sábado, 7 de abril de 2018

La sombra de Calamocha es alargada


Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer. No dudo de que, aparte otras varias circunstancias, fue el clima pausado y retraído de esta ciudad el que determinó, en gran parte, la formación de mi carácter.
La sombra del ciprés es alargada. Miguel Delibes
1.- PRIMAVERA

¿Niña, estas tonta o qué? La voz de mi abuela chillando enfadada rompía el silencio del cuarto donde tan solo con prestar atención se podía sentir el paso del tiempo. Sobre una esquina de la mesa la más próxima a la ventana con el fin de aprovechar al máximo la luz natural, ahorrar en suma, gastar lo menos posible en todo, mi hermano y yo hacíamos los deberes a la espera de terminar y poder encender la tele. Mi abuela sentada justo en la ventana le chillaba a la Tía Antonia, sentada frente a ella.

Que te digo que son cuatro del derecho, cuatro del revés y la vuelta, pero al volver, no tienes que empezar por el derecho, si no por el revés, y así doce veces, seis de cada para que se pueda cerrar. Anda trae, deshaz todo. Tonta, mas que tonta, y ayer igual. Aquellos gritos con seguridad los había oído el Santo Cristo, pero ella, tan apenas. La sorda el copón, tu solo oyes lo que quieres, anda, ya que sabes tanto, que te den un papel y te lo escribes. La de Pepe Ruiz  que me ha dado dos sabanas de lienzo antiguas para poder hacer dos colchas y a este paso no vamos a sacar ni un mantel, para eso no es menester que me ayudes, hazte tu faena y déjame a mi con la mia. Pues si luego hemos de bordar, mal acabaremos tu y yo.

La Tía Antonia se giraba, nos  miraba, como diciendo y a mí que me cuentas,  y se le iluminaba la cara, literalmente se partía de risa, y nos hacia reír a todos. Que no me chilles le decía a mi abuela y pataleaba y se balanceaba en la silla que parecía se iba a caer o crujir y acabar ella en el suelo de esas viejas baldosas a pesar de ser de los años sesenta de Corbatón en las que se podían encender una cerilla y resbalar era imposible, estoy sorda niña y no te oigo, y ante sus propios gritos el sonotone que llevaba se volvía loco y emitía un pitido ensordecedor que todos, incluido el Santo Cristo oíamos menos ella. Apaga eso que os pateo a los dos. Y volvía la calma una vez que atinaba a darle al interruptor y vuelta a empezar con el ganchillo.

Venga maña, olvídame que no es mi santo que dice la Moracha, mira que hora es ya, y después hemos de ir a misa que hoy hay aniversario un año que hace ya que murió el pobre aquel, las tardes así no cunden nada. Como el Tío Sino, todo le da igual, mira que le importa a ella de quien sea la misa, si va a venir igual. Prácticamente hasta el último momento fueron a todos entierros y aniversarios, tal vez se dejaron alguno, pero era simplemente porque se lo merecía el o la protagonista, más que por el frio del invierno. A la hora de la misa las abuelas, con su luto de pies a cabeza, salían hacia la iglesia y poco a poco se iban uniendo en el camino unas a otras, se cogían del brazo y caminaban ocupando toda la calle y charrando entre ellas. Redios que portazo, la Moracha será que vuelve del Peirón, a ver que nos cuenta. Mi abuela en silencio toda la tarde agradecía la visita de la Carmen con sus noticias del Barrio Bajo que regularmente, igual que ahora, eran siempre las mismas. ¿A que no sabes quién se ha muerto? Por que siempre se estaba muriendo alguien y parecía que de un momento a otro Calamocha se acabaría. Mi abuela contestaba Fulanito solo por que sabia que estaba mal y llevaba unos días en la Residencia de Teruel, pero la Moracha, a gritos de sordera, decía, no, Menganito, así que mañana iremos de entierro, riéndose escandalosamente a la espera de que le diese mi abuela la razón, no se lo merece, pero solo por ver como le dan tierra a ese mal nacido iremos, a las cinco tocar y a la media la misa, con la mala vida que le ha dado a la pobre de su mujer, que no hay cosa más buena en este mundo… ahora se había de buscar otro y joderlo al mamarracho. Y a la misa de hoy, chica, no me apetece, que estoy cansada y total ella tampoco vendrá a la mía, mañana si que no faltaremos. Sin embargo, ninguna era lo que podemos considerar beata o creyente en si, considera va haber dios, como lo eran las de misa diaria, ir a entierros, aniversarios o misa el domingo era otra cosa, era un acto social, un lugar de encuentro, la misa era lo de menos y de los curas ni hablar unos desustanciados lo importante siempre fue el camino y las gradas.

Al poco de morir mi abuelo Casimiro comenzó a trabajar mi madre y mi abuela se quedaba sola en casa por la tarde, unas casas mas arriba, cara el Rabal en la misma calle vivía la Tia Antonia, viuda también quien comenzó a venir a casa a pasar la tarde junto a mi abuela y hacerse compañía, nunca mejor dicho, compañía, tan solo compañía, sentadas una frente otra en invierno junto a la ventana del cuarto y con el buen tiempo tras la cortina junto a la puerta del corral donde siempre corría algo el aire. Hacían ganchillo, colcha tras colcha, tapetes, manteles, para que todos los que íbamos detrás tuviéramos un recuerdo suyo en la cama, ojeaban alguna vieja lamina de costura de antiguos catálogos de modista, se pasaban muestras de unas a otras en el pueblo y sacaban el modelo con paciencia. Sorda como una tapia, más sorda que el Santo Cristo, cualquier calificativo entrañable puede servir y es o fue una pena sin duda, por que de haber podido llevar una conversación normal con ella la de historias que hoy podría recordar.

