que se te quedan grabados y que aun con el paso del tiempo puedes recordar sin ningún esfuerzo:

Don Eugenio nada más subir a clase nos mandó a unos cuantos a por carbón, y allá que nos fuimos, no se podía decir que no, saliendo el grupo al patio del recreo por la puerta principal donde en lo alto del descansillo previo a los escalones a derecha e izquierda, aún se hallaba Don Pedro mirando fijamente y en silencio a media docena de alumnos aventajados en ciertas lides de los cursos superiores que seguían formados. Don Vicente, el director, paso como si con el no fuera la cosa, sonreía, era muy serio pero tan solo fachada, como éramos vecinos de el y de todos, jugaba con cierta ventaja, y Don Pedro le puso al corriente de la situación y sin darle más importancia, no dejaba de ser una anécdota más del devenir diario de los tiempos y la edad, se marchó hacia el interior.

Fuimos, cargamos el carbón, nos escaqueamos cuanto pudimos y volvimos cuando ya no teníamos más remedio a clase, comprobando como al pie de la entrada principal y también en lo alto de la misma seguían los protagonistas tal cual los habíamos dejado. Don Pedro se alegró al vernos, y Don Jesús con quien charraba sonriente, se metió la mano al bolsillo y nos dio algunos pitones que había confiscado en clase, como solía hacer cada vez que me veía, nos saludó a todos y yo aún me alegre más, pues me tocaba en ese momento arrastrar el cubo, y pensé que bajarían a echarnos una mano, pero no bajo nadie, a cada cual lo suyo, Don Jesus con cara de pillo se marchó y Don Pedro, la seriedad personificada, nos invitó a subir y nos ordenó parar y quedarnos junto a él.

Don Pedro hablo en voz alta ante su selecto y pequeño auditorio dirigiéndose en especial a nosotros: He de ir un momento a clase del director y hablar con él, vuestros compañeros de primero os vigilarán, serán cinco minutos, mientras no me deis los paquetes de tabaco seguiréis formados en el patio. Ahora vuelvo.

El alto, y medio rubio de pelo rizado estaba a punto de llorar, tenía las gafas empañadas, y una cara de circunstancias que aún recuerdo y recordare siempre, “llamaran a mi padre otra vez,  el paquete esta entero, no me puedo quedar sin el” maldecía su suerte y por momentos lloraba de rabia a pesar de lo mayor que para mí era, lloraba. Uno de sus compañeros no perdió el tiempo, “a mí me quedan tan solo tres, y los voy a esconder”, sacó del bolsillo del pantalón el paquete, lo arrugo con cuidado y dio un par de pasos se agacho y en un hueco de ladrillo al pie de las escaleras lo escondió y volvió a la fila sonriente como si le hubieran quitado de encima todo el peso del mundo o cuando menos una cadena perpetua. El resto de compañeros no hablaba, parecían inocentes, no ir con ellos la cosa y estar allí por casualidad, entre ellos había un par de chicas. Y al final una de ellas hablo.

Por aquel entonces a mí, ya no me llegaba la camisa al cuello, menuda mala suerte, eso sin duda era estar en el sitio y momento equivocado, como le ibas a decir a Don Pedro lo que estabas viendo, me daban ganas de llorar, seguro que me preguntaba a mí, el cara se me notaria que sabía todo, que había visto algo y sin más cantaría y pasaría a ser un chivato, lo que me faltaba, además de gabache, chivato, de modo que había que hacerse el distraído y mirar para otro lado y lentamente empecé a girarme y desviar la vista hacia el interior de las escuelas, con gran alivio pude respirar a gusto, de menuda me iba o nos íbamos a librar. Ahora lo entendía todo. Y con tranquilidad, volví la cabeza hacia el patio donde los presuntos fumadores ultimaban la solución final.

