sábado, 27 de enero de 2018

Calamocha en llamas


Amanecía

Por las calles desiertas de San Miguel del Milagro una que otra mujer enrebozada caminaba rumbo a la iglesia, a los llamados de la primera misa. Algunas más, barrían las polvorientas calles.

Lejano, tan lejos que no se percibían sus palabras, se oía el clamor de un pregonero.

JUAN RULFO, El gallo de oro

Despertaba el barrio desierto de las escuelas viejas del rabal de Calamocha adormecido por el calor de los primeros días de verano. Desde la cama, la pequeña ventana abierta entre los muros de casa a la calle dejaba pasar la luz y predecía que aquel día también seria afortunadamente igual que todos los demás, igual que todos los días del verano, calor. Una barrera infranqueable, densa de sofocante calor, parecía separar la calle de la casa ya desde primera hora de la mañana y abrirse paso aplastándote a través del hueco de una ventana pensada para no dejar pasar el frio ni escpar el calor, abierta tan solo para dar paso a la luz necesaria para ver el amanecer un nuevo dia. La hora de levantarse, la de salir el sol, la de trabajar.

“¡Levantaros ya!, van a dar las diez”, era mi madre, quien pasadas a penas las nueve nos llamaba desde el patio mientras quitaba el polvo a la casa, si acaso había polvo, pues todos los días, eran iguales para unos y para otros. “Levantaros es dia de mercado y quiero dejar las camas hechas antes de salir a comprar”. Una excusa como otra cualquiera, pues era lo mismo cada dia de aquellos que ya rozan el olvido, madrugrar en verano, y para qué. “Poneros a estudiar, algo tendréis que hacer, aprender a escribir a maquina, leer, hacer dictados, la tele no se enciende hasta las doce. Venga, ya dormiréis la siesta. Venga levantaros ya, aquí abajo estaréis mas frescos”. Bajar las escaleras era como huir del cielo camino del pernicioso infierno, en la cama se estaba bien, pero abajo muchísimo mejor, por de pronto, el aire de la ventana dejaba de aplastarte y en el patio el fresco de la calle recién barrida y rociada te daba de nuevo la vida.

Barrían la calle nuestras abuelas, y el ruido arriba y abajo a una y a otra cara a lo largo de toda la calle de las escobas rozando con rabia contenída el eterno y polvoriento cemento te mecían como una nana, suelo que tan solo permanecería limpio por un instante, cantinela de escobas que te invitaba a cerrar de nuevo los ojos y dormir, mientras tu madre cada tanto volvia con la eterna letania y decía “levantaros ya”. El suelo de la calle encementada tan solo unos años antes se cuarteaba dia a dia, el frio de antaño, los días de nieve cuando las abuelas no barrian la calle durante días, a veces semanas, la dejaban a toda ella presa del hielo del invierno y el sofocante calor del verano agrandaba aún mñas las grietas, se ahondaban los baches y le hacían palidecer su color del gris muerto del cemento al ocre apagado de la tierra de Tornos, “les hacia duelo el cemento, todo era tierra”, aseguraban en el Barrio como testigos de su degradacion, tractores, carros, caballerias, ovejas condenaban a muerte el suelo donde jugábamos a los pitones aprovechando cualquier gua y nos sentábamos a la fresca.

¡A pilie! (1) La voz, indescifrable hasta hace unos días para mi, sonaba de vez en cuando en ese barrio desierto asolado por el calor de la mañana. “Los gitanos siempre llevan el buen tiempo de cara” decía mi abuela que barria cara el cuartel mientras la Moracha lo hacia cara el rabal para terminar de encontrarse a mitad de camino, frente al corral del herrero y el primer porche, tierra de nadie, yerma tierra de todos, igualemtne barrida a diario, allí, apoyadas sobre la escoba, mi abuela Rosa con su parte de calle limpia y rociada con cuatro gotas de vida de la vieja caldereta verde sin asa que descansaba bajo el contador del agua desde el mismo dia en que entro la corriente en casa y este empezó a gotear.