Fue el fallecimiento de su marido allí en su casa a mitad del Barrio la primera vez que vimos la muerte de cerca. “Está muy flojo, no tardara en morir, ya casi ni quiere comer” Sentir esas palabras por parte de los mayores como lo más normal del mundo, te daba que pensar si en realidad lo era, si no se podía hacer algo por salvar aquel hombre, como es posible que no quisiera comer. Hombre, silueta, sombra, espectro más bien a quien un soplo de aire se le llevaba por delante, todo huesos, demacrado pero sonriente, con todas las arrugas de la cara marcadas, como las tuvieron nuestros abuelos reflejo del tiempo que les tocó en suerte vivir,  vestido de negro de principio a fin, de los pies a la boina, que salía al medio día a tomar el sol, de pie apoyado en la gayata, a la puerta de casa mientras nosotros al volver de escuela nos fijábamos en él, y pensábamos, aún vive.

Debió morir un sábado, o al menos ser ese día el entierro, con un bonito sol de media tarde cayendo sobre el Barrio, apostados en el portal de casa esperamos que llegase el cura y pasase junto a nosotros con el libro y el hisopo, acompañado de los tres monaguillos necesarios, aun vestidos con la sotana de invierno uno portando la cruz y los otros dos a sus lados, llegados para echar el responso en la puerta de casa, meter el cajón en el coche, aquella funeraria, y caminar hacia la iglesia. Literalmente cagados de miedo, gabaches a mas no poder dudábamos que hacer cuando aquel entierro de película ya con el muerto a caballo pasase frente a nosotros, si escondernos en casa o permanecer en silencio y verlo de cerca. Dios en su infinita bondad nos libró de tomar una decisión cuando la comitiva siguió Barrio arriba hacia el Rabal.

Instalados en la monotonía del día a día donde nunca parecía suceder nada hoy recuerdo un constante trajín con centro en el cuarto de casa que en realidad no debió ser tal. Mi abuela enfadada a mitad de tarde por tener que levantarse a causa del frio, cuando “la mala puta de la jodida estufa” se apagaba sin motivo en el peor momento, y vuelta a empezar con la caja de mixtos de Fosforera Española en el bolsillo del delantal, cuando las cerillas se usaban a diario y se compraban de veinte en veinte cajas, las cuales una vez vacías las reutilizábamos en mil y una manualidades. Un trozo de Heraldo, unos sarmientos bien secos crujidos allí mismo, partidos en pequeños trozos cuyo polvo te devolvía a la viña de la Dehesa de donde provenían y vuelta a encender mi abuela se quedaba frente a ella un buen rato sin quitarle ojo, con el tiro de la estufa y el de la chimenea abierto a tope con el fin de que corriese el aire y prendiese el maldito carbón con forma de almendras que se había puesto de moda y del cual no se fiaba. “Estos de las minas de Andorra se creen que somos tontos, nos dicen que esto es carbón y mejor que el terrón, que no hace polvo, no te jode, ni calienta, cuando venga a vender le he de decir de todo, menudos sinvergüenzas”. Y mi abuela ponía la estufa al rojo vivo, y el brillante plateado se volvía a corros rojo fuego, todos los días antes de encenderla le daba un repaso con un retal de alguna vieja camisa y un poco de Netol, que le daba olor y brillo a partes iguales, tan rojo que parecía se iba a regalar entonces con cuidado nos dejaba acercar un papel y quemar los bordes como si fuese un pergamino y de paso viésemos lo peligroso que era el acercarse.

Y cuando no se apagaba nos daba de vez en cuando un buen susto y el cierzo se revolvía para otra cara y hacia soplar a la estufa a través del tiro de la chimenea y comenzaba a salir humo negro sin sentido y había que correr a escape para apagar con agua el fuego, abrir todo y esperar que ninguna chusta hubiera saltado chimenea arriba y le hubiese pegado fuego al interior como de vez en cuando pasaba en alguna casa, cuando en todas había estufas de leña. Apagar y abrir todo para que se jorease y corriese el humo, veneno puro.

Otras veces era más amable su cara como cuando al llegar de clase y entrar a calentarnos, merendar, hacer los deberes y ver un poco la tele hasta las ocho cuando terminaba la programación infantil y ya te ponías en serio a estudiar, sentías el olor a cebolla asada, una sopera sobre la estufa y unas cuantas horas tenían la culpa. A veces lo mejor venia a la hora de cenar cuando a mi abuela le apetecía un huevo revuelto hecho allí mismo a la lumbre de la estufa, “chica no sé qué hacer de cenar” y sobre un palto viejo de porcelana blanca calentado sobre la estufa echaba el huevo y le iba dando vueltas hasta que este lentamente se trababa blanco y amarillo, todo un sencillo manjar, una poca sal una miaja de aceite y feliz.
3. VERANO

¡Callar! Mandaba mi abuela, y su voz cortaba el ambiente como un cuchillo el duro jamón del granero colgado de una cuerda y te hacia estremecer ¿Qué pasara ahora? No era menester gritar, en realidad nadie hablaba ni aun si quiera la tele todavía en blanco y negro y de un solo canal se sentía, en marcha sin voz a la espera de que empezase aquello que nos gustaba mientras hacíamos los deberes. Parece que se siente trajín por la calle, puertas, pasos, autos. Asomaros a ver. Y allí en medio del Barrio en la costera una furgoneta y alguien caminando hacia ella. Naranjas de Valencia.

