domingo, 16 de noviembre de 2014

El mechero de Serafín

Garci, el director de cine, suele comentar que a la hora de valorar una película, por lo común, nos olvidamos de lo principal, si ha sido o no entretenida, queriendo decir que, si lo ha sido, todo lo demás sobra, la trama, el mismo desenlace, la historia de amor, lo importante es que nos haga pasar un buen rato, nos distraiga, nos haga olvidar … tal vez soñar.



De modo que haciendo un símil, la novela Barrendero, enterrador, ferroviario, de Jon Lauko, es entretenida, y mucho, más para un calamochino que vea discurrir los días y los años lejos del lugar donde nació, te hace pasar un gran rato y te da pena que se acabe. En verdad no se pude pedir más. Es Calamocha lo que se puede leer y respirar. Hasta sientes frío.

No leo novela negra, si en cambio veo cine negro, en blanco y negro, busco al asesino, lo encuentro, huye, aparece otro sospechoso… y quien la hace la paga, y así ocurre en la novela, aunque termina siendo mas justicia divina que humana, pues los protagonistas sabiendo que se ha hecho justicia no terminan de saber a qué en concreto. Todo ello con un trasfondo tan delicado como el abuso infantil,… lejos un poco de esa España negra y rural a la que estamos mas acostumbrados de pleitos banales por herencias, ribazos y riñas en el baile, puñetazos, navajas y escopetas, venganzas sin sentido. Que tal vez los más mayores esperaban encontrar.



La novela, creo, termina un capitulo antes de acabar, cuando se cierra el círculo y llega la justicia, por eso, hoy, tal vez, me arrepiento de haber leído el ultimo capitulo, que deja abierto un poco a la imaginación lo que paso entre los protagonistas y a lo que te hubiera gustado que fuese el final, pero de eso se trata, no solo de leer, sino de que una vez que has leído algo, te sugiera miles de cosas… y hagas correr la voz a unos y otros, ¿oye la has leído ya?, ¿y a qué esperas?. Final en cierto modo abierto.

Capitulo ultimo para hacer justicia, ser justos más bien, con el bueno de Agapito, justicia que le falto en el libro, cuando aquel buen hombre debió en un momento de lucidez atar los cabos y dar una lección de cómo y porque sucedieron los hechos. Corre ahora peligro, el Agapito real, lo que de él se recuerda, peligro ante el Agapito de ficción. En cualquier caso, gran suerte, que alguien te recuerde, y el no vas, que te haga protagonista de una novela.

Nada más ya salvo que para cualquier calamochino debería ser el regalo de estas navidades y de los próximos sanroques,…por cierto al final no salió San Roque en la novela, no llego el mes de agosto, la justicia fue antes. Regalaremos la novela, haremos “pueblo”…

Recuerdos



El tiempo dirá si como el Madrid de Galdós o la Valencia de Blasco Ibáñez, en unos años tengamos la Calamocha de Lauko, y recorramos sus calles y paisajes centro de la novela recordándola, cuidando de que no te pille aquel triciclo de reparto, en la misma calle de la Castellana, con Teléfonos y sus amores imposibles, allí o en la ventanilla del Ayuntamiento o                de la Castellana, con Telefonos y los amores imposibles, alli o en el blar, y te cuelgan un sanbentio, d, y entr paseemos de la Estación Vega a la Nueva pasando por las casas de esos maestros que ven lo que no se ve, y en el Cuartel, desviemos la mirada al ventanuco de la puerta tras la bandera, tratando de ver si aun el Cabo Antero, a quien solo le falto el deje andaluz, continua de guardia pagando la osadía de salirse del reglamento por un amigo, reparemos en las Escuelas Viejas, en ese infame edificio de hoy en día, poca pena le dio a su arquitecto o a quien fuese, hacer tabla rasa de su vieja fachada y en las injusticias que se comenten a diario cuando se habla por hablar, y te cuelgan un sanbentio, como al bueno de Agapito se lo colgaron en la novela, y vuelvan abrir el Bar “Catalán”, allí donde lo de Elias, para que los bocazas y oscuros mozos viejos como Andrés, griten lo que ocultan, y reviva el Casino su bulliciosa vida de antaño gracias a la novela, y una de sus salas se convierta en la biblioteca del Sr Antonio, de Genaro, de Benito, de Domingo, y den vidilla cultural al pueblo convocando de vez en cuando un concurso literario, del tipo, “Barrendero, enterrador ferroviario. El último capítulo”, …y nos quedemos mirando embobados el Molino, oigamos gritos, escudriñemos las vigas de madera, sintamos el olor del café de puchero, y lo veamos con otros ojos, tan así, que nos de igual se hunda en último acto de justicia… y nos de hasta miedo seguir el camino hacia la Estación Vega, por no saber qué hacer si nos encontramos con Serafín y su pasado, y tal vez a la costera del último camino que haremos el del cementerio, le llamemos Avenida de Agapito Saz, o Bolulevard, que suena más romántico,… camino también de Navarrete, donde al llegar pensemos si no sería la Tía Gueda la hermana del pobre Avelino, y entremos al cementerio y tratemos de averiguar el nicho donde durmió Agapito, nos asomemos a la sala de autopsias, leamos las viejas tumbas en tierra buscando a la niña. Y volvamos al pueblo ensimismados, como in albis, pensando si aquello paso o no paso, si solo fue una novela o fue verdad, y entremos al Chato y pidamos  un sol y sombra, un “gapito” sin saber muy bien porque.

