sábado, 3 de marzo de 2018

La Calamocha que nos lleva.

Todo estaba dispuesto, aunque nadie lo supiera porque la vida no avisa. A veces se divierte soplando en sus trompetas para nada; otras, en cambio, su corriente reúne a la callada ciertos seres y cosas, y deja que pase lo que tiene que pasar. Sólo mucho después se reconoce lo decisivo de cierta circunstancia, de tal gesto. Por ejemplo, aquel encuentro, aquellos pasos que habría…
José Luis Sampedro “El rio que nos lleva”


Aquel día mi padre había vuelto pronto de trabajar, cuando bajaba con el Avia a Zaragoza a cargar a la fábrica de pienso de Pygasa no le daba tiempo de más, no había reparto y una vez descargado en la nave de Matinsa allá en el matadero, dejaban preparado el camión para las entregas del día siguiente casa a casa, pueblo a pueblo cuando en todas las puertas en corrales, cuadras y cortes se criaban animales que matar. Matar para comer, y a eso de las seis, cuando lo habitual era llegar pasadas las ocho, entro en casa.


Las mañanas y las tardes, los días de mayo en Calamocha eran realmente preciosos, los mejores de todo el año sin duda alguna, y su sol se hacía eterno llegada esa hora en la que camina despacio hacia Santa Barbara y Gallocanta cuando cae la tarde, pareciendo anunciar el comienzo del verano a falta siempre de la palabra del cielo con su ultimo hielo. "Vamos, ¿vente al riachuelo a ver las patatas?, ve a por la bici y nos jopamos aquí ya no hacemos nada, dejemos que pase lo que tenga que pasar". Lo cierto es que en casa había revuelo, un ir y venir eterno de visitas a la espera de que mi abuelo Casimiro de un momento a otro muriese. Nada se podía hacer, ni nadie queriendo o sin querer lo iba a remediar.


Montado en una pequeña BH blanca seguía a mi padre que iba en la bici grande, la que mi abuelo había tenido toda su vida, cuando en todas las casas además de animales que comer había una bicicleta de color negro con barra y frenos de metal, piñón fijo, sillón de madera y muelles, dinamo y un faro plateado con una maneta que daba luces largas y cortas, unas viejas chapas del impuesto de circulación, que siempre por todo se pago y por supuesto un portacargas roto de llevar tantos y tantos cestos del huerto a casa, marca Gimson, apenas se podía leer, borrada la pintura por miles de roces del paso del tiempo, gastados por el uso los ásperos manguitos rojos del manillar. En todas casas había una igual, mi abuelo José sin ir mas lejos tenia otra en el Peirón.


Mi padre miraba de vez en cuando atrás para no perderme en el largo camino de la Cangrejera, entre las enrunas, con su viejo puente hundido frente a lo de José El Cerillas que daba paso al Ajutar y las escuelas nuevas recién inauguradas, camino que llevaba a la inmensa costera, hoy desparecida, desde la cual se veía el resto del mundo, el Poyo y casi el mar, el resto del camino era fácil, una inmensa cuesta abajo y a la derecha todo recto, no tiene pierde, el Riachuelo con sus tres puentes. La BH la había comprado mi padre unos años antes cuando mi hermano aprendió a ir en bicicleta y comulgo en uno de esos viajes a Zaragoza, cuando todo era mas humano y tranquilo, cuando con el camión se podía circular por cualquier lugar, le había echado el ojo en un escaparate de Fernando el Católico junto a un semáforo que siempre estaba en rojo y un día paro, la compro, la puso encima de los sacos de pienso y la trajo a casa, cuando aparco y abrió el culo del camión arriba en lo alto la vimos. Imposible de olvidar aquel momento. Dos años después la herede yo, lo mismo que el traje de marinero de la comunión y a mi hermano le compraron una Orbea roja, esta vez allí mismo, sin salir del Barrio en casa de Valero, en la cuadra donde tenia el pequeño taller de bicis estaba colgada del techo junto a un par de ellas más, había una roja, y esa fue la elegida, “venga si quieres te regalo la cesta” dijo Valero, “eso es de chicas” dijimos los dos y la sacamos a la calle y bajamos la costera ya cada uno con nuestra bici.