Vamos, son los valencianos, vienen a vender naranjas a cambio de patatas, vamos corriendo a la bodega a coger un cesto y a ver como son y que quiere el de Reino. Gargallo había hecho un par de cestos para estos menesteres, en apariencia arroberos, pero en realidad, algo más pequeños con el fin de salir ganando en el cambio. El Señor de Valencia que tampoco seria tonto, imagino nos traería las naranjas que se habían caído del árbol y nadie quería por no decir que eran del tío Andres, que ni es tío ni es res. La conversación siempre era muy amena, de donde vienes, a donde vas, que tal el tiempo, y como son, y cuidado que nuestras patatas no tienen precio, que para criar naranjas no hace falta agachar los riñones y el corro se hacia cada vez mas grande en un continuo ir y venir de cestos, pozales, calderetas, cubos. Unas naranjas como soles con una piel gordísima y un sabor como el arrope. Redios mira que son pobres estos valencianos, con la tierra que tienen y el clima y no crían ni una triste patata. La furgoneta se vacíaba y se llenaba a un tiempo. Era complicado entender como en Valencia en apariencia no había patatas y para colmo tratábamos de tomarle el pelo al pobre valenciano de turno que había venido hambriento a por algo tan básico como eran las patatas frente a unas naranjas que había que comer sin parar por que no se guardaban.

Sobre las siete y media mi abuela salía a encender la gloria para que la cocina estuviera caliente a la hora de cenar, en realidad permanecía encendida todo el largo invierno, unos sarmientos, algo de leña gorda de los árboles que había en todos los ribazos de la vega, manzanos, perales y poco más. Ardía y calentaba, calor sano, sin el humo del carbón que se quemaba en la estufa del cuarto.  Guardábamos la leña en la cochera la cuadra, donde un día estuvo el carro y el pozo, y ahora dormía el Cadillac como llamábamos al Citroën 8, las cebollas colgadas en rastras de pipirigallo, bidones con pienso y una recocina. Hoy es un salón gigante que empieza a quedarse pequeño para tanta gente.

Anda tira vete para tu casa y abrígate, que empieza hacer fresco, cualquier día ya bajaran con zafrán. Y la Tía Antonia cuando nosotros nos íbamos a cenar a la cocina sobre las ocho y media, cogía el montante y se marchaba, en apariencia, verano o invierno, en cualquier estación siempre llevaba la misma ropa si bien se sabía al verla que era verano por que se arremangaba y sonreía mas si cabe y así en invierno nos dejaba y caminaba hacia su casa, se ataba el pañuelo a la cabeza y cuando el frio apretaba se echaba la toquilla por encima a modo de capa y tapabocas. No recuerdo que ni de diario ni de mudar nuestras abuelas usaran jamás abrigo, sino sayas y más sayas, capas, una detrás de otra, pañuelo y toquilla. Ahora en invierno con el cambio de hora se le de hacer una extranochada larguisma.

En casa cenaría junto a una estufa eléctrica de resistencias y se iría a la cama, qué otra cosa iba hacer, sola, con la casa fría, que yo recuerde sin tele, o tal vez una a ultima hora como todo, se estaría un rato sentada y se marcharía a la cama sin encender una sola luz, pues la farola de la calle le alumbraba los pasos hacia el piso de arriba y su habitación. Sin tele, donde tan solo decían mentiras, tan solo con una radio chillona que a buen seguro no oía y que tan solo, como todas las del pueblo en aquellos años, sintonizaba algo por las mañanas. Era fácil pasar al medio día por su puerta y sentir la radio a todo volumen con más ruido que voz. Por las noches, cuando todos los gatos son pardos tan solo se oían emisoras extranjeras.

En apariencia puede resultar triste el recordarlo, pero no lo era, no era una vida triste ni muchísimo menos, vivian sus últimos días con la ilusión del primero como el que echa la vista atrás y ve cuanto ha vivido y no se explica cómo ha podido llegar tan lejos y se siente feliz una suerte loca. Y así a esperar al día siguiente, vuelta a empezar, bajar al patio y arrancar una nueva hoja del calendario diario de pared. El acontecimiento del día.

Había aprendido a leer y escribir de cría, mi abuela le recordaba continuamente la suerte que de pequeña tuvo y que a ella le falto, lo aprendió todo cuando entro a servir en aquella casa grande, supongo que allí mismo en Caminreal, de haber estado en Valencia o Barcelona nos habría hablado con sus dulces palabras, casa donde el señorito en lugar de enseñarle “latín” le enseño a leer, escribir y las cuentas y ella no solo aprendió si no que a la menor ocasión que tenía recitaba un montón de poesías que a mi me sonaban a otra época y que ella jamás olvido y así alardeaba entre risas frente a mi abuela cuando esta le pedía que leyese algo, entonces la tonta era mi abuela, bien fuera un recorte o cualquier cosa que por casualidad saliese en un letrero de la tele cuando estaba encendida y nosotros desaparecidos. A veces pienso la de cosas que nos podría haber contado de no ser por aquella “jodida” sordera. Se marchaba a casa a veces con periódicos y viejas revistas, que entonces iban de casa en casa con meses de retraso. Los periódicos de mi Tío Antonio, las revistas que traía la Visi después de haberlas leído ellas y una vez se las daban en la farmacia donde iba hacer faenas.

Contaba cómo se levantaba por las mañanas y al bajar el rellano de las escaleras arrancaba la hoja del día anterior en el almanaque que le traía todos los años uno de sus hijos y que colgaba solitario en el patio de casa, cal en los techos y vigas de madera, azulete en las paredes y zócalos negros, aquella casa olía a tiempo pasado, a granero, corral, adobe, bodega y tierra. Arrancada la hoja leía el santoral, su vida y milagros y en el reverso siempre había alguna curiosidad y cuando esta era verdaderamente sorprendente, al menos para ella, se guardaba la hoja en el bolsillo y por la tarde se la leía a mi abuela y luego a nosotros. A veces la vida y milagros del santo de turno eran tan sorprendentes, tan milagrosos, que nos las leía, se reía y concluía “todo mentira” y tiraba un amago de corte de mangas a Dios que supongo no le tendría en cuenta el día que llegase al cielo.