Dámelo a mí que me lo meto en las bragas” se ofreció una de las chicas. El alto de pelo rizado vio ahí su salvación, “Don Pedro ha ido a por el director para que nos registren, pero ahí no se atreverán a mirar, a una chica no” dio con seguridad. Y al tiempo que el temeroso de su padre se levantaba el pantalón para alcanzar el paquete oculto en el calcetín la chica se levantaba la falda y con el paquete en la mano se quedó paralizado, como si sospechara algo empezó a mirar desorientado a todos lados y comprendió que aquello había sido una trampa cuando adivino tras el cristal ya al descubierto el rostro sonriente de Don Pedro, mientras todos nosotros, los más pequeños o al menos yo, mostrábamos nuestro asombro por verlo allí mismo tras nosotros y ver como se la había jugado. “No se lo diga a nuestros padres, no se lo diga”

Aquel primer año de la EGB termino y para muchos hoy su recuerdo es como una pesadilla, un mal sueño de un mundo real que no termino de gustarnos, si bien yo sigo viendo aquella clase como una jungla, con unos cuarenta críos ingobernables, también afortunadamente en gran medida faltos de gobierno y disciplina, codo con codo  gritando, riendo, mirando por la ventana, huyendo del maestro que pasaba de prácticamente todo, un dia subio con una vara para arrearnos, con un palo de pastor, vete a saber, se empeño en meterlo en la estufa y no pudo, lo guardo en un rincón para arrearnos si era menester y a la menor ocasión, no dudo en hacerse el gracioso y lanzárselo al primero que entro por la puerta, y por supuesto, le dio entre ceja y ceja sin pasar la cosa a mayores ”mañana examen, y debéis hacerlo en papel cuadriculado tipo folio, si no tenéis, ir a comprar, quien no lo traiga suspenderá”. Y así llego el primer examen.

En aquellos primeros veranos de la infancia la escuela seguía presente, tan es así, que no terminaba nunca, pues a muchos de nosotros nos apuntaban a repaso con Don Juan, de modo que el mismo abría la escuela, y nos ponía a todos a repasar los números y las letras, problemas matemáticos y dictados, un par de horas a mitad de mañana, lo mejor sin duda, los partidos de futbol en el patio, bien en la pista, bien en la tierra, lugar preferido de los mayores. Cierto es que viviendo tan cerca como viví de las Escuelas, su pista, fue el centro de innumerables tardes de futbol llena de batallas épicas, así cuando en el Barrio no podíamos jugar dado que algún coche nos lo impedía o no dejaban de pasar los camiones que subían o bajaban al Campo de Bello, a la vista de todos, guardias y maestros saltábamos la valla para jugar en las escuelas. Nunca nadie nos llamó la atención. Hoy cuando aquí en Castellón veo a los críos hacer lo mismo, vuelvo aquellas tardes de futbol, pero ya todo es diferente no tarda en aparecer un coche de la policía municipal, requerido por algún vecino ejemplar, para echarlos a la calle, sin duda un lugar mejor, el lugar que le corresponde a tan jóvenes delincuentes.

Fue Don Juan, quien me daría clase en segundo de EGB, ya lo he recordado muchas veces resulto aquel curso un gran descanso en el largo devenir estudiantil que no había hecho si no comenzar, viniendo como veníamos de esa travesía en el desierto que fue el curso anterior. Para empezar, cada día al llegar a clase, en el piso de abajo, la primera aula a la derecha entrando por la puerta central, la estufa, por buen nombre Catalina, estaba al rojo vivo, encendida media hora antes por él mismo, con el carbón que él, y no sus alumnos, traía desde la carbonera alrededor de la estufa siempre había un montón de antiguos alumnos suyos, en especial chicas, que sabían que, hasta la hora de empezar su clase, allí estarían calientes y no les faltaría conversación con su antiguo maestro. Había que madrugar lo suyo para encender y calentar aquellas enormes clases, con suelo de madera, creo recordar y más la suya que comunicaba desde su interior con ese gallinero desvencijado que era una especie de almacén, laboratorio, carpintería, otrora una de las dos puertas principales de entrada precedidas de unas inmensas escaleras donde jugábamos a pillar, uno la pagaba y el resto nos íbamos cambiando de lado a lado…

Don Juan era un maestro atípico, con su bata gris, su pelo canoso, eterno candidato a la jubilación, que, para los maestros, si querían se podía alargar, según decían hasta los setenta, muy querido por todos, padres, madres, abuelos, pues en la calle con todo el mundo se detenía hablar, aun cuando el trayecto que le separa del trabajo a su casa no llegaría ni a los cien metros. Sin, duda era un maestro, un hombre de otra, ahora bien aún hoy no se decir de cual si chapado a la antigua o avanzado a su tiempo, si bien cada día que pasa y lo recuerdo me decanto más por lo último.