“Las patatas no van a tener cojones de salir, mira cómo está la tierra, agáchate, tócala, ya no queda tempero, o llueve o a ver que hacemos, ¿Cómo las vamos a regar sin no han nacido? Se pudrirán, aunque va a tener razón lo que le decia el gallego aquel a Perico, cuando hicieron la mili, que no pasa nada, que allí en Galicia llueve a todas horas y lo mismo siembran en el barro que seco y después les cae el diluvio y nacen igual, que no se pudren”.

Caminábamos surco a surco viendo el desastre, apenas alguna asomaba entre el polvo y la costra de la tierra y más que verde su color era amarillento, las destapabas y a cada paso que dabas el aparente desastre se hacía aún mas grande, calor, polvo, y el sol cayendo entre los sargatillos verdes de vida junto al rio que adivinaban tras su ramas el Rincón y la Estación Vieja. El agua tan cerca y tan lejos, el agua que no servia y el cielo despejado cayendo por el cerro.

Sobre el Codujón de la Jaima entre las copas de los chopos asomaba la torre de la iglesia y sus campanas, y era fácil ver la línea del pueblo que discurre paralela a la carretera camino de Valencia. Hacia nosotros por el camino de los tres ríos se acercaba una bicicleta, era fácil verla y adivinar quien era. “Venga vamos, es tu hermano, ya todo habrá pasado”.

Volvimos a casa, puente tras puente el último el que daba y da paso al Gazapón con sus losas de piedra gastadas por las ruedas de los carros, prácticamente pulidas, color crema, sobre el rio las Monjas resbala y brillaba, nadie paraba atención en el pero a mí siempre me pareció tan bonito como el Romano, y mucho más que el Ratero, los tres uno detrás de otro, hasta salimos a la Cangrejera bajamos su costera y ya vimos el Cuartel y las Casas de los Maestros que daban paso al Barrio, aun era pronto, sobre las siete y media de la tarde, dejamos las bicis en la pared de Miércoles y entramos a casa. Todo esta abierto de par en par, las voces sonaban con eco, de un modo raro, vacías, unos subían, y otros bajaban, mientras sin saber muy bien que hacer comencé yo también a subir las escaleras, no sin demasiada decisión y no pude completar los quince escalones que separan un piso de otro, sobre el diez o el doce me pare y me asome hacia la habitación donde unos años antes había nacido yo y ahora había muerto mi abuelo, todo en la misma cama, bajo una lampara de cerámica con imágenes de la Virgen del Carmen, que años más tarde, nunca en casa se tiro nada, reconvertimos en un jarrón donde colocar el centro de flores a los pies del Nazareno en la peana de Semana Santa, y un cabecero negro, plata y ocre, orlado por un rosario de madera que se cruzaba con la pera de la luz. Mi abuelo estaba en la cama ya amortajado, habían quitado el colchón y sobre la capa de espuma que separaba los muelles del somier de la lana descansaba, de negro su pantalón y su americana y blanca su camisa, tal vez llevase chaleco, ya no lo recuerdo, con los zapatos de mudar los días de fiesta limpias y brillantes las suelas,  aun me pregunte si tendría cerca una boina nueva y se la llevaría con el, dado que nunca se separaba de ella, la gayata en cualquier caso ya no la iba a necesitar. Nadie lloraba, todos parecían esperar, quietos, hablando, mirándose. “Ahora podrá descansar repetían, no somos nada.”