Parece que se siente bureo en la calle, y mi abuela entreabría la ventana con su hoja de madera interior y trataba de ver que ocurría, la luz blanca, fría como la noche dejaba en apariencia un Barrio tranquilo, pero algo pasaba, venga todos a la calle, vamos a asomarnos. Y a mi me sorprendía que siendo mi abuela la persona más valiente que jamás haya conocido, siempre pidiese ayuda, que le acompañasen, y que podía hacer yo, si no levantaba dos palmos del suelo. Valiente ella con mayúsculas y mas cuando con el paso del tiempo he ido conociendo esas historias que duermen en todas las familias. Valiente y viajera, no como yo, que no me atrevo ni a salir de casa.

Deja se siente pregonar, y no son horas estas de comer de que Santos, o ese otro a quien no se le entiende nada, eche ningún bando, anda, ir a la calle y asomaros a ver que quieren. Un coche con unos altavoces en la baca y un hablar soso y de otras tierras cruzaba el Barrio lentamente, queriéndose parar en cada puerta, pero sin conseguirlo, detrás una furgoneta lo acompañaba y un camión parado se adivinaba junto a la esquina del cuartel. Abuela, son esos de los colchones, esos que compran, cambian venden, la vieja lana de los colchones por colchones de muelles. Has cerrado la puerta bien, no son de fiar, de donde será, que gente tan rara, parecen quinquilleros, mejor no hacer tratos con ellos, solo quieren goler, y menuda mentira será, cambiar un colchón de lana vieja por uno de esos de muelles, con las perras por delante o no habrá trato, la torta por un pan saldrá, dime tu que van hacer con la lana, pegarle fuego, ni aun para eso sirve, que se emboza hasta la gloria, se creen que somos tontos, a quien se la van a vender si aún la recién esquilada se ve que la compran, ni estos ni nadie, y todos días pasando, ya lo creo, ni que fuera zafrán la lana vieja, los colchones se compran en lo de Pardos.




Todos los años ocurría la misma situación no una sino dos veces. Llegado el día la Tía Antonia abría la puerta de casa y pasaba al cuarto cerraba y se sentaba en su sitio mientras nosotros seguíamos comiendo en la cocina al amparo del calor de la gloria. Se sentaba en su silla, junto a la ventana, sacaba la labor y se ponía hacer ganchillo ni tan siquiera se daba cuenta de que la estufa estaba apagada. Media docena de sillas y dos sillones no había sofá, y para qué si no había tiempo para estar sentado, nuestros abuelos no conocieron sofá alguno, tan solo se permitieron el lujo de acompañar las sillas con algún sillón de balancín al gusto del momento en el que por duelo tan apenas se sentaban.  A mi abuela le hervía la sangre, no puedo con ella decía, y mira que llevo toda semana diciendo que han cambiado la hora, y que si quieres, más sorda que una tapia. “Que ande vas, que no son horas, que estamos comiendo, cacho tonta, a ver si te acuerdas y cambias la hora, y no tienes frio, la estufa esta apagada. Venga ahora vendré. Era menester darte una paliza como a un macho”

En aquellos días sentir un pitido en la calle no era como hoy sinónimo de impaciencia, prisa, enfado o un vulgar saludo, era mucho más. Principalmente una llamada, un toque de atención, un pregón, un pedir ayuda desesperado, un comprar y vender. Años atrás el pitido del Renault cuatro furgoneta de Ateza con el pan marcaba cada mediodía, una barra de pan grande una pequeña para los bocadillos, madalenas y pastas para los santos y días de fiesta y torta para merendar rellena de nocilla o crema pastelera que nos hacia mi madre. Había tantas puertas abiertas en el Barrio, vivía tanta gente que Pepito hacia dos paradas para vender a lo largo de la calle, una justo a la altura de casa, pitaba, y salíamos a comprar el pan, abría el culo de la furgoneta y aquello olía a gloria bendita, lo mismo que la bajada de las escaleras a la tienda de Jalonca, aunque allí se sintiese lo agradable del frio, junto a la Sierra del Señor Lucia al lado de las Monjas, a la vez que despedía un calor a pan verdaderamente placentero, las puertas del cielo deben ser algo así. Que buen mozo, y que majo, y que charrador, y que pan mas bueno. Enamoraba.

Aquel auto que ha parado en casa la Tía Antonia, zafrán será, vendrá de su pueblo por que los de Torrijo no han dicho que vayan a venir. Mi abuela espera cada año la llegada de la cosecha del zafrán si bien, ya nadie recordaba en casa los días en que se cultivaba en algún rincón del secano que parecía no servir para otra cosa, una vieja balanza y la criba, el ciazo para tostarlo daban fe en el granero de que mucho tiempo atrás también nosotros habíamos criado azafrán en algún cornejal de tierra, si quiera para poder cocinar patatas con zafrán las noches de invierno. Si aquello era como el oro, porque no seguíamos cultivándolo. Lo cierto es que parecía un cultivo de los pueblos rio arriba, en Calamocha ya casi nadie tenía sembrado, había que agacharse mucho, rezar otro tanto para que lloviese, tener gente para recogerlo y esbrinarlo y sobre todo tener tierra que en apariencia no servía para otra cosa.