Quizás a partir de hoy, cuando nos encontremos un mechero  en algún lugar de Calamocha un escalofrió nos recorra el cuerpo, y nos haga mirar alrededor, temiendo que en cualquier lugar, una desgracia haya podido ocurrir. Nos sobresalte el pitido de algún último tren camino de la estación, nos de un vuelco el corazón y dudemos por un momento seguir nuestro camino o subirnos al tren, por temor a pasar las de Avelino, en suma, quedarnos o marcharnos.

 A dios gracias ya casi nadie fuma y desgraciadamente ni aun trenes pasan ni paran por Calamocha.


Ahora que ha llegado el frío, es el momento de volverla a leer la novela, con la ilusión de que tenga un final diferente.


sábado, 1 de noviembre de 2014

Cuando todos los muertos no eran santos.

Marzo de 2014

Me preguntas ahora, qué recuerdo del cementerio. Muchas cosas, esa es la verdad, de tantas idas y venidas algo tendré que contar, aunque en realidad hace años, que si bien ocasiones no han faltado, sea por una cosa o sea por otra, no he cruzado su umbral.

Tenía 9 años cuando murió mi abuelo Casimiro, aquella tarde de mayo, con el sol tras Santa Barbará, “Lúcia” el de la carpintería de allá junto a lo de Corbatón, con el Land Rover negro y amarillo bajo las costera del Barrio y trajo sobre su baca a casa el cajón.

El velatorio quedo como de costumbre instalado en casa, primero en la habitación donde nacimos todos, y luego sobre la mesa de la cocina. Al poco comenzaron a llegar todas las abuelas de Calamocha, era mayo y ya alargaba el día. Con la consabida cantinela de “no somos nada, ya ha descansado…”



Hasta aquel momento lo poco que sabía de estos casos era que al día siguiente aparecería el cura con los monaguillos la cruz y el incienso y nos iríamos todos a misa, finalmente no vino, no recuerdo el porqué, pero se ve que llego justo al entierro y mando recado de que fuésemos solos a la iglesia, donde como reducto de tiempos pasados aún se cantaba en Latín.

Lo que si llegaba y a paso ligero era la democracia arrasando con todo lo caduco, sin importarnos lo más mínimo mirar atrás. 

Aquel fue el primer entierro al que asistí, y aún lo recuerdo, no pasó nada extraordinario, o tal vez sí, me llevaron al coro, aún se cantaba como digo en los entierros, en latín, nada menos, aquel creo que fue el último, o uno de los últimos, sino, una vez más, de los nuevos tiempos, que ya corrían.

Supongo que en realidad no querían ocultarme nada, más bien en mi estaban depositadas las últimas esperanzas de que en la familia continuase la rama jotera torrijana. No fue así.

Cantaron Feliciano y Dativo y me limite a tratar de descifrar aquellas páginas ilegibles. Al tiempo, se me fue el miedo a todo lo relativo a los entierros y aniversarios y así mismo como monaguillo de misa dominical, dejo de darme miedo aquel ritual de los domingos tras misa de doce cuando se montaba al pie del altar el catafalco para los aniversarios que se celebraban por la tarde.

El acercarte a la capilla opuesta a la del bautismo donde se guardaba todo, el acercarte, abrirla y sacar el “cajón”, el velatorio… era terrible, aquella capilla, parecía en contraposición a la otra, la mismísima puerta del infierno. Aún creo que lo es.