No subas, dijo mi abuela, estate en la puerta de casa con tu hermano, tiene que venir el Señor Lucia con el cajón, cuando este dentro, ya podrás subir a verlo. Baje a la puerta donde ya estaba mi hermano aguardando la llegada del cajón mientras filas de abuelas vestidas de negro, con su pañuelo a la cabeza las viudas, como a partir de ahora lo llevaría mi abuela cada vez que saliera de casa, bajaban por la costera llegadas del Rabal, a dar el primer pésame. Entre todas una de ellas, al vernos tristes, en apariencia sin saber que hacer, aburridos y sentados nos dijo con todo el cariño del mundo simplemente la verdad. Verdad que nos sonó falta, y fue algo así como “Ale, zagales, ya os habéis quedado sin abuelo”, sin duda quiso decir otras muchas cosas; no hay por que estar tristes, la vida es así, tarde o temprano a todos nos llega la hora, debéis tirar para adelante. Sentados, la espera se hizo eterna y dejo huella. ¿Cómo era posible que ya se hubiera enterado tanta gente?

Al cabo de estar sobre la acera, adormecidos por lo extraño de la triste situación,  viendo entrar y salir a la gente apareció por la esquina de Maximo y la Manola el Land Rover negro y amarillo del Señor Lucia con el cajón en la vaca, y parecía vete a saber qué, una nave espacial, un ovni de esos que decían sobrevolaban Calamocha de noche, menuda combinación, aparco le quito las cuerdas con cuidado y lo bajaron como si nada, parecía no pesar, negro brillante, con una cruz, imagine que como todos, lo subieron a la habitación, desmontaron la cama, lo metieron dentro y alguien dijo, “ya está todo”, subir sillas. Y entonces mi madre, o mi abuela, alguien comenzó a llorar, ya no había vuelta atrás.

Mi abuelo moría un día como otro cualquiera de mayo allá por el año de 1977, por más señas el mismo día en que había muerto su madre años antes, o sin ir más lejos, el día en cumplía años su mujer, mi abuela Rosa, el 10 de mayo, en su cama, la misma donde yo vi la vida nueve años antes una mañana de otoño al tiempo que la calle hervía de vida con el paso de los críos hacia las escuelas, y lo hacia de puro viejo, en realidad no se podía pedir más, casi fue una suerte, llegar hasta allí. Meses atrás Don Angel, el médico fue claro, aparco el vespino rojo en la puerta, entro en casa sin ni siquiera arrastrar el maletín que dejo en la calle junto a la moto y dijo: “Subir a Teruel es tontería, si quieren les hago el parte, pero ya no se puede hacer nada, salvo esperar, y como en casa, en ningún lado. Casimiro, aguantar lo que se pueda”.

Pudo haber muerto mucho antes, ocasiones no le faltaron, ni de crio, si alguna vez lo fue, ni de joven, guerra incluida, como siempre decía mi Tia Nati, “los pobres para morirnos necesitamos bien poco”. De zagal su madre pensó verlo morir una noche si y otra también, cuando se marchaba de casa para hacer recados y dormía en cualquier cuadra de Torrijo donde agotado terminaba el día, pero salió adelante y cumplió sobradamente con esa ley no escrita en la que un hijo tiene la obligación de vivir más que su padre antes de poderse morir, y aquel pobre que fue su padre y uno de mis bisabuelos, sobrevivió a las mil y una calamidades desde Torrijo a la mili en isla bonita de Cuba previa a la guerra del 98 de la que regreso para morir con apenas cincuenta años viejo, viejo, viejo. Nadie en la familia recuerda ya la causa de su muerte, la edad, dijeron siempre, un retrato suyo de vuelta de América con el gorro militar, es la fotografía más antigua que conservamos, y su cara no engaña, el vivo retrato de su hijo mayor. Pudo morir en este caso mi abuelo Casimiro de la picadura de un mal bicho mientras segaba, de una mala caída del carro, de perlesía, de una noche de ronda en Torrijo, de unas fiebres, hasta de frio  y de hambre, de una coz de una caballería, buey o vaca, pero murió a causa de la edad, de lo mucho trabajado, de lo poco disfrutado, de la copa de cazalla y el tabaco cuando había cumplido 71 años sin parar de trabajar, tan solo en los últimos dos o tres años dejo la tierra, antes de volver definitivamente a ella, vendido el macho y segado la ultima cosecha con la gavilladora en el verano de 1974. No podía más, la fatiga lo ahogaba, apenas podía acercarse al Mínimo, que lejos quedaban los días en que tenía que esperar a que abriese la Cantina del Pipero en las Cuatro Esquinas para tomarse la copa de cazalla camino de la Estación Vieja, tan lejos que a buen seguro tal cosa nunca ocurrió, acercarse al Minino ahora justo antes de morir a tomar el café de la tarde y charrar. Nos traía un par de terrones de azúcar, "tomar me los han dado para vosotros," y los saboreábamos como el más dulce de los caramelos. En los últimos meses ya no salía de casa, nos espera de vuelta de la escuela para ayudarnos hacer los deberes. Abría nuestros libros y leía.