Con la llegada de aquel coche cargado de zafrán, “busco a la Rosa, vengo de parte de su sobrino Herminio, para esbrinar, aquí en la calle de los Maestros” se iniciaba toda una semana, unos pocos días de una trápala que rompía la monotonía de las tardes de estufa y ganchillo frente a la ventana, el cuarto de casa se transformaba, todo tapado, cartones en el suelo, plásticos por todos lados y la mesa de la cochera la colocábamos junto a la ventana pues era ideal para esos menesteres, un caballón de rosas del azafrán en su centro, y a sus lados se sentaban a esbrinar, mi abuela subía al granero y allí junto aquella vieja balanza y el ciazo estaban los platos propios de los días de esbrinar,  platos de lata, planos, con su borde orlado levantado. ¿Y a como lo pagaran?  Parecía dar igual el precio al que se pagase la onza esbrinada, de hecho, ni se preguntaba, la confianza lo hacia todo, y si no se esbrinaba la rosa se pudría y el zafrán se perdía, y eso, fuera tuyo o no el zafrán no podía pasar. Había que ayudar, en realidad se trataba de eso, de ayudar mas que de ganar unas pesetas.  A mitad de mañana traían la rosa y comenzaba la jornada que terminaba a media noche, de hecho, la Tía Antonia cenaba en el tajo con nosotros, un poco antes había pasado de nuevo el dueño del zafrán a pesar lo esbrinando, pagar y dar novedades, mañana traerá más, o mañana os traerá Fulanito. Mi abuela regañaba continuamente a la Tía Antonia quien era la numero uno a la hora de esbrinar y su montón en el plato crecía y crecía. Pero mira que zancochas mal y echas lengüetas, que plato mas feo, menuda vergüenza. Se reía y seguía a su marcha. Para ellos será, señalando a nosotros, toda una propina. Decía o gritaba y nos miraba mientras seguía esbrinando. A veces nos poníamos entre los deberes y la tele junto a ellas mano a mano pero la verdad sea dicha, no nos cundía nada, preguntábamos cuantos gramos era una onza y veíamos que aquel trabajo por nuestra parte no conducía a nada.

Como un ritual, el dueño del zafrán sacaba del saquillo la balanza y las pesas y comenzaba a pesar los platos, mi abuela se ponía siempre a su lado para ver mejor la aguja de la balanza, lo pesos y que todo estuviera en su sitio. Para mi el resultado era espectacular cuando ya en lugar de hablar de onzas se habla de libras. Lo cual en dinero no es que fuese gran cosa, esa es la verdad, pero poco a poco se llegaba lejos, y siempre era mejor esbirnar y ganar algún duro que hacer ganchillo en colchas interminables, para que luego viniese las nueras, y las ablentasen.

Conociendo a mi abuela, o creyendo conocerla, no entendía como no se quedaba con algún puñado de zafrán, ya no para vender, si no para pasar el año, para guisar, para algún capricho, ni ella ni nadie se quedaban nada, “déjate estar, el que venden da mas color, y para el poco que se gasta si quiero a cualquiera que le pida me da”. La rutina de aquellos días en las que se trabajaba para otros, se ayudaba, era sin duda el fin de todos los días vividos por unos y por otros.

3.- OTOÑO

Los domingos era el único día que no veíamos a la Tía Antonia de misa del Santo Cristo se marchaba a comer con la familia, “chica no te tapes tanto, le das un susto al miedo”, de negro pañuelo y toquilla se marchaba caminando y volvía a su casa al hacerse de noche, “cualquiera que te vea y no te conozca se cambiara de acera, redios, no te tapes tanto y camina como las personas, derecha y despacio, encogida y corriendo no sé que pareces” Pero no había manera de cambiar nada, ya era tarde, mientras que mi abuela aprovechaba los domingos para hacer lo que no podía entre semana, juntarse con las amigas de toda la vida y charrar, por fin charrar al salir de misa o camino del cementerio. “Cuando te den tierra, o te crees que no te vas a morir, el tío Paco dirá, y esta quien es, mira que vas poco o nada a verlo” le echaba en cara mi abuela de vez en cuando.

Mi abuela siempre se asomaba con precaución a la calle más de noche cuando todos los gatos eran pardos y callejeros, miraba a uno y otro lado y finalmente salía, la vista nos llevó hacia la casa del Tío Perico, algo pasaba, para nuestra sorpresa mi padre estaba allí, Feliciano bajaba con la Derbi campeona del mundo de 1974 por la esquina y Mariano acababa de aparcar. De nada nos habíamos enterado, la puerta de casa siempre abierta sonaba de una manera familiar si la abría un conocido y de un modo distinto si quien la abría era un extraño, así que mi padre entró y salió sin darnos cuenta a ponerse el mono y buscar una linterna. Hacia un frio terrible, pero no parecía notarlo nadie. Anda tira para casa no haremos más que estorbo, mando mi abuela, pero tarde en cerrar la puerta, dude y me escape, salí a la calle en pleno invierno con lo puesto con el fin de ver qué ocurría exactamente, todo eran nervios, frio y humo en una calle mas triste de lo habitual con su luz blanca pálida de aquellas farolas viejas que nos acompañaron los años de la niñez, la mayor parte de las veces a medio fundir.

La chimenea de la casa del Tío Perico se estaba quemando, de hecho, debía llevar un buen rato haciéndolo cuando por fin nos enteramos. Sentado sobre la acera de enfrente para poder alzar la vista y mirar hacia el tejado, se podía ver a Perico y adivinar su cara de apuro mientras trataba en vano de cortar el aire y apagar el fuego a su vez mi padre desde abajo le alumbraba con una linterna, Perico tan cerca del cielo y al borde del abismo a la vez, pues no distaba el tiro del humo ni dos metros del rafe del tejado, hacia lo que podía para taparla con plástico y telas viejas mientras el Tío Perico apoyado en la gayata aseguraba que la pared de la habitación por donde ascendía la chimenea ardía.