Abría la ventana que daba a las casas de los maestros, a su casa, la última en la esquina del Barrio y llamaba a sus palomas y no tardaban en venir a posarse junto a él, nos hablaba de las palomas mensajeras, nos contaba mil y una historias, nos hablaba de los teje manejes que se llevaban en medio mundo los americanos que ya por aquel entonces eran los malos de la película, la mitad de las veces no le entendíamos nada así que luego en casa nos explicaban lo que en realidad nos quería contar, y se lamentaban de lo evidente, a ver si otro año con suerte os toca un maestro joven. Lo cierto es que rara vez abríamos un libro o seguíamos un temario, eso no iba con él, matemáticas a todas horas y para descansar dictados y más dictados, con el diccionario a mano, y ojo con las faltas o los descuidos en matemáticas y todos a portarse bien, ante el temor de que sacase la “rabiosa” como llamaba a una vieja regla de madera con la cual, obsequiaba muy de vez en cuando a los más rebeldes, “ven aquí, abre la mano”, zas.

Y el ruido resonaba en toda la clase como resonaban los cristales cada vez que pasaba un avión camino del campo de tiro de Caudé rompiendo la barrera del sonido a lanzar un bombazo. Llorar estaba prohibido, había que demostrar lo hombre que se era. Y las temidas palabras por su parte: Venga, formar en sección. Dejábamos las mesas salíamos al centro de la clase y nos ordenábamos del más listo al más tonto, mientras comenzaba a contar historias, repasar temas y finalmente a preguntar y asi como si fuera un concurso, ibas adelantando o retrocediendo puestos en la fila según se te diese el tema. Mañana formaremos al revés, el primero será el más tonto y el ultimo el más listo… veremos lo que dura la fila.

Algún viernes por la tarde nos dejaba hacer con la asignatura de manualidades, que no recuerdo ahora muy bien cómo se llamaba, pretecnología, con su libro y su sobre con papel de colores, recortables, dibujos por colorear… Hacer lo que queráis, en silencio, nos decía mientras se lamentaba de que fuésemos aun pequeños para enseñarnos a usar la sierra y la madera. Al menos se rompía la monotonía de unas tardes sobre todo las de invierno cuando anochecía tan rápido, en la que lo más fácil era quedarse dormido viendo el retrato colgado de la pared de Franco aquel en el que parecía un cazador, lleno de polvo, comido por el sol el frio y la desidia que un buen día de aquel curso tuvo a bien morirse,el cuadro y su protagonista, supongo que como todos, sin querer. Aquel día no hubo escuela, y Reme aún recuerda que aprovecho la fiesta para comprarse una cartera nueva.

Las escuelas viejas se quedaban pequeñas y a muchos, entre ellos mi hermano les toco aquel año bajar al instituto a dar clase, de modo que madrugaba algo más que yo y así aquel día a mitad de camino por la Calle Real, conoció la noticia y los mandaron de vuelta a casa:

“Franco ha muerto, no hay clase”, dijo al llegar a casa al poco de marchar. Pronto los maestros del Barrio confirmaron la noticia a nuestras madres y abuelas que estaban barriendo la calle, y a la gente que pasaba y a unos y otros, y aquí paz y después gloria, aquella noticia largo tiempo esperada como algo natural ni fu ni fa y ni aquel día ni los siguientes dieron para más recuerdos, que una tele en blanco y negro, velatorio, coronación entierro, y la conversación típica, redios, de pocas no se muere, mira que se ha hecho mayor, si le hubiera tocado trabajar se habría muerto antes, y ahora qué coño, pues el otro.