¡A pilie! Giraban la cabeza hacia Santa Barbara y por allí, siempre el camino era el mismo, aparecia la gitana que a voz en grito todos los años, pasaba por aquellas fechas de comienzo de verano a comprar las pieles de los conejos que domigno a domingo se comían en prácticamente una casa si otra también en la paella. Altisima, guapa, palida y delgada, con camisa blanca, chaqueta roja y falda oscura por debajo de la rodilla, alpagatas de lona y calcetines hasta los tobillos, el pelo recogido y el andar tranquilo. “Redios, ya esta otra vez aquí, ¡como pasan los años!, ¿tu Carmen has guardado las pieles o las has tirado?”. “Yo las he tirado a cáscala a Luco, decía Carmen”.

Si un forastero hubiera aparecido por allí en ese momento y le hubiesen invitado a señalar a la gitana, sin duda se habría fijado en Carmen. Con frecuencia ella misma se llamaba “gitana”, con cariño, con resignación…” siempre he sido muy gitana, para esto y para todo, y bien negra que soy, que mas me da que me digan morena que gitana”. Nos contaba a la menor ocasión sin saber muy bien que quería decir con ello. “Niña, no he guardado ni una, esa pared nuestra del corral esta tan mal orientada todo el santo día le casca la ombria, y para rematar la puta de la higuera y los pájaros de los cojones que lo cagan todo, y además maña, toda de piedra que tal y como las tiras se te caen y si te descuidas con lo tiesas que se ponen un día te parten la crisma y te dan tierra en la Cañadilla y total, para una perra que valen, las tiro hacer ostias a la basura. Tú ya sé que tienes”.

Cualquiera sabía que mi abuela tenía en su casa, la casa de todos, siempre con la puerta abierta y el paso al corral libre, gallinas, tocinos y conejos en un minúsculo cornejal de aquella casa levantada sobre un solar tirado a falsa escuadra al acabar la guerra, donde años atrás media docena de vacas y un par de caballerías sacaron la hacienda adelante. Ahora los conejos, se criaban para comer ya no se quitaban de la boca para venderlos y sacar alguna perra como en aquellos años de la cazalla, especialmente los domingos, para el arroz, la paella de toda la vida, que nuestras abuelas cocineras antes que monjas, habían aprendido a gusiar en sus años de mozas, en sus años de la niñez poniéndose en amo, sirviendo en alguna casa grande de Valencia o Barcelona. Fue Maria, un par de años mayor que mi abuela Rosa la primera en ir a servir, un dia su padre y ella subieron a un tren en Torrijo camino de Barcelona, alguien del pueblo les había mandado llamar, nueve o diez años tenia cuando la dejo en buenas manos a servir, limpiar, planchar, cocinar y dormir en una buhardilla en la calle de Balmes cruce con Francoli desde la cual poder ver las estrellas al acostarse muerta del dia a dia y pensar que alla en Torrijo serian las mismas las estreallas, la misma luna y su madre también las estaría viendo pensando en ella, las mismas que luego veria en Agde, las mismas que vería el resto de su vida en Toulouse ya sola, sin padres.

Los sábados al medio día era el momento de matar el conejo, “mira tú que estas más ágil y no echas bulto de coger uno tiernecico ni grande ni pequeño, y llévalo ahí al corral junto a la corte de las gallinas que ahora voy”. Allí con el conejo boca abajo sujeto por las patas traseras alzando la mano para que este no pudiese alcanzar el suelo esperaba a mi abuela, unos instantes tan eternos para mí como para el conejo que no dejaba de temblar, mientras las gallinas se alejaban tanto como podían del lugar y el temblor del conejo me recorría el cuerpo en un escalofrio eterno, y temblaba y temblaba, “redios que gabache eres”, me decía mi abuela. Sin duda elegia la puerta del gallinero para darle matarile al conejo no solo por no ensuciar la otra parte del corral al otro lado de la valla donde cuidaba con pasión de los geraneos, las clavelinas y una enredadera cría ratas que tardo años en pegar el estirón antes de arranacarla, si no que lo elegía como escarmiento para las gallinas, como diciéndoles: “espabilar malas putas, comeros el panizo y poner huevos o ya sabéis lo que os espera”.




