viernes, 1 de julio de 2016

Setecientas pesetas

Perico, sentado a la fresca, se preguntaba así mismo, por la hora. ¿Tienen que ser cerca las diez?, decía, tras mirar hacia Santa Bárbara y a lo del Carretero. Sin prisa, su pregunta no tenía, ni esperaba, respuesta por parte de nadie de los que estábamos junto a él. Se hacia el silencio, se recostaba sobre la silla, aupado por la albarcas y los peducos, alcanzaba la cadena y sacaba su reloj de bolsillo.
Menos cinco, habrá que ir a por el rancho, menuda tarde, y aún es de día, si supiera que yendo al catre descansaba, ahora mismo me subía a la cama. Hace días que no he sentido el parte, hoy tampoco lo haré. Imagino todo seguirá igual, porque no contáis nada. Igual de bien para todos menos para nosotros, que vamos de puto culo, y espera. ¿A cómo crees Gargallo, que dicen que a mi ver, están pagando el trigo? Menudo bochorno, no corre una gota de aire.
En los meses de verano, con el calor y la llegada de la cosecha, Perico cambiaba el reloj de pulsera por el de bolsillo, verle mirar la hora, se convertía en todo un ritual. Pregunta, vista al cielo, bolsillo, confirmación de la hora. Lo cierto es que ni él, ni nuestros mayores, necesitaron nunca mirar el reloj para saber qué hora era. Siempre sabían donde estaban, cuando y por qué. Saber estar.
Joder, que hora será, decía mi abuela Rosa, ya tiene que ser cerca la una. A continuación, se paraba y con ella, parecía detenerse el mundo entero, al menos Calamocha lo hacia, y el reloj de la torre, obedientemente daba la una. Ya va la cosa a escape, voy a preparar la comida. Mi madre, cosas de familia, prácticamente no sabe lo que es un reloj.
Hacía mucho tiempo que lo tenía decidido, de mayor, me compraría un reloj de bolsillo, su cadena, su tapa, su cuerda,… y el placer de mirar la hora sin prisa alguna, como si en realidad me diese igual la hora que fuese.

No era solo Perico quien lo llevaba, había mucha gente más, y por momentos me parecía, que para salir al campo a trabajar, y yo quería salir, aunque mis abuelos se empeñasen en lo contrario y apostaran por quitármelo de la cabeza, tu que puedes, estudia me decían. Había que tener un reloj de bolsillo, por alguna extraña razón, los de pulsera, modernos, no servían para trabajar la tierra.
Fue antes, con mi abuelo Casimiro, cuando empecé a fijarme en los relojes de bolsillo, sus amigos lo llevaban, él nunca uso ni uno ni otros, ya que para saber la hora, le bastaba con mirar el paquete de tabaco y contar, lo que había fumado y lo que le quedaba por fumar.
Bajo la atenta mirada de mi abuela Rosa lo acompañaba hasta la era a buscar setas, en realidad a fumar, ella se quedaba en la puerta, con el paquete de tabaco requisado, mirándonos marchar, hasta asegurarse de que una vez en la esquina de Inocencio caminásemos hacia el Santo Cristo y no hacia el Minino o lo de Santos. Ale, ya está, vamos.
Sus amigos, el Tío Alfonso, el Tío Conchanete, y otros, creo recordar, llevaban el reloj en el bolsillo del chaleco. Y yo esperaba pacientemente a que en medio de la charra, se les hiciese tarde y echasen mano al reloj. Cuando seas mayor y comulgues, te regalaran un reloj, me decían, ahora no necesitas saber la hora eres muy pequeño, un buen reloj, de pulsera, con sus números relucientes de noche y el día del mes. Solo tienes que aprender a leer la hora y acordarte de darle cuerda todos los días, con mucho cuidado.
Eso me repetían unos y otros. Quedaba tan lejos el día de la comunión, y lo peor de todo, como decir, que a mí me gustaría tener un simple reloj de bolsillo.En realidad no quería un gran reloj para mi comunión, tan solo un reloj que se pudiese llevar.