A los pocos días de volver a clase, una tarde Don Juan entro con retraso, sonriendo como siempre, aunque a veces daba miedo en toda su seriedad verlo sonreir, traía bajo el brazo un montón de papeles unos poster de Franco y el Rey, miro como hacerlo y no lo tenía claro, no había para todos, al final dijo que se los habían dado para repartir entre nosotros, pero que dado que no había para todos lo mejor era en estos casos no señalar a nadie, sortearlos y a quien le tocase apechugase, cargase con el muerto y el otro y se lo llevase a casa y punto… así que alguno que otro aquel día se fue con el testamento de Franco y el saluda del Rey…(Creo que uno de mis más fieles seguidores en blog, un año mayor que llevo en su curso le toco premio)

Al poco tiempo, Don Juan, aprovechando el paso hacia el laboratorio pidió a uno de los alumnos mayores, que sacase la escalera, descolgase el cuadro de Franco y lo dejase en el cuarto de la madera, taller, almacén, lo que fuese, …. Y allí quedo el clavo huérfano a la espera de la llegada del Rey. Debimos de ser unas de las primeras clases en iniciar la transición… es más creo recordar que en aquella clase había dos cuadros colgados a falta de uno.
A veces Don Juan abría la ventana, silbaba y una de sus palomas se acercaba hasta él, y se dejaba tocar, era un espectáculo inmenso, y nos contaba todo de lo que eran capaces las palomas, sacaba del bolsillo de la bata unos granos de trigo y se los daba de comer. Fue por aquellos días cuando Mari Mar debió llegar al pueblo, y por tanto a clase, recuerdo que Don Juan nos dijo que venía de Andalucía, del pueblo de Juan Ramon Jiménez de Moguer, a vivir al cuartel, el poeta que había sido premio nobel por escribir Platero y yo, y que un día haríamos un dictado de Platero, que a mí se antojaba seria dificilísimo no en vano era un premio nobel y pocos españoles lo habían conseguido, (no podía estar más equivocado al nobel poeta, las faltas de ortografía, ni fu ni fa) al no haber ningún sitio libre, le sentó junto a él, frente a mí. Era guapísima, con el pelo larguísimo a resultas de lo cual yo no sabía hacia donde mirar sin avergonzarme, sin ponerme rojo, casi no podía ni mirarle a los ojos, no me atrevía y me pasaba el día esquivándola hasta que Don Juan unos clases más tarde, una vez hubo hecho amigas, le cambio de sitio. Cada vez me resulta más difícil mantener fiel a mi vecina Pili, mi primer gran amor, nos hacíamos mayores. Don Juan diría: "Jesusin, nostaljia se escribe con g, para mañana me traes cien veces "Nostalgia se escribe con g" Y no te dejes el acento"

Aquel año pasaron muchas cosas, también fue el año de la comunión y por las tardes, íbamos al catecismo, lo impartía, Dios en la tierra, es decir Mosén Salustiano allí en la sacristía de la iglesia bajo la luz de una bombilla y con un frio mortal, un frio de esos que todos conocemos, pues hubiésemos estado mejor, en las gradas de la iglesia que allí de pie a su diestra, nos formaba en sección y hacia preguntas. Yo me imaginaba que dios debía ser como él, sonriente, pero en amable y sin dar capones. Sin embargo, de comulgar, nos daría Mosén Feliciano.

Como digo aquel año pasaron muchas cosas, y una de las principales, era por todos conocida, las escuelas viejas se terminaban allí por el Gazapón, junto al país del Ajutar, encima de las enrunas de la cangrejera escenario de mil y una batallas contra los hijos de los civiles, estaban terminando las nuevas escuelas que abrirían al curso siguiente.

Quedarían como testigo las barandillas que colocaron delante de las puertas, para evitar que en las ansias de libertad saliésemos corriendo y nos atropellase un coche de aquellos años, o el camión de la cal de Hernandez o uno camino de Piensos Z o del campo de Bello. Sentarse sobre la barandilla, dar la pingoleta, esperar… Las escuelas estaban a punto de comenzar esa travesía en el desierto que les llevo a terminar en el Criet, pasaron por ser guardería, escuela de música, taller de confección, depósito del archivo municipal, y lugar de acogida para cientos y cientos de palomas, que de vez en cuando veían su sueño alterado por algun que otro gran calamochino linterna y saco en mano, despidiéndose a lo grande, como colegio electoral unas cuantas veces, aprobando la constitución, dando la bienvenida a la UCD, y a alguno que otro más, y también dando la bienvenida a la llegada del CDS al ayuntamiento calamochi, a la postre su condena, su verdugo, con el fin de no hacer subir a la gente, allá tan lejos donde abrieron las nuevas como colegio electoral,  recuperando en parte con la llegada del Criet el esplendor de antaño lleno de zagales y maestros, mientras moría su espíritu al ser derruida su maravillosa fachada si no de los nuevos tiempos, por decir algo, ya que no hay consuelo para tan gran despropósito ya irremediable.