Llegaba mi abuela con el delantal subido al pecho enganchado con los imperdibles al uso que siempre llevaba consigo cogidos en la ropa eternamente negra y me pedia el conejo, yo se lo pasaba y ella lo agarraba con una mano, lo medio engañaba, le daba un par de balanceos, este se quedaba quieto, como hiznotizado, y acto seguido, se oia un ruido seco, ¡zas!, con el canto de la otra mano de un solo golpe, sábado a sábado mataba un conejo. Este se encogia y se estiraba a un tiempo y moria en el acto, los conejos son mudos nada se oia salvo el golpe sordo y certero que lo dejaba con los ojos en blanco y una gota de sangre en la boca, mi abuela con cuidado lo ponia sobre el cemento del suelo limpio con las alpargatas de gallinazas y tras uno o dos temblores quedaba muerto. “Venga llévalo a la pila”.

Alli mi abuela a escape lo aviaba, un corte en el cuello para desangrarlo sobre la pila del agua, y seguido yo lo agarraba de las patas traseras y ella con tres cortes y tirando con fuerza lo despeletaba, y la piel, blanda caliente de vida ya perdida, era lanzaba con fuerza sobre la pared de casa y allí se quedaba pegada lista para secarse, mientras limpiaba las tripas del animal en un visto y no visto pues todo era menester hacerlo de corrido para evitar que la carne se malograse en ese eterno feo color rojo de moratones de la carne de animal mal matado y peor desangrado y finalmente con una cuerda y un sarmiento separaba el pecho del conejo, y le ataba las patas para tener de donde colgarlo y “anda maño, tira para arriba, súbelo al granero y que se joree, mañana nos lo comeremos en el arroz. La carne recién matada no se puede comer”.

Con el paso de los días, de las semanas, de las paellas, la pared año tras año se iba llenando de pieles, una fortuna a la intemperie que era fácil de ver en muchas de las paredes de piedra de los viejos corrales de las casas de entonces. Sin embargo, yo no terminaba de creer que aquello en realidad tuviese tanto valor como parecía pues no había visto jamas un abrigo de piel de conejo, ¿para que se usaría?, y pensaba que si en realidad fuese algo de valor, estarían escondidas y no a la vista de todos en algun rincón del granero, en la falsa lejos de la chimena donde decían los mayores que la gente guardaba el zafran viejo, y eso, eso si que valia un dineral. Con el zafran se compraban casas, campos, cosechadoras.

- Buenos días señoras, dijo la forastera deteniéndose junto a la fachada de Carmen y su eterna sombra, compro pieles, si ustedes me las quieren dar.

- Buenos días hija, ¿habéis venido toda la familia? Preguntaba siempre mi abuela

- Oh, me perdone, no la había conocido, siempre me pasa igual, recordaba yo que era una calle de estas donde usted vivía, pero siempre me confundo, que tonta, solo yo y mi hermano que viene detrás con el estaño

- Y madre que hace, que vida lleva

- Se ha quedado en Valencia, ya no sale de casa, allí con la familia que le cuida, de nada le falta, somos muchos

- Ya le mandaras recuerdos, quédate aquí un poco hija, voy a por las pieles, me darás tres duros por cada uno ¿verdad?

- Señora, que pieles me va a sacar, de visón. Le de recuerdos de la familia a la Virgen del Carmen

Y mi abuela dejaba la caldereta del agua, el badil y la escoba y  las dos gitanas se quedaban cascando mientras emprendia el camino de casa para replegar las pieles de los conejos.

Entonces, recién levantado bajando el ramo de escaleras semicirculares, ese mismo que cuarenta años antes al construir la casa recién acabada la guerra mi abuela contra todo y contra todos se empeño en verlo hecho realidad de la mano de aquel albañil de Caminreal que piedra a piedra dio forma a la casa, dejando en ella una escaleras nada corrientes, anchas, con su giro acaracolado, bonitas de verdad en comparación con cualquier otra que se construyese entonces, una simple y estrecha línea recta que ocupase el menor lugar posible, en casa, eso no paso.