Fue a mi padre, a quien le regalaron al comulgar el mejor reloj que se podía tener, a buen seguro el más caro de alguna joyería de Valencia. Fueron los padres de su prima Boneta los que se lo trajeron a Calamocha, y con él en la muñeca sale en la única foto de su comunión.
Mi padre, no se lo pensó dos veces, y al día siguiente de comulgar, se fue a sacar las ovejas con el reloj en el brazo. Fue la sensación, recuerda con orgullo, entre todos los amigos a lo largo y ancho del camino de la Jampudia y el Campo Aviación, no se hablaba de otra cosa… se pasaba los días mirando el reloj y dando la hora a todo el mundo. Hasta que paso, lo que paso, lo inevitable.
Mi abuela Xaltación, se dio cuenta de que el reloj no estaba en casa y al ver que lo llevaba, lo puso de vuelta y media, y le dijo de todo, dándole una lección vital, de la filosofía familiar, que nos ha hecho llegar hasta aquí, generación tras generación: ande vas tú con reloj, tráelo aquí, que no lo necesitas, las cosas buenas hay que guardarlas para que duren, y si lo rompes, y si lo pierdes, y si te lo quitan, les habrá costado un potosí, y tú no lo necesitas para nada, las ovejas bien saben la hora que es, y tú para saberla con la torre de la iglesia y la luz del faro de la aviación, ya tienes bastante. Y si no, a quien lleve reloj, le preguntas la hora. Dámelo…
Y se lo dio, y la Xaltación lo guardo en el joyero, una caja pequeña de esas de madera, donde las abuelas guardaban pequeños tesoros, unos botones, para por si acaso, una navaja de juguete, unas cuchillas de afeitar, un rosario… Mi padre con el tiempo llego a pensar, que había perdido el reloj corriendo detrás de las ovejas al salir huyendo del Guardia de la Dehesa, una noche sin luna.
Cincuenta años después, el reloj, apareció en la caja, la Xaltación tenia razón, junto a innumerables tesoros, sigue funcionando, tras medio siglo marcando la hora del olvido para la familia y guardando el tiempo para el día de mañana.


A mediados de los ochenta, el mercado de los miércoles, era los martes y los jueves, y se colocaba en la plaza de la iglesia, centro del pueblo, cuantísima gente, y puestos parecía haber, todo lo colapsaba, mientras la ombria del frontón quedaba vacía los días de invierno y se llenaba con los de verano.

Solíamos aprovechar el recreo en el instituto para acercarnos a mirar los puestos interesantes, y muchas de las veces, al medio día, camino de casa volvíamos a pasar, detenernos con algo más de tiempo y curiosear, en una plaza hasta la bandera. Gente, coches, motos, tractores, y camiones despistados desde la fábrica de piensos de la Balsa, la cual daba ambiente floral a toda la contornada.
Nos parábamos frente a los puestos de última tecnología y superventas, regentados por moros y quinquilleros, nuestros guías espirituales acorde con la edad. Radiocasetes, transistores, relojes digitales, calculadoras, maquinetas matamarcianos, carteras, cascos, y otras muchas cosas, amén de toda la discografía patria y ajena en radiocasetes piratas con portada fotocopiada en blanco y negro. Nadie parecía poner el grito en el cielo, como hacen hoy con el pirateo, lo más normal del mundo era comprar cintas piratas y realizar copias para los amigos, además, de no ser así, nuestra vida musical ochentera habría sido un completo desastre.
¿Cuánto ese reloj?, barato, barato. Caro, caro, ¿es Casio?, ¿japones o koreano?, cuantas alarmas tiene, tiene luz, y ese que lleva calculadora funciona, paisa, paisa…  Los relojes digitales eran la pasión de todos, y si llevaban doce alarmas de gaiteros escoceses, mejor que diez. Mil, mil quinientas pesetas, era un pastón, nos parecían caros de todos modos, … pero a la vuelta de unos años, décadas, demostrado esta, que ya no se fabrican cosas como antaño, tampoco en cuanto al mundo tecnológico. Los que tengo por casa, incluido el reloj calculadora, siguen funcionando, la calculadora científica, lo mismo, hasta, a sus años, ha vuelto al instituto.
Un lejano día de aquellos, en uno de los puestos, había relojes de bolsillo, el mismo paraíso, algo inimaginable, ¡pero si nadie los usaba ya!, entra tanta tecnología, y quien llevaba un día de hacienda mil pesetas en el bolsillo que pedían por uno, la próxima semana volveré a venir nos dijo, o volveremos, por que solía haber dos puestos, con lo mismo, y mismos precios. Iba a ser una semana larga, y mil pesetas casi nada.
Al final me lo dejo en setecientas pesetas, y toda la cuadrilla se compró su reloj de bolsillo,…y el mío, ahí está, en mi bolsillo, estos días de calor, como si yo también, tuviera que salir a cosechar he vuelto a él. Aun hoy me parece que pague demasiado, y me engañaron, pero a la vista del resultado, fue un regalo y nadie me engaño.
Cuando desperté, la mañana del lunes 27, tras el desastre del domingo, volví de golpe a la realidad. Todo seguía igual, y el CD Castellón, con toda la crueldad del mundo, seguirá un año más en Tercera División, y por si eso no bastase, al ir a ponerme el reloj en la muñeca me di cuenta que se había parado la tarde del domingo, poco más o menos sobre la hora en que el CD Castellón fallo el penalti decisivo.

Hoy, no hay mayor tragedia, que la de quedarte sin batería en el momento más inoportuno, y cualquiera parece serlo. La vida me va en ello, afortunadamente, no tarde en recordar, que en la mesilla guardaba aquel reloj de bolsillo, que un día compre en Calamocha por setecientas pesetas, cuando mi vida, aun iba a cuerda. Lo puse en hora, le di cuerda, y al bolsillo.

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