Imaginaba que no tardarían en sonar las campanas de la iglesia pidiendo ayuda y tocando a fuego y llegaría gente de todos los lados y como en las películas del oeste harían una cadena humana para pasarse cubos de agua desde la acequia del callejón de los Condas al fuego y lo apagarían antes de que llegasen los bomberos que ahora estarían recogiendo la basura. Sin dejar de pensar una tontería tras otra volví la vista arriba siguiendo la linterna, por encima del límite de la luz blanca de la calle, en la oscuridad del tejado en apenas unos segundos Mariano apareció junto a Perico, las troneras imposibles que daban paso a los tejados parecían no serlo en circunstancias así, de nuevo empezó la lucha, había subido una manguera pero el agua “no tenía cojones” a hacer lo mismo y no quería salir, desapareció y volvió en un instante, un corte a la manguera un embudo y un garrafón de vino, supongo lleno de agua hicieron el milagro, fueron dejando caer agua poco a poco pared a pared y volvió la calma, el tiro de la habitación dejo de arder y todos parecieron descansar y empezaron a notar el frio. Nosotros, la chiquillería sentada seguíamos contemplando el espectáculo, había pasado el miedo pero el Tío Perico aseguraba que no dormiría tranquilo, todo era hablar de lo que podía haber pasado algo tan simple como quemarse la casa de Perico y una tras otra todas las de Barrio sin remisión, el tono catastrófico daba mucho más miedo que lo visto, al parecer estábamos solos en el mundo, habría ardido todo menos el Cuartel y la casa de la Moracha, una puta pena asegura Gargallo. Éramos más vulnerables de lo que parecía.


La estufa era de quita y pon como en casi todas las casas, y parecía que en verano al no verla en el cuarto de casa vivíamos en cualquier lugar del mundo lejos de la fría Calamocha, se subía al granero se tapaba la chimenea en el tejado para que no entrasen ratas ni anidasen los pajarracos  mientras en el cuarto la pared forrada con chapa se cubría con el table marrón que lucían casi todas las casas de nuestra infancia en sus zócalo . Todo un espejismo que duraba apenas lo que dura el verano pues era a finales del mismo, allá por el Santo Cristo cuando el camión de las minas de Andorra pasaba por las calles a vender carbón.

Sobre la caja del camión llevaban la bascula y luego un par de peones o tres, negros de polvo lo acarreaban hasta la bodega un viaje tras otro, capazo tras capazo al hombre, mi abuela lo miraba, como a todos, con desconfianza el carbón en almendra que iba sustituyendo al normal de terrón, no podía ser lo mismo, la tierra da piedras de todas las formas posibles pero no de esa debía pensar con atino mi abuela, a saber que sería lo que le vendían, no había mas remedio que comprar lo que traían y al precio que decían. A cuanto el kilo, a tanto, pues tantos y a la bodega hasta que se llene. Arriba del camión a paladas uno llenaba y pesaba los capazos y el resto lo entraban.

En el año 1982 en una de esas últimas compras, víspera del Santo Cristo la cosa se alargo y a punto estuvo de acabar como el Rosario de la Aurora, con mi abuela, mi Tía Felisa y mi Tía Nati a la cabeza de la familia de Francia por un lado frente a los mozos viejos de las minas que al ver el coche matricula extranjera en la puerta y el buen ver de mi Tía Nati no dudaron en preguntar si era francesa y al tiempo piropearle en perfecto francés aprendido entre viñas y remolacha y así los mineros de la bodega ya en confianza comenzaron a trabajar con mas alegría entre coplas y jotas a media voz. Lo cierto es que con los mozos piropeando a la francesa y cantando mi abuela se animo y dijo lo que no tenia que decir. Venga Nati maña, échate una jota con ellos, que tu cantas mejor que nadie y desde que te fuiste ya no te hemos sentido.

Sentado en la puerta de la cochera había visto y oído todo y espera con atención lo tantas veces recordado, por fin, alguien de la familia, ni más ni menos que la Tía Nati iba a cantar jotas, se las sabia todas, aseguraban lo mismo jotas que coplas y aquel momento era sin duda la mejor ocasión, a falta de guitarras y bandurrias, había coro y parecía bueno, sin embargo, para sorpresa de todos, mi Tía Nati dijo que no cantaba.

El tiempo se paró, a mi abuela le cambio le cara, mi Tía Felisa le secundo y se puso de su parte, haces bien maña, que se jodan las jotas, aquellos días se acabaron, Maria, la madre de mi Tía Nati, tan francesa como ella, puso el grito en el cielo de Francia y debió decirle de todo y nada bueno en francés, no voy a cantar, ni me apetece ni quiero. Uno de los mineros porteadores atento a lo que había pasado dejo el capazo a sus pies e intento animarla, recuerdo que hablo con calma y muy bien, mando parar la rueda de carbón, y tranquilizo a todo el mundo, si no quiere cantar, que no cante, el cantar te ha de apetecer, y si a ustedes les apetece oir una jota, la oirán yo cantare en serio ahora mismo. Dicho y hecho, en medio del patio de casa, rodeado de mujeres enfadadas y muy enfadadas aquel hombrecillo de la zona de las minas se ató los machos, se llevo las manos a la cintura, se ajusto el pañuelo a la cabeza y canto un par de jotas que bastaron para que todo volviese a la normalidad y unas y otras sonrieran, y todos aplaudiéramos a rabiar. Mi abuela momentos antes le habría dado una patada en los cojones a mi Tía Nati por negarse a darle ese pequeño capricho a quien fuera su madre durante más de diez años, pero para eso estaba su madre de verdad, para decirle cuatro cosas que ya aunque en francés se las había dicho miles de veces. Tras la ovación se termino el trabajo y mi Tía Nati tuvo unas palabras de agradecimiento para el jotero que yo tardaría décadas en entender en toda su magnitud. Me fui de España en el año 47 y allí en Francia un buen día al poco de estar se me fueron las ganas de cantar, vamos me las quitaron. Nos habíamos quedado solos, y quizás por eso mi tía quiso dejar las cosas claras lejos de las miradas, broncas y patadas de la familia. “Que desustanciada, que vergüenza nos ha hecho pasar, no querer cantar” Casi dudo que mi abuela le haya perdonado.