Poco tiempo después empecé a ir al Cementerio, no había estado nunca, mi abuela no sabía leer, y en las lapidas que no había foto, no había muerto alguno.



Los dos vimos la lápida de mi abuelo el mismo día, había foto, mi abuela la habría encontrado, foto y un Sagrado Corazón de Jesús, no me preguntes por qué o si, da lo mismo. A principio de verano es el día del Corazón de Jesús, y de niño creo había procesión en el pueblo, con las abuelas, con el escapulario, con el calor de la tarde a la hora de jarve. Por lo que fuese, le guardaba devoción, cosas tal vez de Torrijo, no lo sé.

Empezamos a ir, domingo tras domingo,  todos los meses del año, mientras el tiempo lo permitía. Ese día el cementerio estaba abierto, entre semana si por el motivo que fuese había que subir,  a veces había visita, y la familia se empeñaba en vernos a todos, y subir unas flores, a quienes ya no estaban en el Barrio, si no en el otro barrio, en tal caso era necesario pedir la llave al Esquilador o a Raimundo, el del camión de la basura.

Salíamos sobre las cuatro y por el camino se incorporaban sus amigas, ya viudas también, la Tía Rosario, la Tía Alfonsa, si estaba por el pueblo la Tía Torralbina, y también de vez en cuando subían, la Velina, la de Fermín el Matatocinos, la abuela  de Ernesto,… Pero las fijas eran, hasta donde logro recordar, las dos primeras y mi abuela.

Hasta aquel día, lo único que sabía del Cementerio era como aquel dice las historias que ellas mismas contaban de vez en cuando, recordando calamidades y penas, muertes a destiempo y sobre todo, las desdichas de esa pobre gente que subían en camiones cara Navarrete en los años de la guerra, una tragedia, una pena enorme que las abuelas, cuando lo volvían a vivir y contar, lo hacían prácticamente llorando. Uno se preguntaba qué había pasado en aquellos años, qué les había pasado.

Mi otra abuela, la Xaltación remataba la historia, por cambiar de tema, con aquel  hijo que murió al poco de nacer y al no estar bautizado, no pudo ser enterrado en el cementerio como tal, sino en la parte vieja o primera donde iban los que se suicidaban o aquellos que no creían a dios, aunque, a mi ver, nunca se dio el caso de conocer a nadie que en aquellos años no creyese en dios, ni diese en suicidarse sin parecer un accidente y vete a saber quién más daría con sus huesos allí, una vez que ya no los necesitase,… pero echa a buscar al pobre recién nacido, no se sabía dónde estaba, esa era la pena. Nunca hubo tanta tierra santa como se necesitó, ni antes ni aún hoy.

Así que yo, ya tenía faena el primer día que subí al Cementerio. Además de leer, leer, y leer.

Punto uno asomarme al chaflán, a la parte vieja, aquel que hay al principio de la tierra santa que viene después, mirar a través de las grietas de la puerta. Sólo vi hierbas, y poco más, aquello estaba abandonado. Ni dios.




Punto dos, la fosa común, que mi Tío Antonio decía estaba al fondo a la derecha junto al pozo y un cirujal que siempre según él daba las mejores ciruelas de todo Calamocha, mi tío aquel era un poco sibarita, morrotocino que decía su hermana… el hoyo estaba, todo estaba, pero los muertos imagino habían marchado al cielo, junto a los del chaflán, mientras esperaban su turno el resto.

Y por supuesto localizar y escudriñar la sala de autopsias, pues las historias de Agapito eran de sobras conocidas en casa… Aquello sí que daba miedo.



Pero hubo una sorpresa.

La tierra del cementerio era roja y todo su centro parecía haber sido labrado por Perico, caballón tras caballón, cientos, tal vez miles a mis ojos de crio, de cruces de madera, aparecieron ante mí, todas con su ramo de flores, qué más daba que fueran artificiales, sin hierba alguna, también sin nombre, no tenían nombre, los soldados no tienen.

Estaba todo tan bien cuidado como el cementerio de Arlington o esos otros de Francia que se veían en la tele a propósito de los documentales de las guerras, guerras que siempre habían ocurrido fuera, lejos.