Anda maño, ven que le voy a dar las pieles de los conejos a la gitana, ve a ver si tiene el Tio Perico la llave puesta en el corral y si no vas y se la pides y te traes el palo mas que largo veas para poder bajarlas de la pared con la escoba no llegaremos, anda corre. Y allí que fui para que mi abuela pudiese bajarlas.

- Aquí las tienes hijas, cuentalas tu misma, a tres duros cada una, suma lo que me debes. No te venderan muchas, ni tan buenas como estas, lleva una temporda que pasan un gitano del charco a por ellas.

- Señora, a ese precio no se las puedo pagar, si quisiera un duro pues igual se lo daba, pero tendría que querer yo darselo, asi que, si me las quiere dar mejor para todas, no se las a llevar a casa otra vez, ni a tirarlas, seria una pena.

- Pues ya son tuyas, no cale hablar mas

- Redios, esta es mas gitana que yo. Elogiaba asi Carmen la compraventa

- Le dare recuerdos a mi madre, muchas gracias señoras, por ahí se siente mi hermano, sigo mi camino, pero ese payo del charco nos ha quitado casi todo.

Cuando mi abuela inesperadamente una fría mañana de hielo y nieve de enero subio al cielo de la mano de su prima Nieves, tal vez los conejos pudieron pensar que todos sus males habían llegado a su fin, que dios había hecho justicia y que de ahora en adelante se iban a dar la vida soñada, la vida del tocino en la corte. Pero nada más lejos de la realidad, quizás lo único que cambio y a peor fue la vida de la gitana dado dejamos de guardarle las pieles. Digo, que mi abuela subio al cielo, pero quizás me haya precipitado y aun no haya llegado.

A partir de aquel dia seria mi padre y mi madre una vez uno y una vez otro quien se encargasen de matar el conejo mientras criamos por casa, y aun después de dejar de hacerlo y ablentar todas las conejeras seguimos comprando y matando mientras pudimos los conejos vivos a unos y otros. “Nada como lo que se cria en casa” decían con el conejo ya en la mesa, “aprovechar que se acaba vosotros ya no criareis y hasta os dara pena matarlos”. Vete a saber que pasara el dia de mañana, ¿quien sabe?, como si un conejo criado en casa a base de granulos fuese diferente a uno cualquiera criado en una granja. Cierto es que el tacto de los granulos era agradable y hasta el olor que despedia el saco una vez abierto antes de que el polvo del interior se te metiese en la nariz, y si, mas de una vez y dos me lleve alguno a la boca, ¿a que sabía?, a nada, ni siquiera daba asco. Pobres conejos, el golpe final debía ser lo de menos.

Ellos no eran como mi abuela, a pesar de ser mi padre mucho mas fuerte, le daba pena dar un golpe con la mano y que pudiese fallar, asi que desde el primer momento se agencio el mango de la azada de cavar la viña de la vieja Dehesa años abandonada al terraplén, de mi abuelo Casimiro. El golpe sonaba y se podía sentir por toda la casa. ¡Zas!, habia caído otro, mañana domingo fiesta, misa y paella.

A mi abuela la imagino como a tantas otras mujeres de la familia mi Tia Nati y mi Tia Felisa, pero en especial a ella, subiendo al cielo y llegando a estar a la diestra de Dios y girando la cabeza para poder verlo bien, fijar en él la mirada y poder hablarle, poder pedirle un ultimo favor, un acto de justicia.

- Señora Rosa, ¿no ve hoy bien?, se tendrá que cambiar las gafas, ¿cuantos años hace que no se las mira?, no es normal ni ver tan poco ni girar la cabeza entera para poder ver lo que esta en el culo con perdón. 

- Parece mentira, usted Doña Pilar que se fija en todo, con lo lista que es y que no pierde un detalle que después de tantos años, aun no se haya dado cuenta que de un ojo no veo y de otro poco.

-¿Pero y como no me había dicho eso, y ha esperado a que me diera cuenta?, habrá que ir al oculista.

- Por dios Doña Pilar no pase pena por mi, déjelo estar, lo mío no tiene cura, cada vez nos queda menos, de la tele solo me gusta sentirla, no me fijo.