LLegados de escuela mi abuela nos recibía en el cuarto: Andar antes de merendar, dejar las carteras y andar a dar vuelta de las gallinas que tendrán el agua helada y ver si han puesto algo, no cale que les echéis nada, que se abarran el panizo si tienen hambre y si no que se jodan y echarles a los conejos, que cuando venga vuestro padre ya no serán horas, y bajar los conejos a la corte de abajo que mañana cuando pase el de Camineral los llevare a vender. Y cerrar la puerta que se enfría.

Aquel hombre bajaba todas las semanas por el Barrio a comprar conejos, y si teníamos se los llevábamos, el precio siempre el mismo, el que quería poner, si bien tampoco podía engañarnos del todo porque en el Heraldo había un apartado con todos los precios de la lonja, y su lectura era obligada, paraba a media mañana la furgoneta verde con la puerta lateral abierta como las que salían en la tele en las películas americanas calle a calle vendiendo helados, o como las que llevaban los feriantes y gitanos con la casa a cuesta a veces tirada por machos. Paraba en plena cuesta en el corral del Tío Paco a quien la voz de joven le abandono, pero no la sonrisa, el tío de Francisco e Inocencio que criaba conejos, a el le hace otro precio, decían, mejor, por que sus conejos son fijos en el matadero. Pesados los conejos con la romana, a veces dos veces, valga la reiteración una en casa y otra a pie de camión para evitar la tentación de ser engañados. Unas pocas monedas y a casa, todo hace casa. Si nos despistábamos a la tarde ya con el coche y mi padre los llevábamos a Macuca, aquel matadero que me tenia maravillado de principio a fin de la cadena en la que les daban matarile. No hay carne mejor.
4.- INVIERNO

Menuda nevada ha caído, me ha parecido sentir que nevaba y me he acercado a la ventana, dijo de vuelta a la cama, asomado a la calle como se asomaba en verano con sus eternas noches sanroqueras en las que una de ellas sin faltar a su cita la charanga pasaba por el Barrio, con su mar de gente blanco de alegría, que el blanco siempre pareció presentir algo bueno, hay lo menos un palmo de nieve en los tejados, concluyo.

Mi abuela insomne eterna, podía oír como nevaba, levantarse y hablar consigo misma al tiempo que ya todos nos enterábamos, sin duda, era una noticia fenomenal, estaba nevando, y en aquellos años cuando el calendario aun lo regia el campo, ver nevar, una buena nevada era lo mejor que podía pasar, un gran día que no tardaría en cambiar. A pesar del frio te levantabas y acercabas hasta la ventana, fría como la calle, abrías una de sus laminas y tratabas de adivinar lo que ocurría en el exterior, el agua se acumulaba en el cristal, y al limpiarla para poder ver la mano se te helaba, te secabas en el pijama y tres cuartos de lo mismo, te podía la emoción, el espectáculo era inmenso en medio la noche la escasa luz de la calle se reflejaba en la nieve recién caída y volvía hacia el cielo la oscuridad se atenuaba y lo envolvía todo en un manto de quietud, deseabas poder bajar a la calle, subirte a los tejados, pisar la nieve sin descanso. De seguir así, hoy no salimos de casa, el camión quieto y tu sin instituto, no bajara nadie.

Poco antes de las ocho de la mañana sonó el teléfono estaba levantándome para ir a clase hubiese o no, la vista ahora desde la ventana era infinitamente blanca reluciente entre lo gris del día, el frio que iba y venía, ver los tejados con su capa nevada resultaba maravilloso, la vista se te iba al cielo tratando de adivinar, si habría o no más nieve pero aquel día bien parecía que ya no nevaría más, que en adelante todo sería frio, hielo y barro conforme regalasen los tejados.

Después de habernos asomado a ver la nieve en mitad de la noche, había dejado de nevar pronto pasarían los camiones por la carretera y los autobuses podrían circular, mi padre estaba pensado ya en marcharse a trabajar, alguien por la calle iba dando la buena nueva que traía el tiempo, había nevado de Calamocha para arriba, pero pasado San Roque, no había cuajado, así que al menos hacia Zaragoza se podía circular y los de Daroca vendrían a clase. El teléfono lo cogió mi madre.

Allá en el tercer Barrio se había muerto la Nieves, prima de mi abuela, llevaba unos días, meses flojica y finalmente murió, su hija Carmen, o tal vez Angelines llamaron para dar la triste noticia, el lamento de mi abuela al enterarse fue desolador, como si supiese que todo, de un modo u otro se estaba acabando, que poco a poco todos se marcharían unos detrás de otros. Inmediatamente se levanto de la cama y se apresuró a vestirse, menudo día para morirse, pobre Nieves, decía. Mientras yo, como joven inmortal, volvía la puerta de casa y me marchaba camino del Peirón disfrutando cada paso entre el blanco de la nieve y el frio todavía apacible.