Eran los soldados, “pobrecicos”, lo mismo que aquellos otros, decían las abuelas, los de la fosa común, los que más perdieron. El Chato el Esquilador tenía aquello limpio como una patena. De vez en cuando había alguna tumba con más suerte, con cruz y nombre, y otras muchas de gente del pueblo y de algún militar con mando en plaza.



La ronda en el cementerio empezaba siempre igual, yo me fijaba en la “oficina” de la entrada, no sin miedo, vete a saber que esperaba encontrar, y girábamos a la derecha, no había prisa leía todas las tumbas, en especial las de la parte del fondo con sus viejas fechas y lápidas que parecían se caían, asomando el cajón, y en especial las que ellas señalaban porque conocían la foto o les sonaban las letras, no paraban hasta dar con quién era y recordar su vida para bien o para mal del muerto, todo era lo mismo.

 Luego llegábamos a la de mi abuelo, y mi abuela señalaba el nicho donde un día la enterrarían, yo miraba el hueco donde años más tarde un frio y nevado día de enero, de aquellos inviernos de los de antes, la enterrarían, no acertaba a pensar nada, cemento, cal, telarañas y ella me hablaba de los que serían sus vecinos.



Los nichos eran, son,  en propiedad aunque ni entonces ni ahora se puedan elegir a los vecinos, así a mi abuela, la pobre, le toco joderse y tiene como tal a uno de esos en cuya lapida no se detenía, o si lo hacía era para decir,…. “que bien estas ahí”

Aquellos nichos  en propiedad, les hacen ser unos privilegiados, el cielo mismo ganado. Serán calamochinos para toda la eternidad. En realidad no se puede pedir más, es el cielo mismo.

En cuanto podía me escaba a las tumbas de tierra. A Seguir leyendo. Pero a escape me reclamaban. Siempre había lapidas nuevas por descubrir, por leer, historias por escuchar.



¡Y qué historias contaban las abuelas…aprovechando que nadie ya les oía! Tal vez mienta, no eran de las que se callaban, nunca lo hicieron, lo habrían dicho igual, con el muerto en vida, delante.

El ir al cementerio con tanta frecuencia para ellas era tan nuevo como para mí, mi abuela por ejemplo no sabía ni donde estaban enterrados sus padres, en Torrijo sí, pero nada más. Años atrás se enterraba a la familia, alguien le ponía una cruz y se la cobraba a cuantos familiares podía y rara vez, ni para todos los santos se iba al cementerio. De hecho subimos una vez a Torrijo y no logre encontrar a sus padres, leído y releído todo lo habido y por haber.

Todo era nuevo, domingo a domingo,  a los momentos de pena, un muerto joven, un niño, una tragedia, les sucedía siempre los buenos recuerdos, frente a esas lapidas se nos pasaba el rato, “te acuerdas, lo bien que bailaba, cantaba, las meriendas en su casa…” A mí me llegaba a parecer que las abuelas, por más que vistieran de negro y llevasen pañuelo a la cabeza, se habían pasado toda su juventud de fiesta en fiesta, era lo que más les gustaba recordar, lo bueno, lo bien que lo habían pasado. Nunca les vi llorar.

Frente a otras lapidas el comentario era siempre el mismo, humor negro, “Está bien donde está, mira que le costó dejarnos en paz, lo que descanso la familia, cabrón más grande ya no se conocerá, semejante hijo de puta,… y a los casi noventa que se murió, y luego dicen que dios existe, anda maña no me jodas”.

A veces había algo nuevo que ver, las mujeres aquellos años no subían al cementerio el día del entierro, así que tocaba encontrar la tumba de aquel que había muerto días atrás. Era fácil, solo había que buscar la corona de flores. “Redios que poco se gastaron en flores, o cuantas flores, no se merecía ni un cardo, ya estará en el infierno. Vámonos, aun huele”. El olor lo sigo recordando.

Otras veces, días después nos acercábamos a ver la lápida, y ya se sabe el arte si no genera controversia, no es tal, “cosa más fea, imposible, para las perras que les habrá dejado, mal se han portado, desde luego que cojonazos, ni aun para poner flores tiene, la lápida debe ser bonita, pero parece fea. Y esa foto, pues si le daba un susto al miedo”…

En suma, como todos, ellas tampoco lo tenían claro, a pesar de ir a todos los entierros y misas, eso del cielo y el infierno, la vida en el más allá, y todas esas cosas, de los curas, dios y los santos, pero qué mejor lugar que aquel, que el pueblo en sí, para terminar. Así, lo veían, y  si algún sitio  habrían de ir después de muertas, debía ser ese, el cementerio de Calamocha, a buen seguro, el cielo, estaría ahí, no más lejos.