- Pues hablare con …

- Calle, y le cuento que todo lo quiere saber y para todo cree tener usted arreglo.

- Naci asi, con el ojo derecho nunca he visto nada y con el izquierdo lo justo, debio ser cosa de envidia entre pobres y a mi madre alla en Torrijo le echarían mal de ojo y el que mas y el que menos nacimos viendo lo justo, mi hermano Blas el de Francia va parejo conmigo, y siempre me dice que lo mejor es lavarse los ojos con unas gotas de limón, redios, usted se cree que le voy hacer caso a semejante tontería. Una no ve o ve poco y no hay nada mas que hacer, menos a nuestros años. En cambio, salimos todos la mar de guapos y altos, cosas de envidias como le digo, cosas de pobres, mi madre la Tia Jeroma la más bailadora, todas las noches de ronda salían a buscarla para que bailase, haciendo pareja con mi suegro.

- Pero mujer, no creerá usted en esas cosas, eso no seria asi.

Asi mi abuela ya en el cielo: “¿Perdone es usted Dios?. Vera, supongo que me conocera, que sabra de mi vida mejor que yo y lo que ahora le voy a decir y pedir, igualmente me lo concederá y ya se lo imaginará. Dispenseme, pero aun habiéndome ganado el cielo, aun es pronto para entrar, quisiera me permitiera bajar un momento a dar vuelta del infierno y de paso entrar al purgatorio, y cuando haya acabado de saludar a todos, volver junto a usted. He de hacer unos recados. Si ya se lo que me va a decir, que Casimiro esta aquí, pero con una copa de cazalla y unas cantas, tardara en echarme en falta. Le de recuerdos y que me aguarde”

Asi que aun hoy, tres décadas después imagino a mi abuela a medio camino del cielo, en el infierno o en el purgatorio, ajustando cuentas con el pasado vivido en la tierra, junto con sus sobrinas Nati y Felisa y a dictado de esta, seamos claros, repartiendo hostias.

“Tia Rosa, pirma Nati, somos tontas, no tenemos remedio, pero en el cielo ajustaremos cuentas con todas esas hijas de puta y cabrones mal nacidos que nos han ido cayendo en suerte uno tras otros sin haber hecho jamas nunca nada nosotras para merecerlo. Dios nos ha dejado tiradas en la tierra llena de buena gente que dicen que esta, menuda mentira”

Por la esquina del cuartel llegaba tranquilo el gitano, al contrario de lo que ocurria con su hermana, con el no había duda alguna, era gitano de los pies a la cabeza, de cerca o de lejos, casi negro, el sol, el camino y el trabajo, la vida parecie haber hecho el resto, con las alforjas llenas de vete a saber que, trastos para estañar, el pregon que lanzaba era indescifrable para mi, pero las personas mayores sabían que era el estañador, y en casi todas las casas aun se hervia la leche en unos coceleches rojos y azules con el culo remendado y los bordes oscuros de tantas y tantas vacas como vieron pasar. Afortunadamente en aquellos días, todo se arreglaba, aunque fuera para luego poner allí el agua de las gallinas o una maceta.

- Buenos días, dijo el gitano abandonado la acera de los porches, cara el corral del herrero donde mi abuela y la Carmen habían despedido a su hermana instantes atrás, ¿algo para estañar?

- Si maño, espere que voy a por un par de cacerolas y un jarrón a ver que puedes hacer

- Oh Señora, buenos días, casi ya no la reconozco, tantos años que no vengo por aquí, ahora que mi hermano se quedo con mi madre he venido yo, ya no podrá ser que vengamos mucho por aquí, igual ya no volvemos, ahora vienen otros, las pieles ya no las quiere nadie, ni aun casi se guardan y nadie remienda, nos gusta ir de un lado a otro, pero ya somos mayores.

- ¿Tu eres el de la virgen? Ahora te conozco niño, como corrías con las gallinas aquel dia, pues no han pasado para todos poquismos años ni nada

Mi abuela salio con un par de cacharros y el monedero en la mano, y a mi me daba la impresión que iba a pasar lo mismo que con las pieles, iba a reparpara algo que no usábamos, tan solo por lastima.