Formábamos al entrar y al salir, el orden y el silencio siempre fue primordial, cantar no cantábamos nada, uno de los maestros al que le tocase aquella semana, aunque daba la impresión, que siempre era el mismo, desde lo alto de la entrada principal, hacía sonar el silbato, todos los maestros llevaban uno en el bolsillo o tenían uno a mano, cuando les tocaba estar al mando, así  Don Juan, nos premiaba dejándonos tocar el pito que marcaba la salida al recreo o a comer, desde el centro del pasillo. Quien fuese desde lo alto de la entrada principal, mandaba formar, alinearse, cubrirse, firmes, y una tras otra fila, curso a curso iba dando entrada a las clases por una y otra escalera. Frente a nosotros, arriba estaba la bandera de España. Y así todos los días, todas las veces, o casi.

Por las mañanas en párvulos entrabamos por la puerta lateral, subíamos y formábamos en el pasillo, y a nuestro lado formaban una parte de los mayores, imagino la clase de octavo, eran ellos, los encargados de izar la bandera, mientras el resto quedaba formado en el patio, la ceremonia era sencilla, llegado el momento, en silencio, con todos formados, arriba y abajo, creo que por parejas, a los de octavo les tocaba izar la bandera acompañados del maestro vigilante, se acercaban a la ventana donde estaba el mástil y colgaban la bandera, a todas luces una operación sencilla, un palo, una cuerda, y una bandera. Se colgaba o se quitaba y listo, se izaba o se arriaba, y listo.

Una mañana, llegó el desastre, se consumó la tragedia, aquello me daba un miedo terrible que un día pudiese llegar a pasar, y efectivamente paso, mira que si un día la bandera se cae. Y así fue, se cayó cuando iba a ser izada, que siempre parece más grave que cuando se arria, y cayo al patio, aquel rubiales, encargado de izarla, junto con el del pelo rizado, y es que siempre parecían ser los mismos los protagonistas a uno y otro lado se les fue la cosa o la bandera mejor dicho de las manos, en concreto al rubiales, a quien le cambio la cara en un segundo como máximo responsable del accidente al verla volar hacia el suelo. Se armo la de dios.

Al rubio de pelo largo al ver caer la bandera a buen seguro le hubiese gustado irse detrás con ella y casi habría sido lo mejor, el silencio quedo roto, se oyó un barullo inmenso en el patio pero arriba no se canteo nadie, salvo el del pelo rizado que dio un paso atrás sabiamente quedando así fuera del alcance del maestro quien enrojeció de furia y fuera de sí, agarro del pescuezo, la oreja y el pelo todo al mismo tiempo del torpe alumno, ¿qué haces, estas tonto?, bajar a por ella, chillo, bajar a por ella, y de pronto nosotros, los más pequeños formados junto a la escalera corrimos hacia abajo a por la bandera, movidos tanto por la pena que nos daba el protagonista del accidente a saber que le iba a pasar al melenas y como sobre todo por el miedo que nos daba el maestro, al fin y al cabo el desdichado compañero de octavo sujeto por el largo brazo de la ley no podía bajar. Vosotros, no benditos, o inútiles, como nos llamase, nos chillo el maestro, el tonto este y lo soltó y empezó a correr escaleras abajo a por la bandera, mientras volvíamos a formar a la espera de que subiese, la izase y sin más nos dejase marchar a clase, como así fue, salvo por parte de los protagonista que se quedaron allí de pie junto a la bandera castigados como dios manda, debieron de lloverles leches a todas caras ya en la intimidad del pasillo con todos en clase…