Aprendió a leer y escribir a la vez que nosotros, en las clases nocturnas de adultos en las viejas escuelas bajo la luz amarilla de cuatro bombillas, desde la ventana de la habitación de atrás de casa lo podíamos ver, también asistía mi padre, clases que dieron a principios de los setenta para quien quisiera sacarse el Graduado Escolar, un montón de gente por aquel entonces lo hizo, ninguno de mis abuelos había ido a la escuela ni sabía leer y escribir, y no fueron, no por no haber escuela, si no por que en casa se necesitaban todos los brazos, al menos los de los hermanos mayores para trabajar, sabían sumar y restar algo, conocían las letras, pero no el sonido que hacían al juntarlas y tan solo sabían escribir su nombre y primer apellido para firmar, salvo lo poco que aprendiera mi abuela Xaltacion en Valencia, eso era todo, valenciano incluido, siempre le gusto hablarnos en valenciano de lo poco que recordaba. Mi abuelo se aplicó y entre otros muchos estudio y no dejo pasar la ocasión de aprender de letras y números, así que le encantaba ojear nuestros libros y sobre todo dar buena cuenta de los problemas de matemáticas con los que llegábamos a casa. Si tenemos un tonel de vino de un hectolitro de capacidad. ¿Cuantos garrafones de 15 litros podremos llenar y cuanto tardaremos en hacerlo si por el grifo del tonel sale litro y medio por minuto?

Si bien, entre todas esas tardes siempre había una especial, en la que los deberes no importaban tanto, era la tarde de los documentales de Cousteau en la tele, tardes sagradas, de principio a fin nos quedábamos en silencio con la vista fija en la televisión, el mar en blanco y negro. Aquello era absolutamente increíble, hubiera sido una suerte poder un día salir a navegar todos juntos y saber de qué color era realmente el mar, mi abuelo, no fue como su padre, no lo navego, tan solo labro algún campo de arroz cuando desde Valencia lo mandaba llamar el Señoret, "quédate a vivir aquí, tráete a la familia". Pero aquello nunca iba a pasar, hacíamos la vida en el cuarto de estar, junto a la ventana, la estufa y la tele y al acabar la programación infantil, mi abuelo tras su merienda cena nos daba las buenas noches y se subía a la cama, como el solía decir: al catre. Aquellos quince escalones se le hacían eternos, tan es así, que en invierno, se ponía el abrigo y hasta el tapabocas para subir sin resfriarse, tan solo la estufa del cuarto y la gloria de la cocina daban algo de calor a la casa en aquellos inviernos que duraban nueve meses, la fatiga no le permitía nada mas que dar pasos muy pequeños y subir de una en una las escaleras. “Mira a ver si el abuelo se ha acostado ya… Si ya está la luz apagada, ya se le habrá enfriado la bolsa de agua y tendrá la cama helada. Algún día no llegara y nos lo encontraremos en la escalera, caído de sus pies”. Daba miedo imaginarlo y como podía mi abuela pensar tan siquiera en un final así, para el abuelo.

Aquella noche nos marchamos a dormir a casa de mi Tía Pilarin, a la calle José Antonio, cuyas aceras y edificios recién estrenados parecían la nueva Calamocha, una ciudad fantasma, un mundo a parte tan distinto al resto del pueblo. Se había casado unos meses antes, en pleno invierno, como mandaba la tradición, con todo el frio de diciembre a enero, cuando el campo dormía bajo el hielo tras la ultima cosecha la de la remolacha y toda la trápala que conllevaba la cual marcaba el calendario, escoronarla, acudir a por el boleto a la sindical y por fin cargarla al vagón en la estación camino de la azucarera de Santa Eulalia. Con el hielo a Calamocha llegaba el descanso, y las bodas.