Cuentan que mi padre saco el coche del corral de Miércoles, por la calle ya habían pasado otros y las trías en la nieve permitían circular, se iba a marchar a trabajar pero antes llevaría a mi abuela un par de barrios mas arriba, al tercero, a casa de Gil y la Nieves. En la calle con el coche en marcha espero pacientemente a que mi abuela terminase de desayunar y saliese. Sin embargo, no lo hizo.Mi padre, cansado de esperar, decidió entrar a buscarla.

La encontró muerta en la cocina, caída de sus pies al suelo, rotas las gafas y el vaso de colacao milagrosamente a salvo junto a un poco de pan. Le gustaba el pan con colacao y desde que yo de repente me hiciese mayor y decidiese beber café, a ella le apeteció mi desayuno. El médico cuando llego no pudo si no dar fe de lo evidente, había muerto a causa de un derrame cerebral, un ictus o simplemente caída al suelo de perlesía como antes lo habían hecho alguno de sus padres y como tarde o temprano lo haremos alguno de nosotros. Cosas de familia.

A media mañana, entre clase y clase mi prima Maria Ángeles me dio la noticia, y me marche. Cuando volvía del instituto a casa, la Calle Real, la nieve, el hielo, el camino por donde pisaba, las casas, sus tejados, me parecían horribles, el blanco de la nieve me hacia mal en los ojos, había salido algo de sol, que crueldad, tenia los pies y las manos helados, y al llegar a casa y abrir la puerta sentí como hacia mas frio dentro que fuera, el aire pesaba, y la más fría de las tristezas se había apoderado de cada rincón de aquella casa que se había levantado en mitad de la noche para ver nevar, justo entonces cuando llegaba el cajón a casa entre.

Aquel 17 de enero de 1985 habían pasado tan solo siete años y unos meses desde la muerte de mi abuelo, para mi toda una vida, media ciertamente, y tal cual me lo parecía, sin embargo, fue un instante tan solo el que mi abuela Rosa sobrevivió a mi abuelo Casimiro, pasaron muchas cosas, hubo muchos recuerdos, aparecerán otros muchos, pero todo parece haber sucedido la misma tarde, fría tarde de enero en la que acabo su historia en común conmigo y comenzaron a ser un recuerdo, nacidos ambos a principios del pasado siglo en Torrijo, bajaron empujados por el destino a Calamocha en torno al año treinta, y ahí se quedaron. Hacia los últimos días de su vida, las abuelas habían comenzado a dejar el pañuelo negro de la cabeza en casa cada vez que salían e incluso comenzaban a dejar el negro luto permitiéndose llevar blusas o chaquetas de tonos claros y al bajar del cementerio los domingos se pasaban por la Churrería San Roque del Peirón a tomarse un chocolate con churros.

Mal día aquel para morirse, pensó mi abuela al conocer la noticia de la muerte de su prima, si saber que seria tan mal día para una como para la otra. ¿Es que acaso hay algún día bueno para morir?, cualquiera puede contestar a esa pregunta, no, pero aun los hay peores, como morir en una fiesta señalada, San Roque aparte. El trajín de gente de una casa a otra fue la rutina de aquel frio día, en el que la casa no logro calentarse ni aun después de llegar un montón de estufas eléctricas de todos lados y de que algún electricista entendiendo que aquello era causa de fuerza mayor puentease el contador para tomar la luz directamente de la calle. Desmontada la cama, el cajón con mi abuela descanso en aquella pequeña habitación que paso a ocupar una vez se quedo sola, con la Virgen del Carmen de la gitana en la cabecera.

Al día siguiente fue el entierro, solo calia correr por enterrar cuanto antes el dolor, pues el frio podía conservar todo cuerpo un buen tiempo más, la funeraria con las primeras horas de la tarde bajo del tercer barrio por el Rabal y espero en la esquina del Carretero a que nosotros saliésemos de casa camino de la iglesia, el día era para olvidar, horroroso de frio, viento y hielo por todos los lados mucho peor que el ya vivido. El bueno de Juanico con el cuatro latas furgoneta de color blanco de Electrodomésticos y Televisiones Juan Gomez, había colocado una tabla con el fin de agrandar y alargar un poco más el maletero y que el cajón entrase y descansase sin moverse en demasía y así una vez colocado y atado, a mi abuela hubo que atarla para poderla enterrar, tan valiente como fue, en cualquier caso la puerta no podía cerrarse y ya una vez estuvo todo listo comenzamos lentamente a caminar hacia el Rabal, justo en el sentido contrario al discurrir habitual hacia la iglesia en las tardes de aniversarios y entierros a buscar la Castellana, cual procesión, dado que la Balsa estaba intransitable. El posterior camino al cementerio no seria mejor, de la misa frio y tristeza a partes iguales y una vez allí el manto blanco y frio tapando la tierra dejando las cruces de madera, de los pobres soldados que no tuvieron la suerte que otros como ella tuvieron, al descubierto lo decía todo, decididamente aquel día como otro cualquiera fue un mal día para morir.  Un poco de yeso mezclado en la gamella con agua caliente y unos ladrillos taparon el nicho de mi abuela. Me quedé mirando y me di cuenta: Ya no había más huecos en su alrededor, ella había sido la última en llegar, bien conocía yo gracias a ella la vida vivida por todos ellos. A todos ya sin excepción los había perdonado.

 A las cuatro el cortejo fúnebre se puso en marcha. El día era uno de los más crudos del invierno. Pro la mañana había estado nevando, y ahora el suelo crujía al hollar nuestros pies la nieve semihelada. Un viento frigidísimo barria las calles solitarias. La carroza avanzaba lentamente, meciéndose en tumbos extraños. Detrás marchábamos ...
La sombra del ciprés es alargada. Miguel Delibes

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