Hacíamos la vuelta completa al cuadrado que era el cementerio viejo a ellas también les llamaba la atención la tumba del Regular, la lápida y el nicho, no estaba en tierra, y qué lapida más bonita,… estaría con los moros en el Castillejo decían. ¿Habrá algún italiano por allí, o algún alemán?, no lo recuerdo, no los habrá. No te asomes ahí, no vaya a salir Agapito poca pena,… termine por creer que un día saldría de aquella sala de autopsias sin cristales, pero con reja y puerta atrancada. Imposible de flanquear.

Eduardo Cero. Caracterizado como Agapito. año 2014

Por los Panteones pasábamos de refilón, cosas de ricos, “déjalos estar, no vaya a ser que se nos apegue algo, también ellos se mueren aseguraban… ni caso, aquí ahora son todos iguales”. Perdí el miedo y me metí hasta donde pude. Tesoros ninguno.



De pronto se oían voces y nos girábamos, mi abuela decía, “coño forasteros, están en todos lados”,  la Tía Rosario se reía, siempre se reía y decía, “pues si no los conocemos, si de aquí no son, serán almas en pena, ves niña, no se paran en ninguna tumba, en cuanto dejemos de mirar se irán para arriba”. Así era. Yo creía a la Tía Rosario. Todos nos conocíamos. Aquello eran almas en pena camino del cielo.

El Cementerio en su día, lo recuerdo, salió en el cine, eso sí que me hizo ilusión,  bueno, en la tele. En la película Don Erre que Erre de Don Paco Martínez Soria, la secuencia inicial esa del Seat 1500 con él y su mujer camino del entierro de su suegro, cuando sale el indicador de Calamocha 36 km, y dicen “ya estamos llegando”, para entonces a echar gasolina, y de ahí no pasa el bueno de Don Paco, una pena.  Luego las imágenes del cementerio y el entierro al cual no llegan aunque te emocionan, el cine, la gran ilusión, son una pena, no son de Calamocha.

Te diré más cosas, acabando ya, una tarde entre semana de verano fuimos a pedir la llave, y nos dijeron que estaba abierto, íbamos con la familia de Francia, y allí estaba a pleno sol el Chato el Esquilador dale que te pego peleando con las tumbas de los soldados. A lo que me di cuenta mi Tío Blas estaba ayudándole y hablando de los años de la incierta gloria, de la noche oscura y de la vendimia en Francia donde el Chato algún que otro año había estado. Mi Tío,  quedo encantando de lo bien que trataban a los soldados. Una pena todo.



Acabo ya, con mi abuela y las demás al volver del Cementerio llegando a donde ahora está el Bailaor esperando el cierzo, me despedía y me bajaba al Peirón, mientras ellas se volvían a casa, en aquellos años, las mujeres no pisaban “Los Viejos”, allí al pie de la carretera nos despedíamos, veía, la foto tengo por ahí, la placa de la falange y el rotulo de Calamocha y le preguntaba a mi abuela si antes, habíamos sido todos falangistas, a lo que ella poco más o menos y con desgana, la política nunca fue lo nuestro, contestaba, “y ahora somos unos sinvergüenzas, sin educación alguna ni saber estar, es lo mismo, la cosa no cambia, ni cambiara, no lo esperes. No sé qué es peor, si lo de antes, o de lo ahora cuando se confunde la libertad con el libertinaje”.

Aquel juego de palabras, resumen político de aquellos años, estaba en todos los corros del Peirón al Arrabal.  En realidad los mayores se preguntaban, ¿qué nos estaba pasando?, siempre nos parece una pena todo, lo que daría por saber cómo definirían en dos palabras, lo que hoy parece pasarnos.

Felicidades, hoy es el santo de los que no tienen santo.

De Los Años de la Cazalla. Muertos y muertos.

PD Una ley, sólo debiera haber una ley, decía mi Tía Nati cuando llegaba esta noche y encendía las velas por los muertos, por la familia. Ley que prohibiese ver morir a un hijo. Y ella, a quien se le murieron los dos, sabía de lo que hablaba. El resto de leyes sobran. Por ello, si te dicen que caí antes de llegada la hora, el cielo tendrá que esperar.

Recuerdos


Castellón, 1 de noviembre de 2014