Y así a mi abuelo con la primavera y la cosecha por nacer a falta de lluvia también le llego el descanso en este caso eterno con el entierro, aquel día no fuimos a la escuela, mi Tía Pilarin siempre ha tenido la casa llena de libros y debí pasar la mañana entretenido ojeando esos libros de mayores, sin dibujos, todo letra, no se podían leer, y no cabía hacer otra cosa, la tele no empezaba hasta la hora del parte, tras la música de la carta de ajuste y su reloj que marcaba la hora en punto, y eso era ya después de comer, y resultaba hasta aburrida y fuera de lugar escuchar y ver lo que ocurría lejos de todo allá en Madrid o en Roma, en cualquier lugar que no fuese Calamocha que no merecía la pena.


A media tarde ya dentro de la iglesia el día se adivinaba magnífico lleno de luz y de sol que se colaba por las altísimas ventanas de las que parecía que en cualquier momento se iba asomar Dios, o cualquier que viviese allá arriba, en el cielo, mi abuelo aún estaba en camino, así que seguro, él no se asomaría, y la puerta abierta de par en par, daba luz y más luz. Colocado el cajón al pie del altar y orlado por las velas, mi madre, o tal vez mi abuela me llevo de la mano al coro, yo no quería, tras el altar, mientras dejaban a mi hermano ayudar en misa a Mosén Salustiano, “aquí estarás bien,  procura aprender algo tienes que salir a tu abuelo, en los bancos nos dará a todas por llorar y ya nada tiene remedio, solo falta que llores tu también, así que cuidarlo vosotros y hacerle cantar, ahora que se va Casimiro nos quedamos sin jotero, tiene que salir a él”. Y quien fuera me dejo allí. Pero yo nunca aprendería a cantar, y la familia, tres generaciones después sigue sin ser capaz de entonar ni una jota, ni una copla.


“Venga, que ya es la hora, tu como Tarzán, engánchate a la cuerda y tira de ella con fuerza, vamos a dar el tercer toque para que pueda empezar la misa y el cura salga al altar. Venga, tira, hazla sonar”. Me agarre de la cuerda con fuerza mientras levantaba la vista olvidando la vergüenza y la responsabilidad que me hundían y vi que de un minúsculo agujero del techo caía hacia nosotros una soga inmensa, imagine el resto de cuerda hasta la torre con las campanas, y yo también me quise morir e irme con mi abuelo que jamás me habría puesto en un brete así, morirme tal vez antes que quedar como un gabache, ¿Cuántos metros habría?, ¿Cómo iba yo a poder mover algo tan grande, desde tan lejos? “Lo has oído, ese toque has sido tú, venga déjame acabar a mí”. Y Valero Vitos el sacristán, sonriendo me cogió en brazos y empezamos a tocar hasta que creyó oportuno dejarlo y se marchó, y allí me dejo dispuesto a cantar nada menos que en latín.


Sentado en las primeras sillas del coro, sillas enormes, clavadas a la pared, inamovibles, imposible escapar, la luz se abría paso brillando bajo los rayos de sol que se colaban con fuerza a través del rosetón justo encima de nuestras cabezas, solitaria ventana del coro que al ponerse el sol te cegaba al entrar en la iglesia, orientada de este a oeste, parecía guiarte de la tierra al cielo sensación hoy tristemente perdida dado que con la renovación y el nuevo órgano se tapio a ras del pariso terrenal.