Llegada la semana santa, los jueves de cuaresma a los chicos nos ponían en fila una detrás de otro y nos llevaban por la mañana a pasar frio a la iglesia, “de retiro”, no recuerdo muy bien en qué consistía todo aquello, salvo que era el mayor de los tostones imaginable en una iglesia llena de críos, oscura y fría, sermón va sermón viene y en absoluto silencio y quietud. Y tras el jueves llegaba la tarde del viernes, donde ya todos grandes o pequeños, chicos y chicas, íbamos a celebrar el Vía Crucis, estación tras estación siguiendo la cruz, un aburrimiento tal, que solía quedarme dormido en brazos de Doña Pili. Lo teníamos claro, la culpa de todo no era de los curas, si no de los maestros, que nos llevaban a la iglesia sin saber muy porque, dado que, de no ir, nadie se habría enterado, ni a nadie le habría importado. Ya en las escuelas nuevas, dejamos de pasear llegada la cuaresma, inaugurada la democracia, no dudamos en abrazarla. Claro que los nuevos tiempos, también se llevaron por delante algo tan bonito como eran las mañanas de mayo, el mes de la virgen, el mes de las flores cuando a eso de las doce salíamos al patio interior de la escuelas viejas donde todos los años se montaba un altar con una imagen de la virgen a la que llevábamos flores y le cantábamos, un momento, este si, sin duda mágico.

El corral de Joaquín y la Carmen estaba lleno de flores, de rosas que crecían sin querer, sin cuidado alguno allí en la mejor tierra del mundo, pero sin duda, lo que más nos gustaba era recorrer el rio de la Fuente del Bosque al puente romano en busca de lirios, amarillos, blancos, cortarlos y llevarlos en un bote de agua, cuando las orillas del rio parecían hervir de primavera, y frescura y competíamos por ser quienes más flores y más bonitas llevase a la virgen.

En aquellos años, días para nosotros, era evidente que tanto algo viejo parecía acabarse mientas nacía algo nuevo, terminaríamos segundo con Don Juan y tras el verano ya todos sabíamos que las escuelas nuevas nos esperaban, si bien se hicieron de rogar unos meses más después de empezado el curso y como ya eramos mayores, nos toco comenzar el curso de tercero en las aulas del instituto, que por aquellos años, ya era instituto aun sin poderse cursar el bachillerato, hasta un par de años más tarde cuando por fin, se abriría de par en par para su finalidad, para que una vez acabado octavo pudiésemos estudiar sin salir de casa.

Así que con nueve años más o menos, con la cartera cargada íbamos al instituto, volvíamos a comer a casa, ante una calle Real repleta de tráfico y personas, aun con las dos direcciones, un trajín inmenso de idas y venidas, una gran ciudad, había que ir con ojo mirando a todas caras, a veces venia el padre de José y Miguel Angel y en el dos caballos furgoneta subíamos todos y enderezábamos hacia el Rabal, pero era evidente, que andando se llegaba antes, los atascos era el pan nuestro de cada día a la altura de la casa del Concha una vez pasado el Casino, a comer y de nuevo al instituto y vuelta a la tarde para casa a merendar, ver al comandante Cousteau y hacer los deberes. Sin duda los tiempos estaban cambiando rápidamente y sin duda a mejor, Don Juan quedaba atrás, y en clase nos recibió Doña Ascensión, ya cuando llego al Barrio aparco su 127 nos saludó y entro a ocupar la que durante un buen puñado de años seria su casa, quedamos rendidamente enamorados, eternamente enamorados. No había color. Todo era tan distinto, empezando por la clase, sus mesas, sus sillas, sus ventanas y algo increíble, había radiadores, calefacción. El paraíso.


Tiempo después de comenzar aquel curso, llego el momento tan esperado de inaugurar las escuelas nuevas, asi que una mañana llegamos al instituto, cargamos con todo lo que había en clase, y uno tras otro, clase tras clase, calle Real arriba hacia el Barrio Nuevo y las Escuelas Viejas donde nos esperaban ya el resto de compañeros para continuar el camino que nos llevaba a las nuevas escuelas tras la costera de la era de San Roque, en el país del Ajutar entre la carretera, el Gazapón y la Cangrejera, cara el Poyo. Hacia un día magnifico. 

La fotografía pertenece a un programa de fiestas de aquellos maravillosos años.