- ¿Y madre que tal? Ya nos ha dicho tu hermana que por Valencia

Lo que le quedé bien estara, se ha hecho mayor, como todos, era yo bien pequeño cuando vine con ella la primera vez. Entonces íbamos vendiendo cosas que hacían los presos en la cárcel, cuadros, cruces, y llevábamos una Virgen del Carmen, que no había cosa que mas quisiera mi madre, de pueblo en pueblo con la excusa de rifarla vendíamos boletos que nunca salían premiados, hasta que dimos con usted, y mi madre le quiso vender algun numero y usted la calo y no se dejo engañar por una gitana y no compro. Si me toca, esta noche se venga y se lleva la gallina mas grande que tenga. Y asi fue, al hacer de noche llegamos a su casa y mi madre le dio la Virgen del Carmen, mandaba el hambre y usted me dejo pasar al corral y cogi la gallina mas grande que tenia, aun me provoco que me llevase el gallo de oro, y resulta que no tenia ninguno, era mas grande que yo la gallina que enganche. Fue un gran trato, a pesar de todo, quedamos contentos y amigos, yo decía madre si damos la virgen igual otro dia no tenemos que comer,y ella me decía, si hoy no comenos no habrá otro dia y no quisiera yo morir en este pueblo ni mucho menos que me diesen tierra en el lugar… Mi madre cuenta muchas veces la historia. Pues esto ya esta. La voluntad señora.

- Aquí tienes, muchos recuerdos y si no nos vemos que vaya todo bien

- Adios, señora, adiós a las dos. Cuidense.

Nada quedaba por ver, ni aun por hablar, mi abuela junto a Carmen frente al corral del herrero si dijeron adiós, un hasta luego, “no sé para que barremos, no luce nada esta calle, antes con la tierra se emporcaba menos”. Y cada una barriendo se fue encaminando hacia a su casa, “tira para adentro a desayunar, y ponte hacer faena, todo lo quieres saber”.

Era mi abuela al descubrirme en el portal de casa cobijado por la coritna de lona a rayas otrora verdes y blancas comida por el sol. Tan solo me dio tiempo a llevar la vista hacia el rabal antes de perderme por dentro de casa atravesando el patio hacia la cocina. La gitana seguía siendo igual de alta alla arriba, caminaba por el centro mismo de la calle y seguía pregonando girando ya la esquina de Inocencio con el saco a la espalda lleno de pieles de conejos, saco que para mi debía pesar una barbaridad, toda ella pareica enorme, un gigante multicolor, caminaba tranquila y derecha y aun llevaba otro saco por llenar. Podía con todo, mientras su hermano con su andar tranquilo, cansado, como sabiendo que ya no volveria, pegado a la acera de la Carmen la Amada mas allá del callejón de los condas, unos metros atras de su hermana dejaba al pie de la costera los bartulos en el suelo, alguien lo había llamado.

¿Cómo era posible vivir asi?, de unas pieles de conejo que la Moracha tiraba y que para mi abuela no valían nada, y de unos remiendos en unas soperas de porcelana roja y azul que se pagaban con la voluntad. ¿Habrian venido desde Valencia andando?, todo ese viaje para darse cuenta de que días antes unos gitanos de Zaragoaza que nunca habían estado por el pueblo se llevaron la mejor parte.

- Papá, ¡Papá!, ¿qué haces? Venga cierra la puerta y vamos. La procesión ya ira por el Peiron, hace rato que dejo de oírse el Baile a San Roque y las campanas ya no se oyen. ¿Qué hacias, en que estabas pensado?

- Estaba viendome a mi mismo años atras camino de un cielo ya perdido, viendo el Barrio de cuando era un crio y ni siquiera llegaba a tocar el timbre de casa. Escuchando el gorigori.

¿Qué?


Nota

1.-  Apiolar 2. tr. Atar un pie con el otro de un animal muerto en la caza, para colgarlo por ellos. Se emplea comúnmente hablando de los conejos, liebres, etc., y también de las aves cuando se enlazan de dos en dos pasándoles una pluma por las ventanas de las narices. (DRAE)

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