El entierro comenzó y el coro canto una vez más y por última  en latín. A mi abuela en adelante le gustaría recordar que aquel día fue precisamente eso, la última vez que hubo un entierro, conforme dios mandaba, cantado en latín en Calamocha. Llegada la transición, la democracia, los nuevos tiempos, la libertad, el libertinaje y todas esas cosas que tanto siguen apasionándonos, el latín no pegaba mucho, estaba fuera de lugar, y de nuevo el progreso terrenal arramblo con todo cuanto pudo. A saber, que nos harían cantar. Que nos dirían. Cosas de curas, que siempre queriéndose meter en todo, se iban a enterar de ahora en adelante, solos se iban a quedar, ni Dios iría a misa, ni aun a los entierros.
Sin embargo, era tan bonito, sonaba tan bien, que a buen seguro fue una pena dejar de cantar por muy nuevos que fueran los tiempos, y se podía leer sin problemas e incluso adivinar lo que decían esos viejos folios amarillos de letra de imprenta que seguían a la hora de cantar, “venga, canta con nosotros” me provocaban y me hacían reír Feliciano y Dativo me enseñaban las hojas donde estaba escrito todo, pero yo me sentía como un cobarde, lleno de miedo, mentira yo no había tocado la campana, menos aún iba a dejarme oír cantar. Sólo quería que todo acabase y tomar el camino del cementerio detrás de la funeraria como un hombre. Se dejo de cantar en los entierros, como un día se dejará la iglesia de la plaza por una triste capilla prefabricada de hormigón, así es la cosa, así es la vida, no somos nada, o somos poca cosa, cómodos, no queremos molestar, lo que no ves, no existe. Requiem cantim pace

Andando en silencio finalmente los hombres subimos al cementerio siguiendo los pasos de aquella anciana funeraria del ayuntamiento, matricula Barcelona sin letra, un Seat 1500 de color negro, con el cambio en el volante y tapicería roja que allí en Calamocha vivía sin duda tranquila sus últimos días frente al inimaginable ferrete que debió llevar, como todos, en sus años jóvenes en la capital, ¿a cuantos muertos habría llevado?, mares de lagrimas derramados tras ella. Y que suerte la suya acabar allí en el pueblo, bajo el techo del almacén de la plaza de toros saliendo de vez en cuando a dar el ultimo paseo de quien subía al más allá. Mi abuelo debía ir encantado a caballo camino del cielo.

Me hubiera gustado subir a la funeraria, sentarme delante junto a Raimundo en ese asiento gigante donde a buen seguro cabían media docena como yo, pero no parecía serio, y daba cierto reparo solo de pensarlo, debía estar en mi lugar, detrás con todos los demás. Años más tarde pude darme ese capricho y disfrutar de la funeraria para mi solo cuando mi padre trabajo unos meses para el ayuntamiento y un buen día a la hora de comer se presento en casa con ella como si tal cosa. El agua del grifo salía con mucha cal y los habían mandado a los depósitos a echar cloro a saco, en el almacén el camión no arranco y se subieron cara el Poyo con la funeraria, donde entre las risas de mi padre y Marcelino, el Chato se quedo en porretas como dios lo trajo al mundo y se metió hasta al cuello en el nacimiento del agua, fría como el hielo, para dosificar el cloro a gusto. Esa misma agua que tenía sobre la mesa para beber a la hora de comer “A ver si hay suerte y no se muere nadie” decía mi padre, a la espera de lo inevitable, de algo que solo es cuestión de tiempo, pero no la hubo, también le toco ir de entierro conduciendo la funeraria, así que de camino al cementerio le dio tiempo de pensar en todo: “Mal ha de ser que se queme algo”, tendré que ver si arranca y cómo funciona el camión de bomberos.

Lejos muy lejos estaba el cementerio y yo por primera vez entraba en él, Don Juan en clase nos había explicado que en todos los pueblos estaban a las afueras para evitar enfermedades y olores, fantasmas, aseguraba, no había, así que para mi era extraño allí frente a la puerta de entrada un montón de gente paseando entre las tumbas como si tal cosa todos hombres y todos hablando tranquilamente, nichos y surcos de tierra con su cruz, imposible distinguir vivos de muertos, quise perderme pero vi poco, allí justo a la entrada a la derecha se quedo mi abuelo, encararon el cajón y lo arrastraron hasta el fondo, entraba justo, el ataúd, vete a saber para que llevaba no una sino dos llaves, y a los pies del cajón dejaron las llaves y lo tapiaron con yeso y ladrillo. ¿Para qué querría mi abuelo la llave?, y para qué la dejan dentro, y de todas formas, para qué nos la íbamos a quedar, y por qué llevaba llave. Aun hoy no lo sé, días más tarde cuando le pregunte a mi abuela si ella se había quedado alguna llave, no supo que contestar. “Que cosas tienes”

Volvió la normalidad a casa tras la muerte se acabo la espera y de un modo u otro todo cambio, o simplemente la vida continuo hasta nos pusimos en pantalón corto cara al verano al día siguiente cuando fuimos a la escuela y fue entonces a la hora de comer al volver a casa y subir las escaleras cuando comprendí que ya jamás volvería a ver a mi abuelo. Subí a la habitación como hacia todos los días desde que ya no se levantase, para verlo, y a mitad de camino me sorprendió mi abuela, “¿donde vas?” me pregunto, “a ver al abuelo” ella misma se contesto, aún no vestía de negro, la poca ropa de luto que tenia era la de los entierros y ahora debía comprarse de todo, me quede a mitad camino y finalmente termine de subir, todo estaba abierto, luz por todos lados, ventanas, cortinas retiradas, parecía que mi abuela había dejado todo de par en par con el fin de que mi abuelo encontrase el camino y se marchase…Había comenzado a sacar la poca ropa que entonces tenían los abuelos, para quedarse algo de recuerdo y dar el resto a quien lo necesitase, o quisiera, llevarlo a la iglesia, a las monjas para las misiones, un par de cajas, ese era todo su ajuar. La gayata, la boina un chaleco lo aproveche al mes siguiente en una obra de teatro con Doña Ascensión en al escuela donde hice, como no, de abuelo.

Lo veras dijo mi abuela cuando Corbatón le ponga la lápida, entonces subiremos a verlo todos los domingos que podamos, hoy iremos a elegirla, quiero que le pongan un Sagrado Corazón. Y ese día no tardó en llegar ya que pronto estuvo todo dispuesto y así un domingo después de comer, "venga", dijo, "vente conmigo a ver al abuelo al cementerio". Y juntos nos fuimos caminando, ella delante con el pañuelo a la cabeza a pesar del calor, el bolso con las flores y trapos de limpiar y yo detrás apenas podía seguir sus pasos.

"Mira, ahí está, que guapo, que lapida más bonita y que bien ha quedado en la fotografía, todo el mundo le conocerá, aunque no sepa leer las letras, vamos limpiarla y a ponerle las flores, déjalas ahí encima, ese nicho es el mío, algún día yo estaré ahí junto a él". Me tembló todo cuando hice lo que me pidió, mire el nicho vacío y me pareció enorme sin fin, horrible final para cualquiera, y mi abuela hablaba de el con todo el cariño posible, como algo suyo, como el lugar donde acabaría…

"Chico, no te asustes", mi cara debió decirlo todo, "algún día yo estaré ahí y no te creas, a mi tampoco me hace mucha gracia, ni gota, estar el resto de mi vida junto a ese mal nacido". Y señalo mi una lápida que evidentemente no era la de mi abuelo, unos pasos más allá. Yo me acerque e hice lo que en adelante haría muchísimas tardes de domingo en las que le acompañaría al cementerio, leí su nombre, las fechas, sus recuerdos y ella me contaría, de esta y de otras muchas lápidas mil y una historias que ya he olvidado: "Que le vamos hacer, fue una jodienda comprar los nichos el mismo día, por tu abuelo no hay problema por que eran muy amigos, pero yo, cuantas veces me arrepentiría, cuanto me penaría, no haberle dado una patada bien dada en los cojones, que no creas que no se la merecía, me falto valor, con lo que yo he sido, patada como aquella que le tiro tu Tía Felisa un verano en la Calle Real, en cuanto me veía siempre se cambia de acera. De haberle dado lo habría matao".
 

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